"Por fe cayeron los muros de Jericó, después que
se hubo dado vuelta alrededor de ellos siete días" (v. 30).
Al
sonido de los cuernos de carnero, después de que el pueblo ha dado siete veces
la vuelta a la ciudad, se desploman los muros de Jericó. Las mismas cosas que
parecen viles y despreciables, no lo son cuando están hechas ante el Señor
(véase 2 Samuel 6:20-23). Para la fe, las murallas no son nada; no constituyen
mayor obstáculo que lo fueron el Mar Rojo o el Jordán.
"Por fe Rahab, la ramera, no pereció con los que
rehusaron creer, pues ella acogió a los espías en paz" (v. 31).
¿Quién
hubiera pensado ver a Rahab encuadrada en esta nube de testigos? Sin embargo,
por la fe, ella reconoce a Dios. Su fe se parece a la de Moisés; Rahab se
identifica con ese pueblo al que reconoce como "el pueblo de Dios"
al oír las maravillas obradas por el Señor a favor de ellos: "Yo sé que
Jehová os ha dado esta tierra... porque hemos oído decir cómo Jehová secó las
aguas del Mar Rojo delante de vosotros, cuando salisteis de Egipto..." (Véase
Josué 2:8-12). La fe hace caso omiso de las distinciones sociales y no reconoce
las diferencias establecidas por los hombres. La fe dice que Dios es rico en
misericordia para con todos los que le invocan; no hay, pues, diferencia,
porque todos han pecado. En medio de la dificultades, Rahab ocupa también su
sitio entre el pueblo de Dios.
"¿Y qué más diré? porque me faltará el tiempo
para hablar de Gedeón, de Barac, de Sansón, y de Jefté, de David también, y de
Samuel, y de los profetas; los cuales por fe sojuzgaron reinos, obraron
justicia, obtuvieron promesas, cerraron las bocas de leones, apagaron la
violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, sacaron fuerzas de
flaqueza, se hicieron poderosos en guerra y pusieron en fuga a ejércitos de
gente extranjera" (v. 32-34).
La
confianza de la fe se manifiesta en el conjunto de la vida cristiana. A menudo,
los cristianos se meten en apuros porque miden sus propias fuerzas con la
tentación en vez de atenerse exclusivamente a Dios; y los que tal hacen, sólo
pueden llegar hasta cierto punto. Uno invocará a su familia; otro se
preocupará de su porvenir, etc. (Si alguno no tiene fe, lo único que podemos
hacer es orar por él.) En los diversos intereses de la vida material, nuestros
razonamientos para justificarnos equivalen a decir: «No tengo la fe que se
apoya enteramente sobre Dios». Esta mira absoluta y exclusivamente al Señor. El
cumplimiento del deber acarrea siempre dificultades, pero entonces tenemos el
consuelo de poder decir: «Dios está ahí y, por lo tanto, la victoria es cierta»;
de otro modo, siempre habrá en nuestra mente algo más fuerte que Dios. Ello
exige, pues, una sumisión perfecta y práctica de la voluntad.
Si,
como hijos de Dios, somos fieles, cabe que él nos deje en la dificultad y en la
prueba para hacer resaltar aquello que en nosotros no proceda del Espíritu. El
Señor puede también permitir que el mal siga su curso y nos someta a prueba, a
fin de que comprendamos que el objeto de la fe no se halla en este mundo, y para
que veamos que —incluso en las circunstancias más difíciles— Dios puede
intervenir, como lo hizo con Abraham en el sacrificio de Isaac y, asimismo, en
la resurrección de Lázaro.
El
hombre no ve más allá de las circunstancias que le rodean. Detenerse en estas
circunstancias equivale a la incredulidad: "porque no sale del polvo la
aflicción" (Job 5:6). Satanás está detrás de las circunstancias para
atraer sobre éstas nuestras miradas; pero, en último plano, Dios está presente
para quebrantar nuestra voluntad.
"Por lo cual nosotros también, teniendo en derredor
nuestro una tan grande nube de testigos, descargándonos de todo peso, y del
pecado que estrechamente nos cerca, corramos con paciencia la carrera que ha
sido puesta delante de nosotros; MIRANDO A JESUS..." (Hebreos 12:1-2).
No hay comentarios:
Publicar un comentario