“Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira,
gritería, y maledicencia, y toda malicia” (Efesios 4:31).
La vida está llena de
situaciones provocativas que tientan a una persona a perder la compostura.
Quizás puedas identificarte con alguna de las siguientes escenas. Al camarero
se le cae el café caliente encima de ti o te hace esperar interminablemente por
la comida. Llegas a la casa con la compra más reciente sólo para encontrar que
el producto está defectuoso. Cuando intentas que el vendedor te reembolse el
dinero, se vuelve insolente. Quizás te han dado información equivocada que hace
que pierdas el avión. Acabas de estrenar coche nuevo cuando un conductor
descuidado te lo abolla. Una tienda promete llevarte un aparato en una fecha
determinada; llega el día pero el aparato no llega, y rompen repetidamente las
promesas de entrega. El cajero en el supermercado te cobra excesivamente y
después es antipático cuando le pides alguna explicación. Tu vecina pelea
contigo por algún conflicto insignificante entre sus hijos y los tuyos, y el
suyo tiene la culpa. Otro vecino te saca de quicio con música de estéreo a todo
volumen, o con fiestas y alborotos. Un compañero de oficina te hace
constantemente comentarios molestos probablemente a causa de tu testimonio
cristiano. El ordenador comete un error en tu extracto de cuenta y después, a
pesar de tus repetidas protestas por teléfono, el error reaparece mes tras mes.
Practicando tu deporte favorito el árbitro se dirige a ti utilizando palabras
ofensivas. El problema puede presentarse en la sala de tu casa, la familia no
se pone de acuerdo acerca de los programas de la televisión.
No hay modo de evitar
algunas de estas situaciones irritantes. Pero para el creyente lo importante es
cómo reacciona frente a ellas. El modo natural es perder la paciencia en
seguida, y regañar al ofensor con unas cuantas palabras escogidas. Pero cuando
un cristiano pierde de pronto la paciencia, pierde también su buen testimonio.
Ahí le vemos, lívido de ira, con los ojos como acero cortante y los labios
temblorosos. No hay modo de que pueda hablar una palabra para el Señor Jesús.
Se está comportando como cualquier hombre del mundo. En este momento ha dejado
de ser como una Biblia abierta para convertirse en una calumnia a los demás.
La tragedia consiste en que
la persona que le ha tratado mal probablemente no lo ha hecho a propósito.
Muchas veces no son personas que acosan o persiguen al creyente, sino
simplemente pecadores equivocados que andan perdidos y necesitan el evangelio.
Quizás su proceder airado se debe a alguna crisis en su vida personal. Quizás
si se le hubiera mostrado tan sólo amor y consideración, podría habérsele
ganado para el Salvador.
Las explosiones de ira han hecho mucho para
anular el testimonio de los creyentes y deshonrar el nombre del Señor. Un
cristiano encolerizado es un pobre promotor de la fe.
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