domingo, 7 de abril de 2013

Andar por la Fe (Hebreos 11)


"Por fe cayeron los muros de Jericó, después que se hubo dado vuelta alrededor de ellos siete días" (v. 30).
Al sonido de los cuernos de carnero, después de que el pueblo ha dado siete veces la vuelta a la ciudad, se des­ploman los muros de Jericó. Las mismas cosas que pare­cen viles y despreciables, no lo son cuando están hechas ante el Señor (véase 2 Samuel 6:20-23). Para la fe, las murallas no son nada; no constituyen mayor obstáculo que lo fueron el Mar Rojo o el Jordán.
"Por fe Rahab, la ramera, no pereció con los que rehusaron creer, pues ella acogió a los espías en paz" (v. 31).

¿Quién hubiera pensado ver a Rahab encuadrada en esta nube de testigos? Sin embargo, por la fe, ella reco­noce a Dios. Su fe se parece a la de Moisés; Rahab se identifica con ese pueblo al que reconoce como "el pue­blo de Dios" al oír las maravillas obradas por el Señor a favor de ellos: "Yo sé que Jehová os ha dado esta tierra... porque hemos oído decir cómo Jehová secó las aguas del Mar Rojo delante de vosotros, cuando salisteis de Egip­to..." (Véase Josué 2:8-12). La fe hace caso omiso de las distinciones sociales y no reconoce las diferencias esta­blecidas por los hombres. La fe dice que Dios es rico en misericordia para con todos los que le invocan; no hay, pues, diferencia, porque todos han pecado. En medio de la dificultades, Rahab ocupa también su sitio entre el pueblo de Dios.
"¿Y qué más diré? porque me faltará el tiempo para hablar de Gedeón, de Barac, de Sansón, y de Jefté, de David también, y de Samuel, y de los profetas; los cuales por fe sojuzgaron reinos, obraron justicia, obtuvieron promesas, cerraron las bocas de leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, sacaron fuerzas de flaqueza, se hicieron poderosos en guerra y pusieron en fuga a ejércitos de gente extranjera" (v. 32-34).
La confianza de la fe se manifiesta en el conjunto de la vida cristiana. A menudo, los cristianos se meten en apu­ros porque miden sus propias fuerzas con la tentación en vez de atenerse exclusivamente a Dios; y los que tal hacen, sólo pueden llegar hasta cierto punto. Uno invo­cará a su familia; otro se preocupará de su porvenir, etc. (Si alguno no tiene fe, lo único que podemos hacer es orar por él.) En los diversos intereses de la vida material, nuestros razonamientos para justificarnos equivalen a decir: «No tengo la fe que se apoya enteramente sobre Dios». Esta mira absoluta y exclusivamente al Señor. El cumplimiento del deber acarrea siempre dificultades, pero entonces tenemos el consuelo de poder decir: «Dios está ahí y, por lo tanto, la victoria es cierta»; de otro modo, siempre habrá en nuestra mente algo más fuerte que Dios. Ello exige, pues, una sumisión perfecta y práctica de la voluntad.
Si, como hijos de Dios, somos fieles, cabe que él nos deje en la dificultad y en la prueba para hacer resaltar aquello que en nosotros no proceda del Espíritu. El Señor puede también permitir que el mal siga su curso y nos someta a prueba, a fin de que comprendamos que el objeto de la fe no se halla en este mundo, y para que veamos que —incluso en las circunstancias más difíci­les— Dios puede intervenir, como lo hizo con Abraham en el sacrificio de Isaac y, asimismo, en la resurrección de Lázaro.
El hombre no ve más allá de las circunstancias que le rodean. Detenerse en estas circunstancias equivale a la incredulidad: "porque no sale del polvo la aflicción" (Job 5:6). Satanás está detrás de las circunstancias para atraer sobre éstas nuestras miradas; pero, en último plano, Dios está presente para quebrantar nuestra voluntad.
"Por lo cual nosotros también, teniendo en derredor nuestro una tan grande nube de testigos, descargándonos de todo peso, y del pecado que estrechamente nos cerca, corramos con paciencia la carrera que ha sido puesta delante de nosotros; MIRANDO A JE­SUS..." (Hebreos 12:1-2).

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