Si bien la Biblia contiene innumerables y extraordinarias informaciones
de orden geográfico, histórico y científico, debido a que forma parte de la
historia del hombre y del pueblo al cual Dios dio la revelación, no fue escrita
para satisfacer nuestra curiosidad, sino para mostrar al hombre el camino de la
salvación y de la felicidad verdadera.
Ante todo es el libro de la revelación del amor de Dios para con el
hombre y del camino que Él puso para salvarle de la perdición eterna.
Por medio de las experiencias más diversas Dios quiere enseñarnos lo que
es el hombre. La Biblia pone al descubierto nuestro corazón, no el órgano
físico, sino el centro de nuestro ser espiritual, de donde vienen nuestros
deseos y sentimientos. Denuncia el mal, es decir el pecado, que corroe como un
cáncer. Pone el dedo en nuestras llagas, en lo que intentamos disimular. El
hombre, tal como está descrito en la Biblia, no es agradable ni bueno, ¡pero el
retrato es tristemente verdadero! Ya en las primeras páginas de este libro
vemos al hombre en su febril actividad, tentado, desobediente, decepcionado,
pero buscado por Dios, quien “de tal manera amó al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida
eterna” (Juan 3:16). Por este motivo, a través de todas las páginas del Antiguo
Testamento, se hace mención, de una manera más o menos velada, de la venida de
Cristo.
En
sus primeros tiempos, la Iglesia no tuvo otra guía que la Biblia; de esta
manera, cuando Pablo y Silas predicaron el Evangelio, los hombres de Berea
recibieron sus palabras con toda solicitud, “escudriñando cada día las
Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hechos 17:11).
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