domingo, 4 de octubre de 2015

PERDONAR COMO DIOS PERDONA



La Biblia nos exhorta a perdonarnos los unos a los otros, “como también Dios nos perdonó en Cristo”  y “de la manera que Cristo nos perdonó” (Efes. 4:32- Col. 3:13). Estas expresiones nos dan la medida del perdón: es un perdón completo, sin reserva alguna, y que no deja permanecer en nuestro corazón el menor residuo, el más Intimo recuerdo del agravio que se nos ha hecho, a imitación de Aquél que declara “y nunca más me acordaré de sus pecados e iniquidades” (Hebreas 10:17). También nos enseña cuál es el carácter del perdón que hemos de conceder
En realidad, ocurre a menudo que comprendemos muy mal lo que es el perdón que debemos otorgar y faltamos en este aspecto tanto en lo que se refiere al carácter del perdón como en cuanto a su medida. Por lo que es de su medida, si bien consentimos en declarar “perdono”, ¿no añadimos muchas veces, con el pensamiento si no en voz alta, “pero no lo olvidaré nunca”? Esto no es perdonar como el Señor nos exhorta a hacerlo en los versículos ya citados. Pero el extremo opuesto sería también peligroso: no hemos de creer que, en todos los casos y seguidamente, debemos ir hacia quien nos perjudicó, pecando contra nosotros, para otorgarle un perdón sin reserva, cualquiera que sea el estado moral en el cual se halle. Tampoco sería perdonar como hemos de hacerlo, pues sería des­conocer la esencia y el verdadero carácter del perdón, e incitar al culpable a considerar con ligereza el mal, en vez de ayudarle a examinarse y a juzgarse a sí mismo.
No olvidemos que cualquier pecado se comete primero contra Dios, como nos lo enseña el versículo 4 del Salmo 51, y otros pasajes. Por lo tanto perdonar a quien no ha comprendido cuán grave es el pecado que ha cometido contra Dios, no sería buscar su bien. No sería manifestarle el verdadero amor. Eso nos explica por qué a continuación de Colosenses 3: 13; viene la exhortación del vers. 14: “su­friéndoos los unos a los otros, y perdonándoos los unos a los otros, si alguno tuviere queja contra el otro; así como también el Señor os ha perdonado, haced así también vosotros. Y sobre todas estas cosas, revestíos de amor y que es el vínculo de la perfección”. El amor procura siempre el bien de la persona amada de acuerdo con el pensamiento de Dios, y no según nuestra manera de pensar. En cada caso, sabrá sugerir los medios oportunos para tocar el corazón y alcanzar la conciencia del que haya cometido la falta, de tal modo que la confiese con rectitud de corazón y se humille. Sólo entonces se le podrá perdonar.
¿De qué manera nos perdonó Dios en Cristo? Cuando le confesamos nuestros pecados, demostrando un sincero arrepentimiento. Dios puede perdonar a todo pecador, en virtud de la obra perfecta de la cruz, estando Su justicia plenamente satisfecha por el sacrificio expiatorio de Cristo; pero este perdón, sólo lo puede otorgar a un pecador que se arrepiente, porque aquel que no realiza y siente la necesidad de ser perdonado, ¿cómo podrá confesar su mal­dad y pedir dicho perdón al Señor?
Este principio es de toda importancia, trátase del perdón otorgado al pecador arrepentido que se allega a Dios, hallando en Cristo la salvación de su alma, o bien del perdón que implora un creyente que ha cometido una falta y que sufre las consecuencias de su desobediencia bajo el justo gobierno de Dios.
Consideremos el caso de David. ¿En qué momento pudo decir a Jehová: Tú perdonaste la maldad de mi pecado? Tan sólo cuando hubo “declarado su pecado” y “confesado sus rebeliones”. Antes de gozar del perdón, mientras seguía ocultando su crimen, experimentaba lo que declara en los vers.3 y 4 del Salmo 32: “se gastaron mis huesos con un continuó gemido”, pues ignoraba el gozo que produce el perdón. El único hecho, o motivo, que le hizo pasar del estado descrito en los versículos arriba mencionados al que cita al final del vers. 5 (“perdonaste la iniquidad de mi pecado”), fue —notémoslo bien —la confesión: “mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniqui­dad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones a Jehová”.
Asimismo, el principio enunciado conserva toda su fuerza cuando se trata del pueblo de Dios, y ya no sólo de un creyente considerado individualmente. Leamos, por ejemplo, la oración de Salomón cuando la consagración del templo, y mayormente 1 Reyes 8:46-53. Citemos también una parte de la contestación de Jehová a esta súpli­ca, tal como la tenemos en 2 Crónicas 7:13 y 14; “Si yo cerrase los cielos, de modo que no haya lluvia, o si mandaré la langosta que consuma la tierra, o si enviare peste entre mi pueblo; si entonces se humillare mi pueblo, que es llamado de mi nombre, y oraren y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos, yo también oiré desde el cielo, y perdonaré su pecado...” (V.M.). Trátese de una falta individual, o bien del pecado del pueblo, el camino o remedio es siempre el mismo: humillarse, con­fesar el pecado delante de Dios, y abandonar el mal. Sólo entonces Dios puede perdonar, y se complace en hacer­lo.
Volvemos a encontrar la misma enseñanza en el N.T. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad” (1 Juan 1:9).
¡Cuánto deseaba Moisés que Jehová perdonara el pecado del pueblo cuando éste levantó el becerro de oro! ¡Qué intercesión más fervorosa fue la suya cuando volvió a Jehová: “Ruégote... que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito”! (Éxodo 32:32). Mas no podía Jehová contestar favorablemente la oración de su siervo:”… en el día de mi visitación, Yo visitaré en ellos su pecado (Éxodo 32:34). Y, ¿por qué no perdonó Jehová en aquel entonces? Fue porque el pueblo no había confesado su pecado y no se había arrepentido. Sin embargo, para incitarles públicamente, Moisés había quemado el becerro, lo había molido hasta reducirlo a polvo que luego esparció sobre las aguas que dio a beber a los israelitas. Más ni siquiera manifestó el pueblo el menor sentimiento de arrepentimiento. El mis­mo Aarón, el más culpable sin duda alguna, ya que, con Hur estaba encargado del pueblo mientras Moisés estaba en el monte, el mismo Aarón desconocía por completo su propia responsabilidad, echando sobre el pueblo toda la culpa: “tú conoces al pueblo, que es inclinado al mal”, dándole a Moisés un relato muy inexacto de lo que había ocurrido, a fin de disculparse.
Si comparamos los mismos hechos con la versión que da de ellos Aarón, no dejamos de asombrarnos: “Y Aarón les dijo: apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras mujeres, y de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos. Entonces, todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y trajéronlos a Aarón; el cual los tomó de la mano de ellos, y formólo con buril, e hizo de ello un becerro de fundición…” (Ex. 32:2-4). Ahora bien, en su relato, declara Aarón: “Y yo les respondí: ¿quién tiene oro? apartadlo. Y diéronmelo, y echélo en el fuego, y salió este becerro” (vers. 24). Según su relato, pretende Aarón que no hizo más que “echar en el fuego” el oro que el pue­blo le había traído; en cuanto al becerro de fundición, habla Aarón como si no tuviera responsabilidad alguna: "...salió este becerro...”
Hermanos, ¿no ocurre también, a veces, que procuramos encontrar disculpas para nuestras faltas, a semejanza de Aarón, en vez de confesarlas con rectitud de corazón? Meditémoslo, y no imitemos su actitud. Ningún senti­miento de culpabilidad, ninguna confesión del pecado, ningún arrepentimiento hallamos, ni en el pueblo, ni en Aarón  a quién Moisés se lo había confiado; por lo tanto, no podía perdonar Jehová.
Las distintas porciones        de la Palabra que acabamos de considerar nos enseñan cuál es el carácter del perdón que debemos otorgar si queremos ser "imitadores de Dios” (Efesios. 4:32; 5:1). Esta enseñanza se halla confirmada por las declaraciones del Señor en los evangelios. “Si pecare contra ti tu hermano, repréndele; y Si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti y siete veces al día se volviere a ti, diciendo: pésame, perdóname” (Lucas 17:3,4).
Desde luego, debe haber en nuestros corazones sentimientos de gracia y deseos de perdonar a aquel que nos ofenda o perjudique; no obstante, el perdón solo se concede después de la confesión o reconocimiento del pecado y del arrepentimiento.
Por cierto, la confesión resulta muchas veces difícil y penosa; difícil y penoso también es el arrepentimiento. A un incrédulo no le gusta tomar semejante postura delante de Dios; desde luego, consentirá a veces y de buena gana en escuchar himnos, pero le es sumamente difícil pasar de los versículos 3 y 4 del Salmo 32, al versículo 5; es decir confesar su falta. Para un creyente que ha pecado, la dificultad viene a ser casi siempre la misma, pues el corazón humano sigue siendo el mismo, y le cuesta trabajo con­fesar su falta con rectitud, y arrepentirse. Para llegar a este resultado, debe ser ejercitada la conciencia del culpable,  y sólo Dios puede obrar en ella.
Lo que acabamos de decir no significa que si el culpable no se humilla ni arrepiente, el que haya sido perjudicado debe permanecer siempre en una actitud indiferente, sin intentar alguna intervención oportuna. Adoptar dicha actitud sería falta de caridad del mismo modo que el hecho de conceder un perdón completo al culpable impenitente.
Bien es verdad que sólo Dios puede obrar en las almas; sin embargo, en numerosos casos, Él se complace en valerse de Sus hijos como instrumentos suyos. Nuestra incapacidad no ha de ser pretexto para que perdamos de vista la responsabilidad que es nuestra en un servicio que nos incumbe. Este servicio debemos llevarlo a cabo, no pretendiendo obrar nosotros mismos en el corazón culpable, sino con la seguridad de que Dios mismo obrará, en “su” momento contestando así a la esperanza de la fe.        
La caridad, de la cual debemos “revestirnos” (Col. 2 3:14), llevará aquel que está dispuesto a perdonar, pero que todavía no puede hacerlo, hacia el culpable cuya conciencia  ha de ser ejercitada. Esta caridad manifestada en la verdad, sabrá hacer mella en el corazón; obrara con perseverancia, sin dejarse entibiar o desalentar por cuanto podría desanimarla, y dicho servicio sólo terminará cuando el culpable, ganado por la poderosa gracia divina, se arrepienta y confiesa su pecado con rectitud de corazón y profunda humillación. Entonces, cuando Dios habrá obrado plenamente, los resultados serán manifiestos, y el perdón podrá ser otorgado sin restricción ni reserva alguna. Tanto en su medida, como en su carácter, será verdaderamente un perdón según Dios.
Si entendiéramos mejor estas enseñanzas, veríamos entre los creyentes un feliz desenvolvimiento de las relaciones fraternales, que demasiadas veces, las enturbian y muy pronto desaparecería las nubes y nubarrones.
Desgraciadamente, debemos confesar que faltamos a menudo en este aspecto. Unas veces (y eso ocurre bastan­te a menudo) dejamos de ocuparnos de disensiones o de faltas graves, evitando así en ambas partes los ejercicios y las actividades a las cuales la Palabra de Dios nos exhorta. Otras veces, faltamos, otorgando el perdón sin demora, sin procurar reproducir la confesión o el arrepentimiento. Desde luego, eso resulta mucho más cómodo, pues no exige ningún verdadero ejercicio de corazón, ninguna muestra de sincera solicitud, pero es una actitud que estorba la restauración del culpable. En ambos casos, hay pérdida para los interesados, como también para la asamblea. No lo olvidemos, hermanos, y pidamos al Señor que nos ayude para poner en práctica las enseñanzas de su bendita Palabra.
Contendor por la fe, 1957, N° 102 y 103

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