Limpieza indispensable
A
vista de Dios el leproso está ahora purificado, sin mancha; y ha sido declarado
tal por toda la autoridad divina y la certeza que le da su Palabra. .. ¿Qué
sigue?
"Y
el que se purifica lavará sus vestidos, y raerá todo su pelo, y se lavará con
agua, y será limpio" (vers. 8).
Dios
ordena algo, y el leproso purificado busca en el acto de limpiar todo lo que le
concierne: lo de afuera debe corresponder a lo de adentro, todo debe hallarse
en armonía con esta nueva y maravillosa posición que ocupa ahora ante Dios. En
el capítulo precedente, nuestra atención se dedicó particularmente a lo que ha
sido hecho a favor del leproso para su purificación. Si has seguido, lector,
los siete primeros versículos de nuestro capítulo habrás notado que nada
correspondía hacer al leproso, sino aceptar los dones y lo que otros hacían a
su favor; debía poner su confianza en la sangre derramada y creer en la
palabra del sacerdote. Se encontraba allí cual un testigo mudo, enajenado y
lleno de gratitud hacia Dios por el sorprendente medio de que se valía para
realizar su purificación.
Mas
ahora comienza para ese hombre una nueva etapa, todo cambió; pone manos a la
obra y nosotros vamos a mirarle actuar, para poder imitarle si es necesario.
Primeramente lava sus vestidos; estaban tan sucios y repugnantes que nadie se
hubiera atrevido a tocarlos. Hemos visto tantas veces en China y en Africa
también a leprosos mendigando a orillas del camino, que bien podemos afirmar
que no hay espectáculo más repulsivo; su cuerpo está tan sucio, ¿para qué iban
a lavar sus vestidos? Pero ahora todo ha cambiado para aquel que nos ocupa;
limpio a ojos de Dios, y limpio por la fe a sus ojos, debe presentarse así
también a los ojos de sus semejantes y por consiguiente debe lavar sus vestidos.
Tal vez antes había logrado tenerlos en mejor estado que los de otros muchos
de sus compañero^ de desgracia, causándoles extrañeza de que pudiera mantener
tan cuidada su apariencia; y él estaría probablemente satisfecho de si mismo.
Esto no hubiera sido más que hipocresía; imitando así a los escribas y fariseos
de los evangelios, a los que el Señor llamaba hipócritas porque limpiaban lo de
fuera del vaso y del plato; pero por dentro estaban llenos de robo y de injusticia
(Mateo 23, 23-25).
Mas
ahora el leproso declarado limpio por Dios mismo, posee la luz que le permite
darse cuenta de que sus vestidos dejan mucho que desear; es imprescindible
lavarlos. Estos vestidos nos hablan de lo que nos toca de cerca; nuestros
negocios, nuestras asociaciones religiosas, nuestras costumbres, en fin, todo
lo que se relaciona con nosotros, y que el mundo puede ver. Quizás antes
nuestros vecinos estaban habituados a encontrarnos en salas de juegos, en los
cafés, en los cines o en otros lugares de disipación; todas estas
frecuentaciones, todas estas costumbres deben desaparecer. ¿Cómo lograrlo?
¿Con qué limpiará el joven su camino? pregunta el salmista; he aquí la
respuesta: "con guardar tu Palabra" (Salmo 119,9). El agua es
abundante y eficaz porque "toda Escritura es divinamente inspirada por
Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instituir en
justicia a fin de que el hombre de Dios sea perfecto" (2. Timoteo 3,16).
Después
de lavar sus vestidos ¿qué debe hacer el leproso purificado? Rasurar todo su
pelo; todo lo que puede ocultar cualquier impureza debe ser cortado, cueste lo
que cueste. Si a un israelita le era prohibido "hacer calva en su cabeza
o raer su barba" (Levítico 19,27; 21, 5), para el leproso que se purifica
debe desaparecer todo esto; es decir, todo lo que representara la belleza y la
gloria natural humana. Entre un pueblo donde todos los hombres llevaban
abundante cabellera y poblada barba, debía ser bien risible el ver pasar a uno
completamente rasurado; muchas miradas burlonas le debían acompañar y se multiplicarían
las bromas a su paso... Pero, ¿no merecía ser soportado todo esto? ¿No era
infinitamente mejor ser purilicado y volver a pertenecer a la congregación de
Jehová que errar fuera del campamento con una barba y ser inmundo?
¿Alguien
ha sido purificado por la sangre del Salvador? Descubrirá bien pronto que a
medida que busca honrar al Señor conforme a su Palabra, participará de su
oprobio: "ciertamente con vituperio y tribulaciones fuisteis hecho
espectáculo, escribe el apóstol, y llegasteis a ser compañeros de los que estaban
en una situación semejante" (Hebreos 10,33); en su tiempo Moisés "rehusó
llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado por el
pueblo de Dios, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo"
(capítulo 11,
24). Y nosotros también estamos
exhortados a seguir las mismas pisadas: "salgamos pues a él fuera del campamento
—el campamento religioso que ha rechazado a Cristo— llevando su vituperio"
(capítulo 13,13); son las pisadas de Jesús. El, más que ningún otro, conoció el
oprobio del mundo: "porque Cristo no se agradó a sí mismo, antes bien,
como está escrito: los vituperios de los que te vituperan cayeron sobre
mí" (Romanos 15,3). Amado lector, estos vituperios no son el privilegio de
algunos creyentes solamente sino el de todos; "y decía a todos: si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame"
(Lucas 9,23). Es a todos que el Señor hablaba, pero es cada uno que debe cargar
con la cruz; además es sólo por un tiempo. Para el leproso rasurado, los siete
días serán pronto pasados y podrá volver a su querido hogar, al abrigo de la
burla y el deshonor para gozar paz y alegría... con esa dicha en perspectiva,
bien podía dar testimonio sin avergonzarse de la purificación de su lepra y su
vuelta a la congregación de Jehová.
Pero
en nuestro texto hay algo más que llama nuestra atención: el leproso lavó sus
vestidos, se rasuró, pero debe también lavarse con agua. ¿Lavarse? esto nos
toca más de cerca que el lavado de nuestros vestidos; es algo más íntimo, más
mío que mis asociaciones o relaciones exteriores. Este lavado purifica mis pensamientos,
mis pecados escondidos, mis errores en cuanto a la verdad de Dios, etc. El resultado
se verá en mi testimonio, mis pa'abras, y hasta mi posición eclesiástica; tendrá
que obedecer a la invitación de "salir a Jesús fuera del campamento",
es decir el ambiente religioso pero humano, a que estaba acostumbrado. ¡Ah!
lector, pronto advertías que al practicar esa limpieza de todo lo que la Palabra
de Dios no aprueba, te acarreará muchos disgustos; y no se necesitará largo
tiempo para hacer de ti "un espectáculo" (1. Corintios 4,9); "si
alguno me sirve, sígame. .." dijo el Señor, son las huellas que El mismo
ha trazado; las que siguió el ciego de nacimiento (Juan 9,34,35); y otros muchos
que al inverso de los demás, amaron más la gloria de Dios que la de los hombres
(Juan 12,26,43).
Sin
embargo, a pesar del oprobio resultante, todo debe ser purificado "por el
lavacro del agua por la palabra"; si el leproso no recurrió sino una vez
a la eficacia de la sangre de la avecilla, debe al contrario, recurrir muchas
veces al agua. Recordarás, lector, que en la disposición del Tabernáculo de
Jehová, la fuente de bronce que contenía el agua de la purificación estaba
colocada entre el altar y el santuario (Éxodo 30, 17,21). En ella los
sacerdotes debían lavarse manos y pies cada vez que entraban en el Tabernáculo,
para poder ejercer sus funciones. Esta ordenanza nos muestra la continua
necesidad que tenemos de separarnos de todo lo que no es según la santidad de
la presencia de Dios; no mediante repetidas aspersiones de la sangre más por el
agua de su Palabra. Esta fuente de bronce evoca también la escena del lavacro
de los pies hecho por el mismo Jesús a sus discípulos, diciéndoles luego:
"el que está bañado no necesita sino lavarse los pies, pues está todo
limpio; y agrega: ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también
hagáis" (Juan 13,10); en el sentido espiritual tuvieron que lavarse los
pies muchas veces los unos a los otros: Pablo lavó los pies de Pedro al ver que
éste no andaba según la verdad del Evangelio (Gálatas 2,11-14).
A
la magnífica promesa de ser hijos del Dios todopoderoso, el apóstol nos da la
exhortación siguiente: "puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de
toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el
temor de Dios" (2. Corintios 7,1).
Al invitarnos a contemplar la
perfección de la ofrenda de Cristo a Dios, el apóstol sigue exhortándonos de
esta manera: "fornicación, inmundicia o avaricia, palabras deshonestas, necedades,
truhanerías, ni aún se nombre entre vosotros..." (Efesios 5,3-4). ¿No hay
más bello ornamento natural que un espíritu jovial y alegre con salidas
brillantes? Estos atractivos pueden parecer inofensivos, pero disimulan un
verdadero peligro de contaminación: "en las muchas palabras no falta
pecado... las moscas muertas hacen heder y dar mal olor el perfume del
perfumista, así una pequeña locura al que es estimado como sabio y honorable"
(Proverbios 10,19; Eclesiastés 10,1).
¿No
instan estos textos a lo que simboliza el lavacro de nuestros vestidos, el
lavarse el cuerpo o, a lo que es más profundo aún, el rasurarse el pelo? Porque
si el agua de la Palabra limpia y lava, el filo de la navaja que rasura, es
también cortante, "más penetrante que toda espada de dos filos, penetra
hasta partir el alma y el espíritu... sondéame oh Dios —-expresa David deseoso
de su acción— y conoce mi corazón; pruébame y reconoce mis pensamientos"
(Salmo 139,23). Estas verdades. abundan en las Escrituras pero no han sido
puestas suficientemente de relieve. Hemos asistido con gozo a las operaciones
de la gracia de Dios que salvó a un pobre pecador quien no estaba autorizado
siquiera a levantar un dedo para lograr su salvación; pero somos a veces demasiado
negligentes en nuestros esfuerzos para lavarnos o rasurarnos. Si tenemos
conciencia del precio que nuestra purificación le costó al Señor, puesto que la
única cosa que le podíamos traer era nuestra "lepra", ¿qué menos podemos
hacer ahora sino buscar de complacerle mientras nos deja aquí abajo? Así
pondremos en armonía nuestra posición privilegiada de santos ante Dios con
nuestro testimonio exterior ante los hombres.
Estos
dos aspectos de la verdad: la posición y nuestro testimonio, están
admirablemente presentados en la carta de Pablo a los Colosenses: "si
habéis muerto con Cristo y si habéis resucitado con él (esto es nuestra posición),
amortiguad pues vuestros miembros que están en la tierra, dejad todas estas
cosas: ira, enojo, malicia... (esto es la rasura, el lado negativo de nuestro
testimonio), vestios, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de
entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia"; he aquí su lado positivo. Este texto revela dos cosas más de
lo que hemos visto ya: cuando Cristo murió, yo, vil pecador, morí con El;
cuando resucitó, resucité con El; pero cuando volvió a tomar su vuelo a los
cielos, se llevó también mi vida y la escondió allá arriba, en Dios; y cuando
Cristo nuestra vida se manifieste, entonces nosotros también seremos
manifestados con El en gloria (Colosenses 3,1-4).
Fuera de su tienda
Limpiado,
rasurado, lavado, el leproso puede ahora volver al campamento; ¡qué hermoso día
para él! ¿No nos recuerda esto la declaración apostólica: "pero ahora en
Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos
cercanos por la sangre de Cristo?" (Efesios 2,13). Nadie puede hacer ahora
la menor objeción cuando el leproso franquee el límite de ese campamento de
donde debía ser excluida toda mancha. Mas, si puede volver allí, no le es
permitido, sin embargo, entrar en su propia morada: "morará fuera de su
tienda siete días" (vers. 8). Se ve obligado a mantenerse alejado de ella
durante una semana entera; ¿qué nos enseña esta prohibición?
Después
de la experiencia de la salvación, una vez limpiado, perdonado, nos sentiríamos
felices de partir inmediatamente para estar con Cristo en su morada celestial,
huyendo así de las pruebas, las tristezas y el oprobio que nos espera en este
mundo; mas no puede ser, aun cuando un profundo amor por Cristo nos haga
anhelar estar pronto con El. ¿Os acordáis del hombre cuya legión de demonios
echó el Señor, quien le rogó le permitiera quedar con El? Mas, ¿qué le
respondió el Señor? "Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes
cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti"
(Marcos 5,19). Legión debía dar testimonio del irresistible poder de la bondad
de Dios que lo había librado del imperio de Satanás, como lo daba el leproso
purificado, vestido con ropas limpias y rasurada su cabeza. Durante siete días
andaba por los senderos del campamento y por entre las tiendas de su pueblo,
sin que nada pudiera ocultarlo de las risas de muchos, mas, sin abrir siquiera
la boca, proclama a todos: he aquí un leproso que ha sido limpiado y vuelto a
su pueblo; como Lázaro el muerto, a quien nunca oímos decir Una palabra,
proclamaba por su sola presencia, el poder del Señor que lo había sacado de la
muerte.
El
número siete en este caso una semana, es el que simboliza la perfección, pues
nos habla aquí de la duración completa del tiempo de nuestro testimonio,
fijado por el Señor, que hemos de dar en este mundo. Para el malhechor en la
cruz, este tiempo no duró sino unos pocos momentos; mas, ¡qué testimonio dio!
claro y vibrante cual argentino son de una campana, del que descendió el eco
a través de las edades, y que abrió una puerta de salvación y esperanza a
tantos pecadores perdidos. ¡Y qué musical debió ser el son de este testimonio
y ruego a oídos del Salvador muriendo por él a su lado, cuando toda Jerusalén
estaba unida contra su Mesías, y que los suyos, atemorizados, quedaban escondidos!
Para
muchos creyentes, estos "siete días" se extienden durante largos
años, comprendiendo toda una vida; mas para cada uno la duración de su
testimonio aquí abajo está fijada por nuestro gran Sacerdote. De serle posible,
el leproso rasurado hubiera deseado huir del oprobio de los hombres, en el
secreto y la quietud de su casa hasta que sus cabellos y su barba hubieran crecido;
mas Dios lo había elegido a fin de que fuera un testigo suyo, y aun cuando
comenzara a crecer su pelo, volverá a ser rasurado según la ordenanza. También
Dios te ha elegido, lector —si eres un leproso limpiado— para ser su testigo;
y si El te deja aquí abajo, es porque tiene necesidad de ti; pero, para ser un
testigo fiel y verdadero deberás lavarte y rasurarte muchas veces.
Detengámonos ante el espejo de la Palabra de Dios, y examinémonos para ver qué
clase de testigos somos para El. El Señor Jesús es llamado: "el testigo
fiel y verdadero" (Apocalipsis 3,14), así lo fue en este mundo, y lo es
todavía, pero jamás necesitó lavacro de agua ni rasura de navaja... Y aun
cuando se debía lavar con agua el holocausto cortado en piezas que le prefiguraba
en su ofrenda a Dios, era tan sólo para que la Palabra haga resaltar sus
perfecciones (Levítico 1,9).
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