martes, 3 de julio de 2018

PENSAMIENTO


La vida cristiana no consiste en la observancia de ciertas reglas, mandamientos y tradiciones humanas. Es una realidad divina. Es tener a Cristo en el corazón y a Cristo reproducido en la vida diaria por el poder del Espíritu Santo. Es el nuevo hombre, formado sobre el modelo de Cristo mismo, y apareciéndose en los más minuciosos de talles de nuestra vida, en la familia, en los negocios, en todas nuestras relaciones con nuestros semejantes; en nuestro genio, espíritu, estilo, conducta, en todo. No es asunto de mera profesión, o de dogma, o de opinión o de sentimientos; es una realidad viva e inconfundible. Es el reino de Dios establecido en el corazón, ejerciendo su bendita dominación sobre todo el ser moral y derramando su genial influencia sobre toda la esfera en la que somos llamados a movernos días tras día. Es el cristiano que sigue las benditas pisadas de Aquél que pasó haciendo bienes, haciendo todo lo posible para satisfacer toda forma de necesidad humana; viviendo no por si mismo sino para los otros, deleitándose en servir y dar; listo para calmar y simpatizar con cualquier espíritu quebrantado o corazón desolado.
C.H Mackintosh, Deuteronomio (1), pág.,265, 266

LA PARABOLA DEL MAYORDOMO INFIEL

(Lucas 16:1-15)

En presencia de los fariseos, que eran avaros, el Señor Jesucristo "dijo también a sus discípu­los: Había un hombre rico que tenía un mayor­domo, y éste fue acusado ante él como disipador de sus bienes. Entonces le llamó, y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo".
Al dar esta parábola sobre la mayordomía, el Señor se dirigía especialmente a sus propios discípulos. Pero al decir "también", indica que no dejaba fuera a los escribas y fariseos, ni a la multitud que escuchaba. El versículo 14 infor­ma que los fariseos oyeron todas estas cosas y se burlaban de Él y de su aplicación de la parábola.
La parábola sigue: "Entonces el mayordomo dijo para sí: ¿Qué haré? Porque mi amo me qui­ta la mayordomía. Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que cuando se me quite de la mayordomía, me reci­ban en sus casas. Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: Y tú, ¿Cuánto debes? Y él dijo: Cien medidas de trigo. El le dijo: Toma tu cuenta y escribe ochenta. Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz".

LA APLICACION QUE EL SEÑOR HIZO.
Habiendo dado esta parábola, el Señor Jesús la aplicó a sus discípulos: "Yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las mora­das eternas. El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto» Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro? Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas".

LA VERDAD ESPIRITUAL DE LA PARABOLA.
MAYORDOMOS - Un mayordomo es uno a quien su amo confía sus bienes y le tiene co­mo responsable de su uso provechoso. Anterior­mente el Señor usó la figura del mayordomo en Lucas 12:42. Allí buscaba un mayordomo "fiel y prudente" al cual poner "sobre su casa, para que a tiempo les dé su ración".
El apóstol Pablo escribió: "Téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administra­dores (mayordomos) de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel" (1 Corintios 4:1-2). Y el apóstol Pedro exhortó: "Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pedro 4:10).
Los creyentes en Cristo somos mayordomos (administradores) responsables ante Dios de dos maneras distintas. Somos administradores de las cosas espirituales, como dicen las Escrituras mencionadas, y mayordomos de las posesiones materiales, como las riquezas que se conside­ran en la parábola que tenemos delante. Prestemos atención a que este mayordomo es acusado de disipar los bienes de su amo, y cuidémonos de que no suceda así con nosotros.
Se requiere que seamos fieles en el uso de aquello que el Señor ha confiado bajo nuestra responsabilidad, tanto espiritual como material. Ante el tribunal de Cristo seremos llamados a cuentas en cuanto a nuestra mayordomía.
"Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo... de manera que cada uno de noso­tros dará a Dios cuenta de sí" (Romanos 14:10-12). El cristiano debe considerar que su tiempo, su dinero, sus capacidades, su propiedad —son todos bienes de su amo. Y su deber es servir a su amo con aquello que le ha sido confiado.

LA APLICACION A LOS JUDIOS - Aun­que esta parábola puede aplicarse a todos en general, el mayordomo disipador de los bienes de su amo representa a los judíos que poseían muchos privilegios especiales como pueblo escogido de Dios (véase Romanos 3:1-2; 9:4-5). Pero en lugar de usar fielmente estas ventajas y favores, abusaron de ellos y deshonraron a Dios, Habían disipado los bienes de su amo, y ahora en el rechazo de su Mesías estaban a punto de ser desplazados de su mayordomía.

EL MAYORDOMO INJUSTO - Este mayordomo es llamado "el mayordomo infiel". No se le recomienda por su manera injusta de rebajar las deudas debidas a su amo. Sino que su amo le alabó por cuanto había obrado sagaz­mente (v. 8). Noten también que no fue el Señor Jesús quien alabó al mayordomo. Fue su amo terrenal que alabó su prudente proceder con las cosas del presente en vista del futuro.

INSTRUCCIONES PRÁCTICAS
Al aplicar la parábola a sus discípulos, el Señor Jesús dio una enseñanza práctica. Después de decir, "los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz", Jesús agregó: "Yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas falten, os reciban en las moradas eternas" (vs. 8,9). El Señor notó que los hijos de este siglo son más prudentes con respecto a sus contemporáneos que los hijos de luz. Los inconversos estudian para sacar el mejor prove­cho terrenal y negocian más sabiamente que los hijos de Dios en asuntos materiales. El presente debe sacrificarse en vista del futuro.

NUESTRAS AMISTADES - El Señor enseñó que, si Dios nos confía riquezas terrenales, debe­mos hacernos amigos mediante el uso correcto de tales riquezas en este tiempo. Debemos invertirlas en la obra del Señor, empleando nuestro dinero en proyectos para la salvación de las almas. Entonces, cuando el dinero y la riqueza faltan en la muerte, o en el colapso del sistema monetario del mundo (Santiago 5:1-3 y Apocalipsis 6:12-17), seremos recibi­dos en las moradas eternas. Allí veremos a amigos eternos que han resultado del sabio uso de nuestra riqueza terrenal invertida en la causa de Cristo en vista de la eternidad.
El Salvador llamó "riquezas injustas" a todo aquello que el hombre codicia —el dinero, la propiedad y las cosas materiales— usando la palabra aramea, "mamón", la cual originalmen­te fue el nombre del dios cananeo de las rique­zas, y fue llevada a la lengua de Israel como sinónimo de las riquezas o el tesoro.

FIDELIDAD — El Señor enfatizó la necesidad de ser fieles en nuestra mayordomía en las cosas chicas, así como en el uso de la riqueza material. También habló de ser fieles en lo ajeno. Cuatro veces el Señor usó la palabra "fiel" en los versículos 10-12.
Noten que Él requiere fidelidad en lo ajeno. Las posesiones presentes no son realmente nuestras. Pertenecen al Señor quien nos las ha confiado para usarlas para su gloria. Dios ha declarado que "mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados... mío es el mundo y su plenitud" (Salmos 50:10-12). También está escrito que "mía es la plata, y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos" (Hageo 2:8). Por lo tanto, somos responsables de considerar nuestras posesiones como propie­dad del Señor y ser tan liberales con ellas en los intereses del Señor como el mayordomo infiel con los bienes de su amo. De este modo pode­mos asegurar el futuro, haciéndonos tesoros en el cielo (Mateo 6:20).

FIEL EN LO POCO - Las cosas chicas con frecuencia prueban la realidad y manifiestan el verdadero carácter de una persona. Si no somos fieles en asuntos de poco valor monetario, no hemos de ser confiables en cosas más grandes. Si no somos juiciosos y leales en el uso de "las riquezas injustas", las verdaderas riquezas espirituales no nos serán confiadas. Tal es el sentido de los versículos 11 y 12.
Las riquezas materiales son lo de menos im­portancia en comparación con las verdaderas riquezas espirituales y eternas. Estas son las cosas más grandes. Si un discípulo no es fiel como mayordomo sobre aquello que es de me­nor importancia y que pertenece a otro, proba­blemente no le serán confiadas las cosas más grandes —las riquezas verdaderas y espirituales. Mayordomía infiel en las cosas materiales con frecuencia se halla junto con la pobreza espiri­tual. "Lo que es vuestro" (v. 12) se refiere a las bendiciones eternas que son nuestras por medio de la fe en Cristo.

NO SE PUEDE SERVIR A DOS SEÑORES -
¡Qué ciertas son estas palabras del Señor! "No podéis servir a Dios y a las riquezas" son sus palabras finales en cuanto al tema de mayordomía. Lector, ¿qué de lo tuyo? ¿Quién es tu señor? ¿Sirves a Dios, reconociendo que le perteneces y que todo lo que tienes le pertenece también?
Sendas de Vida, 1986


LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS (Parte II)

JUDAS 3


La opinión prevaleciente, que es común entre miles de personas, es la de escapar a la idea de la presente confusión para echar mano de esta especie de recurso: que la iglesia enseña y juzga y hace esto y aquello; pero, contrariamente a eso, es Dios quien juzga a la iglesia. Él muestra paciencia y gracia, y llama almas hacia sí tal como lo hizo en Israel. Pero lo que debemos mirar de frente es el hecho de que la iglesia no ha escapado de los efectos de ese principio propio de la pobre naturaleza humana, a saber, que lo primero que hace es apartarse de Dios, y arruinar todo lo que Él ha establecido.
Cuando hablamos de los últimos tiempos, no se trata de algo nuevo, sino de algo que tenemos en las Escrituras, de algo que Dios, en su soberana bondad, nos ha revelado antes del cierre del canon de las Escrituras. Él permitió que el mal surgiese para poder darnos el juicio de las Escrituras sobre él.
         Si consideramos la epístola de Judas —y ahora tomo sólo algunos de los principios que la Iglesia de Dios necesita—, dice: “Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3). La fe ya estaba en peligro, y ellos se veían obligados a contender por aquello que se les estaba escapando de las manos, por así decirlo, “porque algunos hombres han entrado encubiertamente”, etc. de modo que ahora debéis considerar el juicio. Dios salvó a su pueblo de Egipto, y más tarde tuvo que destruir a aquellos que no creyeron. Algo similar ocurrió con los ángeles también.
Luego también Enoc profetizó de aquellos de quienes habla Judas, de los impíos sobre los cuales el Señor ejecutará juicio cuando venga otra vez. Éstos ya estaban allí, y el comienzo del mal en los días de los apóstoles, era suficiente para que Dios nos revelara Sus pensamientos en su Palabra. La base del juicio para cuando el Señor vuelva ya estaba presente. Leemos en la primera epístola de Juan: “Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo” (1 Juan 2:18). De modo que no se trata de algo nuevo que se ha desarrollado, sino de algo que empezó en los primeros tiempos, tan precisamente como ocurrió en Israel cuando hicieron el becerro al principio de su historia, y sin embargo Dios los soportó por siglos, pero el estado del pueblo era juzgado por un hombre espiritual. Dice Juan: “Conocemos que es el último tiempo.” Supongo que la iglesia de Dios difícilmente haya mejorado desde entonces. En el v. 20 agrega: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas”, es decir, tenéis lo que os capacitará para juzgar en tales circunstancias.
Veamos de nuevo el estado práctico de la iglesia tal como lo ve el apóstol Pablo en Filipenses 2:20-21: “Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús.” Eso sucedía en sus días. ¡Qué testimonio! No quiere decir que ellos habían desistido de ser cristianos.
El apóstol le dice a Timoteo: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta” (2 Timoteo 4:16). ¡Ninguno se quedó con él! Pedro nos dice que “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). Cito estos pasajes como la autoridad de la Palabra de Dios que nos muestra que ya entonces, desde el mismo principio, algo estaba sucediendo públicamente, que el Espíritu de Dios podía discernir, y de lo cual podía dar testimonio como la causa del juicio final, pero que ya era manifiesto en la iglesia de Dios.
Hay otra cosa que demuestra positivamente este principio, lo cual es la causa de la acción, bajo las circunstancias reveladas en las siete iglesias de Asia: Apocalipsis 2 y 3. No dudo de que se trata de la historia de la iglesia de Dios, pero el punto principal es éste: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Las iglesias no podían guiar, ni tener autoridad, ni nada de esa naturaleza, pero todo aquel que tenía oído para oír la Palabra de Dios, debía juzgar el estado de ellas. Éste, evidentemente, es un principio importante, y algo muy solemne. Cristo habla a las iglesias, no como Cabeza del cuerpo —aunque lo es para siempre—, sino que ellas son contempladas como responsables aquí en la tierra. No es que el Padre envía mensajes a la iglesia tal como lo hace a través de las diversas epístolas, sino que se trata de Cristo caminando en medio de ellas para juzgarlas. Él, pues, está aquí, no como Cabeza del cuerpo, ni como el Siervo. Está vestido “de una ropa que llegaba hasta los pies” (Apocalipsis 1:13); si se tratara de servicio, uno la recoge si quisiera servir; pero no es el caso aquí. Él anda en medio de ellos para juzgar su estado. Es algo nuevo.
Se trata de una cuestión de responsabilidad; en consecuencia, hallamos unas asambleas aprobadas y otras desaprobadas. Su condición está sujeta al juicio de Cristo, y ellas son aquí llamadas para oír lo que Él tiene que decir. No es precisamente la bendición de Dios lo que tenemos en relación con estas iglesias, aunque ellas tenían muchas bendiciones, sino la condición de las iglesias una vez que estas bendiciones habían sido puestas en sus manos. ¿Qué uso habían hecho de ellas?
Consideremos a los tesalonicenses en su frescura: la obra de fe, el trabajo de amor y su perseverancia en la esperanza eran manifiestos. Pero en la primera epístola a las iglesias, esto es, en la epístola dirigida a Éfeso, leemos: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia” (Apocalipsis 2:2). ¿Dónde estaban la fe y el amor? Faltaba la fuente. El Señor tenía que decir: “Quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido” (v. 5). Ellos habían sido colocados en un lugar de responsabilidad, y el Señor los trata conforme a eso. Lo primero que dice es: “Has dejado tu primer amor” (v. 4), por lo que, ya era “tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17).
Estas palabras de Pedro se refieren a Ezequiel cuando dice: “Comenzaréis por mi santuario” (Ezequiel 9:6), la casa de Dios en Jerusalén, porque es allí donde Dios busca primero la justicia, en su propia casa. Siento que esto es algo tremendamente solemne, algo que debe inclinar nuestros corazones delante de Dios. La iglesia ha faltado en ser la epístola de Cristo (2 Corintios 3:3), y como tal fue puesta en el mundo, pero ¿vemos acaso que responda a ese propósito ahora? ¿Puede un pagano, “si lo vemos de esa manera” ver algo de ello? Puede que haya individuos que anden en santidad; pero ¿dónde encontramos fe como la de Elías, el que, si bien no conocía a ninguno que fuese fiel en Israel, Dios, sin embargo, conocía a siete mil? Era un hombre bendecido, pero aun su fe faltó, y Dios le pregunta: “¿Qué haces aquí Elías?” Esto no ha de desanimarnos tampoco, pues Cristo nos es suficiente. Nada iguala la fidelidad plenamente perfecta de la propia gracia de Dios, y nuestros corazones debieran inclinarse enteramente al contemplarla.
Tampoco es cuestión de atacar o de culpar, porque todos somos responsables en cierto sentido; pero nuestros corazones deben tomar en cuenta aquello tan hermoso que fue establecido por el poder del Espíritu de Dios, y preguntarse: ¿en qué quedó todo? ¡Esto hace que nuestras almas echen mano de esa fuerza que nunca falta!
Cuando volvieron los espías a Israel, la fe de diez cedió. Caleb y Josué dijeron: “Ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan.” Lo mismo es para nosotros frente a las dificultades y a la oposición presente. Somos llamados a ver dónde estamos, y cuál es la senda y el lugar en donde debemos andar: se nos llama a tomar conciencia del estado en el que se halla todo lo que nos circunda. Pero si bien la iglesia ha fracasado, la cabeza no puede fallar jamás. Cristo es más que suficiente para nosotros hoy para el estado de cosas en que nos hallamos, tanto como al principio cuando estableció la iglesia en hermosura y santidad. Posiblemente tengamos que mirar su Palabra para discernir Su pensamiento, pero no debemos cerrar nuestros ojos ante la realidad del estado de cosas en que nos encontramos.

EL CAMINO HACIA LA GLORIA

EL HOMBRE


A la imagen de Dios
Nos diferenciamos de todas las demás criaturas vivientes que nos rodean en la tierra en que estamos, de forma más o menos consciente, bajo la acción de Dios. Éste es el carácter distintivo del hombre. El Dios creador de todas las cosas lo ha hecho a su imagen. No se limitó a darle la existencia por medio de su palabra todopoderosa, sino que lo formó y sopló en él “aliento de vida”. De él hizo un ser privilegiado que mantenía relación con él, y le dio señorío sobre todas las otras criaturas.
La chispa de vida fue puesta en nosotros por el soplo de Dios de manera que no se puede apagar. “Y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Si bien nuestro cuerpo debe volver al polvo, nuestra alma, la parte inmaterial de nuestro ser, es indestructible. Lo que nos pone por encima del mundo animal no es solamente nuestra inteligencia y nuestro lenguaje, sino también ese sentimiento de una supervivencia más allá de la muerte y la aspiración hacia la deidad que se encuentran en todos los pueblos.
Dios, quien tenía eternos pensamientos de gracia hacia el hombre, desde siempre quiso revelarse a él, y lo hizo de múltiples y diversas maneras: conversó directamente con él en los primeros tiempos de la humanidad; le dio en las cosas creadas un testimonio constante que le permitiera discernir, por medio de la inteligencia, Su potestad eterna y Su divinidad; por último, hizo consignar por escrito, mediante santos hombres conducidos por el Espíritu Santo, sus declaraciones sucesivas; y ahora la compilación completa de esas comunicaciones, que constituye la Santa Biblia, es la fuente segura de la cual podemos beber para conocer el pensamiento de Dios. La Biblia entera, y la Biblia únicamente, tiene para nosotros la autoridad indiscutible de la PALABRA DE DIOS. Tan sólo a ella tenemos que recurrir para ser enseñados sobre nuestras relaciones con Dios.

La caída, la muerte, el juicio
La criatura sólo puede estar en una relación de dependencia respecto a su creador. La Biblia nos dice que al primer hombre Dios sólo le prohibió una cosa.
Puesto en Edén, un jardín de delicias, Adán disponía libremente de todo, salvo del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, del cual no debía comer bajo pena de muerte. Pero, cedió a las sugerencias de Satanás, infringió la prohibición, y así introdujo el pecado en el mundo (Génesis 3).
Esta desobediencia era un desprecio por la palabra de Dios, un desafío a su autoridad. Dios no pudo menos que poner en ejecución su justa sentencia. Con el pecado, la muerte - que es su salario- entraba en el mundo, y después de Adán pasó a todos sus descendientes, “por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). En todo hombre hay una profunda tendencia a obrar contrariamente a la voluntad de Dios; eso es «el pecado», oculta fuente de todos «los pecados»: hechos, palabras, sentimientos que infringen la voluntad divina.
El hombre debe dar cuenta a Dios de toda su conducta (Romanos 14:12). La nueva facultad, adquirida por la desobediencia, ha hecho de él un ser responsable que sabe discernir el bien y el mal, pero incapaz de practicar el bien y de abstenerse del mal. Su propia naturaleza, heredada de Adán, a la que la Biblia llama “la carne”, no puede someterse a la ley de Dios (Romanos 8:7).
No obstante, la muerte, a la cual el hombre es sometido justamente, debido a su condición de pecador, no es el definitivo arreglo de cuentas. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio”, declara solemnemente la Palabra de Dios (Hebreos 9:27).
Morir en sus pecados (Juan 8:24), comparecer en juicio ante Dios, cargado de sus pecados, ¡qué terrible perspectiva! Es lo que da a la muerte su carácter tan temible y la hace el “rey de los espantos” (Job 18:14). El hombre, sobrecogido de terror, trata de persuadirse de que no hay Dios, de que después de la muerte no hay más que la nada; y Satanás, siempre engañador, hace que la pobre criatura se aferre a sus pensamientos de incredulidad.
Pero las negaciones del hombre no disminuyen en nada la verdad de Dios. Y la Biblia describe de antemano la escena de ese juicio: “Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Ésta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apocalipsis 20:11-15).
¿Se encamina usted hacia ese terrible desenlace, querido lector? ¿No hay ningún medio para escapar de él? ¿No es cuestión de un libro de vida? ¿Quién puede tener su nombre escrito en ese registro de salvación? Seguramente sólo aquellos que por ningún pecado tienen que responder. Pero la Biblia declara inexorablemente: “No hay justo, ni aun uno”; “no hay diferencia, por cuanto todos pecaron” (Romanos 3:10, 22-23).
      Y el testimonio de nuestra conciencia viene a hacer eco a las declaraciones divinas. Sin embargo, tratamos de minimizar nuestras faltas, de encontrarles excusas, de establecer un paralelo a nuestro favor con otros más culpables que nosotros. Es en vano, ya que no tenemos que habérnosla con un juicio humano, sino con la justicia absoluta de Dios. Estamos infinitamente lejos de poder responder a ella; estamos, pues, perdidos, sin recurso en nosotros mismos; no merecemos más que una eternidad de infortunio lejos de Dios.

LA ORACIÓN DEL SEÑOR (Parte IV)



Como incidiendo sobre toda la cuestión acerca del uso de esta oración, invitamos al lector a prestar atención ahora a una Escritura en el evangelio de Juan. En la víspera misma de la partida del Señor. Él dijo a Sus discípulos, "Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza; más yo os veré otra vez, y se regocijará vuestro corazón, y ninguno os quitará vuestro gozo. Y en aquel día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: Todo cuanto pidiereis al Padre en mí nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre: pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo." (Juan 16: 22 al 24 - VM). Si la oración del Señor es examinada cuidadosamente, nada golpea la mente con tanta fuerza como la ausencia de toda mención del Nombre de Cristo. Por lo que atañe a las palabras, ellas no tienen relación alguna ni con el Nombre, ni con la obra de nuestro bendito Señor y Salvador. Y nuestro Señor dice expresamente en esta Escritura, que "hasta ahora" — y esto fue al final de Su estancia terrenal — Sus discípulos no habían pedido nada al Padre en Su Nombre. Teniendo en cuenta, entonces, que, en toda oración cristiana, el único terreno de acercamiento a Dios es en el Nombre de Cristo, se deduce, en primer lugar, que la oración del Señor no era en Su Nombre; y, en segundo lugar, ella no pudo ser dada, por tanto, para el uso de Su pueblo después de Su muerte y resurrección.
Otro hecho, de diferente índole, puede ser presentado como evidencia en apoyo de esta conclusión. En los Hechos y en las Epístolas tenemos el registro de varias oraciones, así como también las bendiciones especiales que los apóstoles desearon para los creyentes a los que ellos estaban escribiendo, y casi innumerables alusiones a la necesidad de orar, pero en ninguno de los casos hay allí el más mínimo rastro de la adopción de la oración que está bajo consideración, sea ello por individuos, o por los santos cuando se reunían. Esta omisión es ciertamente significativa, a la luz de la teoría de que el Señor presentó, en esta oración, una forma a ser empleada en la iglesia hasta el final de la época de la gracia.
Considerando todas estas cosas en su conjunto, no podemos sino concluir que esta teoría es un error, que además del hecho de que nuestro Señor no dictó una forma de oración para los cristianos, es evidente, por otra parte, que Él la presentó solamente a Sus discípulos para que ellos la usaran hasta Pentecostés. A partir de entonces, morando en ellos el Espíritu Santo, serían llevados al disfrute de todas las bendiciones aseguradas en Cristo mediante la redención, y con sus corazones engrandecidos por el poder de Su fuerza, orarían, en lo sucesivo, en el Nombre de Cristo y en el Espíritu Santo. (Véase Efesios 1: 15 al 23; Efesios 3: 14 al 21; Efesios 6:18; Judas 20, etc.). A partir de ese momento, sus deseos podían limitarse solamente a toda la gama de propósitos e intereses de Dios. Ni estos, ni siquiera sus necesidades personales (véase Filipenses 4:6) pudieron hallar una expresión plena y adecuada en esta forma de oración.
Es posible que sea necesario recordar al lector, que las observaciones efectuadas tienen referencia sólo al uso de esta oración, en su integridad, por los cristianos como una forma. Se admite libremente, no, más bien, se insiste sobre el hecho de que, aunque somos llevados a un lugar nuevo por medio de la muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador, y a la posesión y disfrute conocidos de más sublimes bendiciones, nosotros podemos volver atrás en el poder del Espíritu, y asumir y presentar delante de Dios, muchas de sus peticiones. Hagamos un repaso de ellas en una breve reseña.
Se ha explicado cabalmente que el cristiano — al menos uno que tiene inteligencia espiritual — no se podría dirigir ahora a Dios como "Padre nuestro que estás en los cielos.” Pero se trata del mismo Dios, y nosotros Le conocemos como 'nuestro Dios y Padre', porque es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. (Juan 20:17). Por tanto, cuando oramos, no decimos, 'nuestro Padre celestial', puesto que, en Su gracia, nosotros somos también un pueblo celestial, sino simplemente 'nuestro Dios y Padre', debido a que estos títulos nos expresan la doble relación a la que hemos sido llevados.
La primera petición es, "santificado sea tu nombre" — una petición que no podemos pronunciar jamás, si es que entendemos verdaderamente su solemne significado. "Nombre", en la Escritura, es siempre la expresión de lo que Dios es como revelado, y por eso, en relación con el Padre, es la verdad de lo que Dios es en esa relación. Entonces, si nosotros deseamos que Su nombre sea santificado, ello significa que debería ser santificado en nosotros, por nosotros, y por todos los que tienen el privilegio de invocar a Dios mediante este título precioso, y significa que debería haber, en nosotros, una respuesta sensible a Su santidad en esta relación. Nosotros hemos pronunciado, ciertamente, la petición, pensando poco acerca de lo que ella implicaba, e incluso mientras nosotros, como Sus hijos, ¡estábamos deshonrando Su nombre como nuestro Padre, mediante nuestras impías asociaciones e impíos modos de obrar! Presentar esta oración significa que deberíamos ser santos porque Él es santo, que Su nombre debería ser santificado en y por nosotros, en todo lo que somos y hacemos.

Escenas del Antiguo Testamento. (Parte XXII)

La pascua

Esta palabra pascua es bien conocida a todos nosotros, pero ¿cuántos sabemos su origen? Los israelitas, siendo esclavos en Egipto, debían salir libres para servir a Dios, pero debían ser redimidos con sangre.
La última de las diez plagas sobre Egipto ya venía en la forma de la muerte del hijo primogénito (el primer nacido en cada familia). Los israelitas no eran exentos del peligro, pero fueron enseñados por Dios a tomar cada familia un cordero sin mancha y guardarlo desde el día 10 hasta el día 14 del mes, sin duda para averiguar bien que el animal no tenía defecto. Tenían que beneficiarlo en la casa de familia, recogiendo la sangre en una vasija.
Debían aplicar la sangre con un manojo de hisopo a los dos lados y el dintel de la casa. (El hisopo es una matica muy común en aquellas tierras.) Una vez que la familia había entrado a su casa a través de la puerta identificada así con la sangre de esa víctima, debía asar la carne del cordero y comérsela antes de comenzar su viaje de salida de Egipto. Les era prohibido comerla crudo, o cocida con agua, sino sólo asada al fuego.

Dios había hecho saber a Moisés su propósito de mandar su ángel de la muerte para matar a todos los hijos primogénitos de Egipto, pero la sangre puesta sobre la puerta de los israelitas sería la señal para el ojo de Dios que los habitantes de aquella casa habían aceptado el cordero, la provisión divina, para morir en lugar del primogénito de la familia.
La aplicación de la sangre, según la palabra de Dios, permitía entrar y gozar de la fiesta que Él había ordenado. No había nada que temer; la provisión era de un todo suficiente. Dios había dicho: “Veré la sangre, y pasaré de vosotros”.
Sin duda hay un paralelo entre esta historia y la del creyente en Cristo en estos tiempos. Los condenados a muerte somos nosotros por causa de nuestros pecados. El cordero es nuestro Señor Jesucristo, cuya muerte ha sido necesaria para que su preciosa sangre intervenga entre nosotros y el santo juicio de Dios. La aplicación de la sangre a la puerta de cada casa por separado corresponde a la aceptación por fe de parte de cada individuo, de la sangre preciosa de Cristo a su necesidad personal.
No bastaba escoger el cordero, admirar sus cualidades y tan sólo atarlo a la puerta de la vivienda. Un cordero vivo no servía de protección, ni tampoco bastaba guardar la sangre en una vasija colocada a la entrada de la casa. Debían aplicar la sangre a los postes y el dintel de la puerta.
Pero hay muchos que tienen en gran estima a Jesús, hablan de sus cualidades morales y piensan que su misión a este mundo haya sido para enseñarnos por su ejemplo cómo debemos vivir. Estas personas no reconocen que la paga del pecado es la muerte, y que la única manera de escapar ese juicio es de abrazar la muerte de Cristo como a favor de ellos.
Hay otros que reconocen la importancia de esa muerte del Cordero de Dios, pero se imaginan que de hecho todos serán salvos, ya que Él murió por los pecadores. No ven que la sangre debe ser aplicada. Como en cada casa la sangre fue aplicada por el manojo de hisopo, así cada individuo de por sí debe poner su fe en Cristo.
Es tan cierto hoy como cuando Él lo dijo: “Es necesario nacer otra vez”. La carne, para ser comida de los israelitas, debía ser cocida al fuego. Nuestro Señor Jesucristo experimentó en la cruz el fuego de la ira divina para que el más humilde creyente en él no gustase nunca esa maldición.
Los israelitas tenían la palabra de Dios —el que jamás puede mentir— diciéndoles que no les llegaría el juicio que habría para cada casa sin sangre. La misma palabra nos asegura ahora que los que ponen su fe en la sangre de Cristo, y en ésa solamente, no vendrán a condenación, más habrán pasado de la muerte espiritual a la vida espiritual.
No creamos en nuestras obras, ni en cosa alguna que podamos hacer, sino tan sólo en la sangre derramada por Cristo en la cruz, el Hijo de Dios “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados”, Colosenses 1.14.

SALVACIÓN Y RECOMPENSA (Parte IV)



2 Timoteo 4 es un capítulo mara­villoso, escrito por un viejo cansado en una celda romana para los condenados a muerte, donde esperaba ser llamado para el último acto de un martirio que ya había durado la mitad de una vida normal. Pro­bablemente fue escrito desde el calabozo de la cárcel “Mamertinum” en Roma. Tuvo algunos años de libertad después de su primer encarcelamiento, pero fue arrestado otra vez y sentenciado a muerte por el crimen terrible de predicar “a otro rey, Jesús”. Su vida había estado llena de penalidades increíbles por causa del evangelio, y ahora en la cárcel se acabó el día de libertad y avanzaba una noche de oscuridad y desánimo sin alivio.
Pero el viejo apóstol no parecía considerarlo. Fueron lo que fueron aquellos sufrimientos, él veía la gloria más allá. Y su carta final a su compañero de muchos viajes y conflictos termina con una nota de triunfo cual el mundo ha escuchado pocas veces.
“Yo ya estoy para ser sacrificado”, exclama, pensando en sí como una vícti­ma lista para ser colocada en el altar de sacrificio; “y el tiempo de mi partida está cercano”. La palabra para “partida” es literalmente: “éxodo”, la misma palabra que Pedro emplea en 2 Pedro 1:15 donde habla de su muerte. Para estos varones de Dios, la muerte no era un estado inconsciente, sino una salida del cuerpo para estar presente con el Señor.
Mirando atrás y considerando su lar­ga historia, Pablo puede decir sin afectación:
“He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guar­dado la fe” (v. 7).
No solamente había peleado bien. Ciertamente lo había hecho, pero él dejará que sea el Señor quien dice esto. Lo que declara aquí es que la batalla en la cual había estado involucrado es una causa buena, en oposición al mal. El artículo definido hace resaltar esto más claramente.
Y ahora, ¿qué del futuro? Mirando adelante, ¡todo lo ve resplandeciente!

"Por lo demás, me está guarda­da la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (v. 8).
¿No es correcto decir que esta última expresión nos da el secreto de la devoción de pablo a la causa de la justicia? Él amaba apasionadamente la gloriosa manifestación del Señor Jesucristo; por lo tanto, podía considerar todo lo demás como basura, para ganar la aprobación de Cristo en el día de Su manifestación.
Todos los creyentes son “hechos justicia de Dios en él” [Cristo] (2 Co. 5:21). A todo aquel que ha depositado su confianza en Él, Cristo es Jehová Tsidkenu: “Jehová Nuestra Justicia”.
Pero la corona de justicia es la recompensa, a distinción del “don de justicia”. Adornará la cabeza de cada uno que ha manifestado justicia práctica en la vida y devoción a los intereses del Salva­dor en este mundo. Esto es cómo mostrar que verdaderamente amamos la venida de nuestro Señor Jesús.

“Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn. 3:3).

Nada conduce tanto a una vida de integridad ante Dios y justicia ante los hombres como el sentido constante en el alma de la cercana venida del Señor. El que verdaderamente espera del cielo al Hijo de Dios será hallado sirviendo diariamente al Dios vivo y verdadero.
Una cosa es profesar la doctrina premilenaria de la venida de Cristo. Pero es otra cosa ser realmente impulsado y controlado por este pensamiento. Aquel cuya vida es injusta, cuyo espíritu es mun­dano, cuyo punto de vista sobre la vida es carnal y egoísta, todavía no ha aprendido a amar Su venida. Tampoco los tales ob­tendrán corona de justicia en aquel día. Es solamente para aquellos que estiman el vituperio de Cristo mayores riquezas que los tesoros de este mundo, y vivan ahora en vista de entonces, porque como Moisés, tienen “puesta la mirada en el galardón” (He. 11:26).
¡Oh, en aquel día cuán pequeños e insignificantes parecerán las cosas por las cuales viven los del mundo! Que amemos verdaderamente Su venida tanto como para seguir ahora felizmente Sus pisadas.

“A Ti, oh Forastero, fuera del campamento,
Vamos sin temer peligros, fuera del campamento.
Tu vituperio nos es más tesoro que todo el placer de Egipto,
Atraídos por amor infinito, fuera del campamento”.


     Entonces, cuando el Señor venga, ¡qué gozo abundante nos dará recibir de Sus manos traspasadas una corona de justicia, la cual será evidencia eterna de Su aprobación y reconocimiento de una vida de justicia!

¿ARREBATAMIENTO PARCIAL?


¿ARREBATAMIENTO PARCIAL? (Hebreos 9:28)

Pregunta: ¿Cabe deducir del versículo 28 de Hebreos capítulo 9 que algunos santos no serán arrebatados cuando venga el Señor? La parábola de las diez vírgenes, ¿confirmaría aquel pensamiento?

Respuesta: La aparente dificultad de este ver­sículo sólo se origina si se le quiere dar un sentido peculiar, aislándolo del resto de las Escrituras, lo que resulta peligroso.
Notemos en primer lugar que, aun­que la expresión "para salvar a los que le esperan" o "aparecerá para la salvación de los que le esperan" (VM) pueda tener mayor alcance (y aplicarse, por ejemplo, a la apa­rición de Cristo al remanente judío que le esperará; o a la espera y anhelo de las criaturas, es decir, de la creación entera que está gimiendo (Romanos 8: 19-21), se aplica plenamente a la venida del Señor para arrebatar a la Iglesia.
 I. La Palabra de Dios nos enseña claramente que la espera del Señor para salvación es una posición y un privilegio de los creyentes, que no de­penden de ellos, pero que han de rea­lizar para poder gozarlos. Somos to­dos exhortados a seguir el ejemplo de los Tesalonicenses, los cuales se ha­bían convertido de los ídolos a Dios para "esperar de los cielos a su Hijo." (1ª. Tesalonicenses 1: 9-10)
 II. Que lo realicemos o no, los creyentes estamos esperando la veni­da de Cristo, conforme a la preciosa promesa que nos hizo: "si me fuere, y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo" (Juan 14:3). Cristo arrebatará a todos cuantos hemos creído en El: "los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire" (1ª. Tesalonicenses 4: 16-17).
         III. Hebreos 9 nos enseña que "ahora, una sola vez en la consumación de los siglos, (Cristo) se ha manifestado para destruir el pecado por el sacrificio de sí mismo." (Hebreos 9:26 – LBLA).
Aquel sublime sacrificio nos ha granjeado una salvación completa y eterna cuya plena realización no se llevará a cabo mientras estemos aún en la tierra, pero lo será cuando el Señor vuelva para arrebatar a los que somos Suyos. La expresión del versículo 28: "aparecerá… para salvar" se refiere a la salvación definitiva: la redención del cuerpo completando la del alma.
La salvación definitiva es asegurada a todos los creyentes, o sea a los "mu­chos" mencionados en el citado versículo 28, y cuyos pecados fueron agotados por Cristo.
Ahora bien: la plena redención sólo se realizará cuando se produzca el arrebatamiento de los santos, y va indisolublemente ligada a aquel precioso acontecimiento: "esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya." (Filipenses 3: 20, 21).
¿Cómo suponer, entonces, que la expresión "los que le esperan" de Hebreos 9:28 esta­blezca una diferenciación entre los creyentes, —salvados todos por la san­gre preciosa de Cristo—, de modo que unos serían arrebatados cuando acontezca la venida del Señor mientras que otros se quedarían atrás? Semejante pensamiento no haría más que reba­jar singularmente los resultados de la obra de la Cruz.
"Los que le esperan" es pues un término que indica una posición, un privilegio adquirido, pero no siempre realizado o entendido, y que —sin distinción alguna— es la porción de los "muchos", cuyos pecados Cristo tomó sobre sí (versículo 28).
Numerosos cristianos ignoraron, y siguen desconociendo todavía, la ver­dad del regreso del Señor para arre­batar a la Iglesia. (Notemos, de paso, que la Reforma, en el siglo 16, hizo énfasis sobre la justificación por la fe y afirmó la autoridad absoluta de la Biblia en materia de fe, pero desconoció prácticamente las verda­des del regreso de Cristo para los Suyos y de la acción del Espíritu Santo en el creyente y en la asamblea).
El hecho de que tan preciosa verdad sea des­conocida, o muy imperfectamente entendida por los cristianos, no cambia ni resta nada de su valor, y, con todo, participarán de su cumplimiento. Los Corintio serán carnales; sin embargo, el apóstol les escribe que están "espe­rando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo", contando con Dios, el cual es fiel para confirmarlos para que sean irreprensibles "en el día de nues­tro Señor Jesucristo." (1ª. Corintios 1: 7-9).
 En cuanto a la parábola de las diez vírgenes, no parece relacionarse con el asunto que nos ocupa. Es verdad que las vírgenes insensatas no entraron con el Esposo a las bodas, pero ellas no son una imagen o símil de los cre­yentes: no poseían la vida divina, no tenían aceite en sus vasos (figura del Espíritu Santo). Las vírgenes pruden­tes, o sea las verdaderas creyentes, entran todas con el Esposo: aun cuando vemos que se dejaron invadir por el sopor, figurando así el decli­nar de la Iglesia, la cual ha dejado su primer amor (Apocalipsis 2:4).
¡Bendito sea el Señor! ¡No faltará ningún redimido en el glorioso en­cuentro con Cristo! Amados herma­nos, ya hemos oído el clamor de me­dianoche: aprestémonos para ir al encuentro del Esposo. Si por Él vi­bran nuestros corazones y afectos, vi­viremos constantemente en la espera de Su regreso.
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1954, No. 9.-

MEDITACIÓN


“Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25).

La iglesia ocupa un lugar de suma importancia en la mente de Cristo, y debe ser extremadamente importante en nuestra estima también.
Sentimos su importancia por el espacio prominente que se le da en el Nuevo Testamento. También reclamó un lugar significativo en el ministerio de los apóstoles. Por ejemplo, Pablo hablaba de su doble ministerio: predicar el evangelio y dar a conocer la verdad de la iglesia (Efesios 3:8-9). Los apóstoles hablaban de la iglesia con un entusiasmo que extrañamente se ha perdido en nuestros días. Dondequiera que iban establecían iglesias, mientras que la tendencia en nuestros días es la de comenzar organizaciones cristianas.
La verdad de la iglesia formaba la piedra final de la revelación bíblica (Colosenses 1:25-26). ésta fue la última doctrina importante que se reveló.
La iglesia es una enseñanza objetiva para los seres angelicales (Efesios 3:10). Aprenden por medio de ella lecciones extraordinarias acerca de la multiforme sabiduría de Dios.
La iglesia es la entidad sobre la tierra que Dios ha escogido para propagar y defender la fe (1 Timoteo 3:15). Se refiere a ella como columna y baluarte de la verdad. Aunque podemos agradecer a todas aquellas organizaciones para eclesiales que se han dedicado a diseminar el evangelio e instruir a los creyentes, la verdad es que ellas cometen el error de tomar el lugar de la iglesia local en las vidas de sus miembros. Dios prometió que las puertas del Hades no prevalecerían contra la iglesia (Mateo 16:18), pero no dio esta promesa a las organizaciones cristianas.
Pablo se refiere a la iglesia como la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (Efesios 1:20-23). En gracia maravillosa, la Cabeza no se considera completa a sí misma sin Sus miembros.
La iglesia no es solamente el cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:12-13); es también Su novia (Efesios 5:25-27, Efe 5:31-32). Como cuerpo, es el vehículo a través del que escoge representarse a Sí mismo al mundo en esta época. La novia es el objeto especial de Su afecto, y la está preparando para que comparta Su reino y gloria.
Por todo lo dicho, estamos obligados a concluir que la asamblea más débil y pequeña de creyentes significa más para Cristo que el imperio más grande de este mundo. él habla de la iglesia con términos de tierno cariño y dignidad única. También concluimos que un anciano en una asamblea local significa más para Dios que un presidente o un rey. No hallamos muchas instrucciones en el Nuevo Testamento acerca de cómo debe ser un buen gobernante, pero se dedica espacio considerable a la obra de un anciano.
Si alguna vez llegamos a ver a la iglesia como el Señor la ve, esto revolucionará nuestra vida y ministerio.