domingo, 4 de octubre de 2015

Meditación



“Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería, y maledicencia, y toda malicia” (Efesios 4:31).

La vida está llena de situaciones provocativas que tientan a una persona a perder la compostura. Quizás puedas identificarte con alguna de las siguientes escenas. Al camarero se le cae el café caliente encima de ti o te hace esperar interminablemente por la comida. Llegas a la casa con la compra más reciente sólo para encontrar que el producto está defectuoso. Cuando intentas que el vendedor te reembolse el dinero, se vuelve insolente. Quizás te han dado información equivocada que hace que pierdas el avión. Acabas de estrenar coche nuevo cuando un conductor descuidado te lo abolla. Una tienda promete llevarte un aparato en una fecha determinada; llega el día pero el aparato no llega, y rompen repetidamente las promesas de entrega. El cajero en el supermercado te cobra excesivamente y después es antipático cuando le pides alguna explicación. Tu vecina pelea contigo por algún conflicto insignificante entre sus hijos y los tuyos, y el suyo tiene la culpa. Otro vecino te saca de quicio con música de estéreo a todo volumen, o con fiestas y alborotos. Un compañero de oficina te hace constantemente comentarios molestos probablemente a causa de tu testimonio cristiano. El ordenador comete un error en tu extracto de cuenta y después, a pesar de tus repetidas protestas por teléfono, el error reaparece mes tras mes. Practicando tu deporte favorito el árbitro se dirige a ti utilizando palabras ofensivas. El problema puede presentarse en la sala de tu casa, la familia no se pone de acuerdo acerca de los programas de la televisión.
No hay modo de evitar algunas de estas situaciones irritantes. Pero para el creyente lo importante es cómo reacciona frente a ellas. El modo natural es perder la paciencia en seguida, y regañar al ofensor con unas cuantas palabras escogidas. Pero cuando un cristiano pierde de pronto la paciencia, pierde también su buen testimonio. Ahí le vemos, lívido de ira, con los ojos como acero cortante y los labios temblorosos. No hay modo de que pueda hablar una palabra para el Señor Jesús. Se está comportando como cualquier hombre del mundo. En este momento ha dejado de ser como una Biblia abierta para convertirse en una calumnia a los demás.
La tragedia consiste en que la persona que le ha tratado mal probablemente no lo ha hecho a propósito. Muchas veces no son personas que acosan o persiguen al creyente, sino simplemente pecadores equivocados que andan perdidos y necesitan el evangelio. Quizás su proceder airado se debe a alguna crisis en su vida personal. Quizás si se le hubiera mostrado tan sólo amor y consideración, podría habérsele ganado para el Salvador.
Las explosiones de ira han hecho mucho para anular el testimonio de los creyentes y deshonrar el nombre del Señor. Un cristiano encolerizado es un pobre promotor de la fe.

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