Fuera león o fuera oso, tu siervo lo mataba. Ese filisteo incircunciso será como uno de ellos, porque ha desafiado a los escuadrones del Dios viviente. (1 Samuel 17:36)
Tal fue el argumento de la fe. La mano que había librado a David de una
dificultad, podía librarlo de otra. Él no se había jactado de su triunfo sobre
el león y el oso. Nadie parece haber oído de esto antes; y él. sin duda, jamás
habría hablado de eso tampoco, de no haber sido con el expreso propósito de
mostrar sobre qué base sólida reposaba su confianza para la gran obra que iba a
empren-der. Quería mostrar claramente que no lo iba a hacer con su propia
fuerza. Así ocurrió con Pablo cuando fue arrebatado al tercer cielo. Durante
catorce años, este secreto permaneció sepultado en el corazón del apóstol, y
jamás lo habría divulgado, si no fuera porque los razonamientos carnales de los
corintios lo habían obligado a ello.
Ahora bien, estos dos ejemplos
están llenos de instrucción práctica para nosotros. La mayoría de nosotros
somos demasiado propensos a hablar de nuestros pobres hechos o, por lo menos,
a pensar en ellos. La carne tiene una fuerte tendencia a vanagloriarse en todo
lo que exalta al yo; y si el Señor, a pesar de lo que somos, realiza algún
pequeño servicio por medio nuestro, ¡cuán propensos somos a comunicarlo a los
demás, en un espíritu de orgullo y auto- complacencia!
Sin embargo, David guardó en
su corazón el secreto de su triunfo sobre el león y el oso, hasta el momento en
que se presentase la ocasión adecuada para hablar de ello. “Jehová, que me ha librado de las garras del león y de las
garras del oso, él también me librará de la mano de este filisteo”. ¡Preciosa
fe que cuenta con Dios para todo y que no confía para nada en la carne; que
introduce a Dios en cada dificultad y nos conduce, con un corazón lleno de
gratitud, a ocultar el yo y a dar al Señor toda la gloria! ¡Ojalá que nuestras
almas puedan aprender cada día más de esta fe tan bendita!
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