domingo, 6 de diciembre de 2020

Las señales que Hizo Jesús

 La primera señal tiene lugar en una boda, un acontecimiento altamente simbólico de por sí, que nos retrotrae a los orígenes cuando la primera pareja abrió sus ojos a un mundo lleno de música y color para dis­frutar de la vida en comunión con el Creador (el Cantar de los Canta­res evoca aquel paraíso primigenio como marco para la unión de la Sulamita y Salomón). En Caná, por contraste, se vivió una situación de escasez, la provisión insuficiente de vino para colmar con éxito la celebración. Jesús, con modestia y consideración, suplió aquella falta ejerciendo de anfitrión, como el esposo divino, al decir de Juan el Bautista, cuya presencia trae gozo al corazón. «Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa es el espo­so; más el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumpli­do» (Jn. 3:28-29). La señal de la boda («principio de señales», árjén tón semeion) no solo recuerda el principio {arjé) de la Creación; anti­cipa, también, la «hora» cuando Cristo será Anfitrión en el futuro reino de Dios (ver Apocalipsis 19:1-9).

La alimentación de los cinco mil, ocupa el lugar central de las señales registradas por S. Juan. El Señor mismo explicó el simbolismo del pan partido para alimentar a la multitud, la ofrenda de sí mismo para la vida del mundo. Es de notar que el autor no incluyó en su Evangelio la institución de la Cena del Señor: no hizo falta. Jesús partió el pan en la ladera habiendo dado gracias (éujaristésas) un término vinculado al significado profundo de su misión: «Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo» (Jn. 6:51). Las palabras del Señor, pronunciadas en la sinagoga tras la realización de la señal, escandalizaron a sus enemigos y dividieron a sus propios seguidores. La suerte estaba echada y el traidor preparaba ya su siniestro plan.

La pesca abundante concluye de manera perfecta las señales que hizo Jesús. A diferencia de las ante­riores, la escena junto al mar de Tiberias no representa un milagro, sensu strictu, sino una hermosa providen­cia, el Señorío de Cristo manifestado en una actividad laboral. La presencia de Jesús en la playa inaugura un nuevo día, el paso de la noche infructuosa a la luz plena del día. En todo, Jesús es el Señor: en la actividad laboral, y en la tarea pastoral. De nuevo el evangelista hace notar la mano invisible del Señor: los discípulos «no sabían que era Jesús», y solo detectaron su presencia cuando vieron el fruto de su labor.

Si tres de las siete señales revelan la munificencia del Señor, las cuatro restantes atestiguan el poder de Jesús, las cuatro restantes atestiguan el poder de Jesús frente a la debilidad del ser humano, sus limitaciones culturales, el deterioro de sus fuerzas y su vulnerabilidad frente a la muerte. La segunda señal presenta un caso desgarrador, la enfermedad de un hijo a punto de morir. El padre es un basilikós, un «hombre del rey». El término, que puede indicar un oficial del rey, o alguien relacionado con la casa real, incluso una persona de sangre real, recuerda la realeza inherente en el ser humano, creado para señorear, pero sujeto en todo a los duros embates de la vida. El muchacho en su enfermedad (el padre emplea el diminutivo paidíon para referir­se a su hijo) representa la ilusión truncada, la vida cortada en flor, el amargo fruto del fracaso de la Humani­dad. «Si no viereis señales y prodigios, no creeréis» -dijo Jesús-, y para el padre angustiado fue suficiente la sola palabra del Señor. «El hombre (ánthropos) creyó la palabra de Jesús, y se fue» de -relata el evangelista- estableciendo así el poder de la palabra de Cristo frente a las esperanzas marchitas de la vida, gracias a la em­bajada de otro Padre, que envió a su propio Hijo desde el cielo para dar vida a los muertos y sanar a los que­brantados de corazón.

La tercera señal introduce un escenario nuevo en el modus operandi de Jesús. El enfermo de Betesda no solicitó la ayuda del Señor, a diferencia del «hombre del rey», y fue hecho acreedor pasivo del poder sana­dor de Jesús. De nuevo el evangelista emplea un poderoso simbolismo espiritual: el estanque donde yacía una multitud de hombres y mujeres «sin fuerzas» en las puertas de la ciudad; la condena de las autoridades a una obra hecha en el día de reposo; y la réplica de Jesús: «mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo». Ciertamente, el descanso de Dios no implica inactividad, sino liberación para hacer el bien. El enfermo llevaba treinta y ocho años víctima de su discapacidad, el mismo tiempo que Israel anduvo errante por el desierto por causa de su incredulidad.

La quinta señal guarda similitud con la tercera. De nuevo Jesús se acerca a un hombre necesitado en sábado en la ciudad de Jerusalén. La señal pone en evidencia la ceguera de los líderes de Israel y descubre el motivo de su rechazo. El ciego de nacimiento, consciente de su necesidad, creyó la palabra de Jesús, fue a lavarse en el estanque de Siloé, y recibió la vista. Los fariseos no quisieron ver la evidencia de sus ojos y se cegaron ante la obra prodigiosa de Jesús. Si realmente fueran ciegos -es decir, sin capacidad alguna para ver- no tendrían pecado, dijo el Señor. Solo Cristo puede abrir los ojos de la fe; cada ser humano es moralmente responsable frente a la persona de Jesús.

La sexta señal, la resurrección de Lázaro, va más allá de la curación milagrosa del hijo del hombre del rey, y transmite un glorioso mensaje de consolación. «Yo soy la resurrección y la vida». Jesús dijo a Marta: «el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?». Jesús amaba a Lázaro y a sus hermanas, cuenta el evan­gelista y, sin embargo, al oír la noticia de la en­fermedad de su amigo no intervino para prevenir su muerte. La razón es clara. Cristo tiene poder sobre la muerte, y lo demostró levantando a Láza­ro de la tumba. Las lágrimas de Jesús surgieron de un amor eterno que garantiza para los suyos el don de la vida eterna. Con razón escribió el evangelista: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna» (Jn. 3:16). Podemos confiar en Cristo, ahora y en la eternidad.

La escena junto al mar es considerada por muchos como una adición que no pertenece al texto origi­nal, ya que el autor cierra el evangelio, según se afirma, con su citada conclusión (Jn. 20:30-31). Sea como fuere, la manifestación de Jesús en la playa es oportuna: une la presencia del Resucitado con su iglesia en todo tiempo y lugar. La mano de Jesús hoy es invisible, e inaudible su voz. Solo al final conoceremos cómo nos ayudó en cada recodo del camino, como él mismo prometió.

            Las señales revelan una progresión, desde las bodas de Caná hasta más allá de la Resurrección, antici­po del venidero reino de Dios (recuérdense las palabras de Jesús a Pedro: «Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?»). Las pisadas de Jesús han sido borradas por las olas del mar, pero su presencia con noso­tros es permanente. Nos asiste en nuestro quehacer diario, con sus éxitos y fracasos, en la noche infructuosa no menos que en los días de plenitud. «¿Me amas?» -preguntó el Señor. Solo nos cabe una respuesta: las se­ñales que hizo Jesús apelan a nuestro intelecto y tocan nuestro corazón.

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