domingo, 6 de diciembre de 2020

El Origen de las Escrituras

 


Solamente cuando el creyente llega a comprender con claridad cuanto empeño, cuidado y esmero Dios empleó para completar las Escrituras, estará en condiciones de apreciar el alcance de la indiscutible afirmación: “Ninguna profecía de la Escritura es de particular interpretación, porque la profecía no fue en los tiempos pasados traída por voluntad humana, sino los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo

            Las Escrituras no son el producto del intelecto humano, aunque el Señor dio el intelecto y lo utilizó. Entendemos que aquellos varones han sido tan sólo instrumentos en las manos invisibles suyas para transmitir Su voluntad, Su sabiduría y Su consejo: en UN SOLO MENSAJE. Ellos mismos no siempre entendían el significado de lo revelado -como lo confiesa Daniel con toda honestidad: “Y yo oí, más no entendí” (Daniel 12:8).

            DIOS NO SE VALIO DE UN SOLO HOMBRE, aunque bien podría haberlo hecho: emplea más de treinta autores, y esto, sin duda, para que el milagro de la formación del Sagrado Volumen no fuese dudado por nadie y mayormente por quienes dicen que creen.

            Para ello Dios escogió a hombres de distintas épocas, cultura, preparación y ocupación: algunos ilustres como Moisés, David, Daniel y Pablo; otros, por el contrario, un boyero como Amos, pescadores, pastores, etc. Y, sin embargo. ¡Qué uniformidad de pensamiento! ¡Qué desenvolvimiento del plan preconcebido! ¡Qué revelación de propósitos de gracia y amor!

            Este trabajo arduo demandó tiempo, ya que estos profetas y apóstoles tenían que ser preparados previamente para ello. ¡Asombrosa paciencia y buena voluntad de Dios! ¿Cuánto tiempo insumió la preparación de Moisés? 80 años! ¿Por qué sendero tuvo que conducir a Jonás? ¡Tres días en el vientre de un gran pez! ¡Cuán extraordinarias las experiencias de Daniel: una noche en la fosa de los leones! de Pablo: “arrebatado hasta el tercer cielo”; y de Juan —desterrado a la isla que es llamada Patmos! Y, ¿Qué diremos de Lucas? ¡Qué diligente entendimiento “de arriba” obtuvo por el vehemente anhelo de que tal buen Teófilo” fuese bien establecido “en la fe una vez dada a los santos”! Y todo esto lo disponía el Espíritu Santo con el intento y determinación de revelar a Dios al ser humano caído, con el propósito de levantarlo a la dignidad originalmente propuesta para el: “Nuestra imagen...Nuestra semejanza”. (Gen. 1:26; 1 Jn. 3:2).

            DIOS NO LAS ENTREGO DE UNA VEZ, sino a través de dieciséis siglos. Pero una vez completadas, dice: “Si alguno añadiere a estas cosas, Dios pondrá sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras de este libro, Dios quitará su parte del libro de la vida” (Apoc. 22:18,19). ¡Qué recomendación! ¡Qué aviso! ¡Qué advertencia!

            Todo lo que el hombre debe, puede y necesita saber está escrito, y está escrito de una manera singular, como en ningún otro libro; y todo lo que en él no se halla incluido son “las cosas secretas que pertenecen a Jehová nuestro Dios” (Deut. 29:29). La verdad está esparcida a lo largo de sus muchas páginas y solamente el creyente aplicado, diligente, humilde y temeroso de Dios puede ser llevado al secreto de la misma. “El secreto de Jehová es para los que le temen; y a ellos hará conocer su alianza”.

            DIOS VELO CELOSAMENTE POR LA COMPILACION EXACTA de las Escrituras, para que nada falte, ni se infiltre algo humano en ellas. Un rey intentó destruir una parte, pero “fue palabra de Jehová a Jeremías, después que el rey quemó el rollo: vuelve a tomar otro rollo, y escribe en él todas las palabras primeras, que estaban en el primer rollo que quemó Joacim” (Jeremías 36:27,28), anulando con ello su maligna intención. Y, así como “Para siempre, oh Jehová, permanece Tu palabra en los cielos” (Sal. 119:89), tenemos la palabra profética permanente en la tierra (2da. Pedro 1:19). Sabio y bendecido será aquel que con sinceridad hace suya la oración que a tantos ha hecho mucho bien: “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley” (Sal. 119:18). •

Tomado de: “Sendas de Luz, 2016”.

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