miércoles, 12 de agosto de 2020

HOMILÉTICA (2)

III. DEBE AMAR A LAS ALMAS

 

Una cosa es querer predicar y otra muy distinta querer a las perso­nas a quienes predicamos.

o   Un Abogado puede desarrollar gran habilidad en su profesión, sin amar a sus clientes.

o   Un comerciante puede hacerse rico, sin amar a sus clientes.

o   Un Médico puede gozar de gran fama, sin amar a sus pacientes.

            PERO un predicador nunca podrá ser fiel obrero de Cristo si no tiene un profundo amor hacia las almas perdidas, a quienes predica el Evangelio de la gracia de Dios.

            Hay mucha satisfacción en poder conmover con elocuencia a un audi­torio, y esto puede llegar a ser una trampa si el predicador no siente amor hacia las almas. La predicación otorga prominencia al que predica y la tentación de lucirse, y recibir el aplauso de los hombres ha arruinado a más de un predicador (1 Ti. 3:6).

            Nótense las muchas veces que está registrado que “Él tuvo compasión”. Su corazón estaba lleno de amor para los pobres pecadores a quienes vina a buscar y a salvar (Mt. 20:34; 14:14; 15:32; Mr. 1:41; Lc. 7:13).

 

IV. DEBE SER UN ASIDUO ESTUDIANTE DE LA BIBLIA

            Puesto que la Biblia es la suprema autoridad del predicador y el manantial de donde procede toda su predicación, es imperativo que esté bien familiarizado con el contenido íntegro de las Escrituras.

            Así como el maestro de música, de matemáticas o de dibujo debe estudiar y entender su materia antes de poder enseñar eficazmente a otros, el Pre­dicador debe estudiar la Biblia con devoción y para su propio provecho espiritual, antes de poder comunicar su mensaje al auditorio.

            El Predicar es tarea difícil pero grandiosa y no debemos olvidar que trabajamos para el mejor de los maestros. El predicador debe compartir los sentimientos de David cuando dijo: "No ofreceré a Jehová mi Dios holocaustos que no me cuesten nada” (2 S. 24:24).

 

V. DEBE SABER ORAR

            El que quiere hablar mucho al hombre acerca de Dios, debe hablar mucho con Dios acerca del hombre. Un ministerio sin oración es un minis­terio sin potencia ni provecho.

            En la oración Dios ha puesto a nuestro alcance una fuerza que puede mover la mano que mueve al mundo. Sabio en verdad es el que debidamente aprecia y aprovecha constantemente el tremendo poder que hay en la oración sincera y llena de fe. Aun es verdad que "Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas" (IS. 40:31).    

            Si nuestro Señor vivió en una atmósfera de oración, cuanto más necesaria es que nosotros vivamos en ella. Debemos orar en relación a cada detalle de nuestra vida. Se nos manda que "Por nada estáis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracia.

            Toda predicación debe ser santificada por la oración, tanto en su preparación y presentación, como en el esfuerza por preservar sus resultados.

 

VI. DEBE LLEVAR UNA VIDA LIMPIA.

            En el ministerio cristiano una vida santa es algo imprescindible. Un predicador, más que cualquiera, debe ser irreprochable en su conducta. Debe tener "buen testimonio de los de afuera" (1 Ti. 3:7). El predicador del evangelio debe ser bien conceptuado en las esferas domésticas, sociales, comerciales y eclesiásticas donde se desenvuelve.

            No solamente debe "Predicar la Palabra" sino también "Adornar la doctrina" (Tit. 2:10). Este Adorno consiste en honradez en los negocios, veracidad en la conversación, vida moral, mente sana, temperamento ecuánime, proce­der recto y carácter piadoso (Sal. 15: 1-5; 1 Ts. 2:9-12; 1 P. 2: 11,16).

            Si la vida no concuerda con la predicación, la doctrina y la Palabra de Dios serán blasfemadas (Ro. 2:21-24; 1 Ti. 6:1; Tit. 2:5). Los munda­nos se regocijan con placer diabólico cuando descubren duplicidad o enga­ño en la vida de un predicador. Dicen: “Si así se porta un cristiano, me­jor me quedo como estoy”.

            El que quiere el prestigio de ser predicador debe estar dispuesto a pagar el precio que esto exige: una vida intachable. Si no la tiene, el nombre y la obra del Señor serán deshonrados.

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