La primera señal tiene lugar en una boda, un acontecimiento altamente simbólico de por sí, que nos retrotrae a los orígenes cuando la primera pareja abrió sus ojos a un mundo lleno de música y color para disfrutar de la vida en comunión con el Creador (el Cantar de los Cantares evoca aquel paraíso primigenio como marco para la unión de la Sulamita y Salomón). En Caná, por contraste, se vivió una situación de escasez, la provisión insuficiente de vino para colmar con éxito la celebración. Jesús, con modestia y consideración, suplió aquella falta ejerciendo de anfitrión, como el esposo divino, al decir de Juan el Bautista, cuya presencia trae gozo al corazón. «Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa es el esposo; más el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido» (Jn. 3:28-29). La señal de la boda («principio de señales», árjén tón semeion) no solo recuerda el principio {arjé) de la Creación; anticipa, también, la «hora» cuando Cristo será Anfitrión en el futuro reino de Dios (ver Apocalipsis 19:1-9).
La alimentación de los cinco mil, ocupa el lugar central de las señales
registradas por S. Juan. El Señor mismo explicó el simbolismo del pan partido
para alimentar a la multitud, la ofrenda de sí mismo para la vida del mundo. Es
de notar que el autor no incluyó en su Evangelio la institución de la Cena del
Señor: no hizo falta. Jesús partió el pan en la ladera habiendo dado gracias (éujaristésas) un término vinculado al
significado profundo de su misión: «Yo soy el pan vivo que descendió del cielo;
si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi
carne, la cual yo daré por la vida del mundo» (Jn. 6:51). Las palabras del
Señor, pronunciadas en la sinagoga tras la realización de la señal,
escandalizaron a sus enemigos y dividieron a sus propios seguidores. La suerte
estaba echada y el traidor preparaba ya su siniestro plan.
La pesca abundante concluye de manera perfecta las señales que hizo
Jesús. A diferencia de las anteriores, la escena junto al mar de Tiberias no
representa un milagro, sensu
strictu, sino una hermosa providencia, el Señorío de Cristo manifestado en una
actividad laboral. La presencia de Jesús en la playa inaugura un nuevo día, el
paso de la noche infructuosa a la luz plena del día. En todo, Jesús es el
Señor: en la actividad laboral, y en la tarea pastoral. De nuevo el evangelista
hace notar la mano invisible del Señor: los discípulos «no sabían que era
Jesús», y solo detectaron su presencia cuando vieron el fruto de su labor.
Si tres de las siete señales revelan la munificencia del Señor, las
cuatro restantes atestiguan el poder de Jesús, las cuatro restantes atestiguan
el poder de Jesús frente a la debilidad del ser humano, sus limitaciones
culturales, el deterioro de sus fuerzas y su vulnerabilidad frente a la muerte.
La segunda señal presenta un caso desgarrador, la enfermedad de un hijo a punto
de morir. El padre es un basilikós, un «hombre del rey». El
término, que puede indicar un oficial del rey, o alguien relacionado con la
casa real, incluso una persona de sangre real, recuerda la realeza inherente en
el ser humano, creado para señorear, pero sujeto en todo a los duros embates de
la vida. El muchacho en su enfermedad (el padre emplea el diminutivo paidíon para referirse a su hijo)
representa la ilusión truncada, la vida cortada en flor, el amargo fruto del
fracaso de la Humanidad. «Si no viereis señales y prodigios, no creeréis»
-dijo Jesús-, y para el padre angustiado fue suficiente la sola palabra del
Señor. «El hombre (ánthropos) creyó la palabra de
Jesús, y se fue» de -relata el evangelista- estableciendo así el poder de la
palabra de Cristo frente a las esperanzas marchitas de la vida, gracias a la embajada
de otro Padre, que envió a su propio Hijo desde el cielo para dar vida a los
muertos y sanar a los quebrantados de corazón.
La tercera señal introduce un escenario nuevo en el modus operandi de Jesús. El enfermo de
Betesda no solicitó la ayuda del Señor, a diferencia del «hombre del rey», y
fue hecho acreedor pasivo del poder sanador de Jesús. De nuevo el evangelista
emplea un poderoso simbolismo espiritual: el estanque donde yacía una multitud
de hombres y mujeres «sin fuerzas» en las puertas de la ciudad; la condena de
las autoridades a una obra hecha en el día de reposo; y la réplica de Jesús:
«mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo». Ciertamente, el descanso de Dios
no implica inactividad, sino liberación para hacer el bien. El enfermo llevaba
treinta y ocho años víctima de su discapacidad, el mismo tiempo que Israel
anduvo errante por el desierto por causa de su incredulidad.
La quinta señal guarda similitud con la tercera. De nuevo Jesús se acerca
a un hombre necesitado en sábado en la ciudad de Jerusalén. La señal pone en
evidencia la ceguera de los líderes de Israel y descubre el motivo de su
rechazo. El ciego de nacimiento, consciente de su necesidad, creyó la palabra
de Jesús, fue a lavarse en el estanque de Siloé, y recibió la vista. Los
fariseos no quisieron ver la evidencia de sus ojos y se cegaron ante la obra
prodigiosa de Jesús. Si realmente fueran ciegos -es decir, sin capacidad alguna para ver- no tendrían
pecado, dijo el Señor. Solo Cristo puede abrir los ojos de la fe; cada ser
humano es moralmente responsable frente a la persona de Jesús.
La sexta señal, la resurrección de Lázaro, va más allá de la curación
milagrosa del hijo del hombre del rey, y transmite un glorioso mensaje de
consolación. «Yo soy la resurrección y la vida». Jesús dijo a Marta: «el que
cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no
morirá eternamente. ¿Crees esto?». Jesús amaba a Lázaro y a sus hermanas,
cuenta el evangelista y, sin embargo, al oír la noticia de la enfermedad de
su amigo no intervino para prevenir su muerte. La razón es clara. Cristo tiene
poder sobre la muerte, y lo demostró levantando a Lázaro de la tumba. Las
lágrimas de Jesús surgieron de un amor eterno que garantiza para los suyos el
don de la vida eterna. Con razón escribió el evangelista: «Porque de tal manera
amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en
él cree, no se pierda, más tenga vida eterna» (Jn. 3:16). Podemos confiar en
Cristo, ahora y en la eternidad.
La escena junto al mar es considerada por muchos como una adición que no
pertenece al texto original, ya que el autor cierra el evangelio, según se
afirma, con su citada conclusión (Jn. 20:30-31). Sea como fuere, la
manifestación de Jesús en la playa es oportuna: une la presencia del Resucitado
con su iglesia en todo tiempo y lugar. La mano de Jesús hoy es invisible, e
inaudible su voz. Solo al final conoceremos cómo nos ayudó en cada recodo del
camino, como él mismo prometió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario