miércoles, 1 de agosto de 2018

LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS (Parte III)

JUDAS 3


Al leer los Hechos de los Apóstoles, resulta muy sorprendente ver que hay poder en medio del mal. Cuando estemos en el cielo no habrá ningún mal, no nos hará falta la fe ni el ejercicio de nuestras conciencias entonces; pero ahora sí, y lo único que tenemos, donde predomina el mal, es el poder del Espíritu de Dios, y por ese poder debemos nosotros dominar el mal en nuestro camino.
La Palabra no dice que todo cristiano será perseguido, sino que dice: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Si un hombre manifiesta el poder del Espíritu de Dios, el mundo no lo puede tolerar; ése es el principio. En los Hechos, cuando vemos el poder del Espíritu manifestado en los milagros, como antes lo fue en Cristo, ¿qué provocó? La misma enemistad que crucificó al Señor. Lo que tenemos hoy es el bien en medio del mal, y eso es precisamente lo que Cristo fue, el bien supremo en medio del mal; pero el resultado de la manifestación divina en Él, y puesto que la mente carnal es enemistad contra Dios, fue lo que provocó la hostilidad; y cuanto mayor fue la manifestación, tanto mayor la hostilidad que provocó; pues por Su amor le devolvieron odio. Todavía no hemos llegado al tiempo cuando el mal ha de ser quitado: eso será cuando Cristo vuelva. Y ésa es la diferencia entre aquel tiempo y éste. Aquel tiempo será el advenimiento del bien con poder, en el cual Satanás será atado y el mal sojuzgado. Pero el tiempo que Cristo estuvo en este mundo, y luego sus santos, es, por el contrario, el bien en medio del mal, y Satanás, entretanto, es el dios de este mundo.

EL CAMINO HACIA LA GLORIA (Parte II)



Pero este libro de vida, en el cual haría falta estar inscrito para escapar a la condenación, en otro pasaje del Apocalipsis (13:8) lleva este nombre significativo: “El libro de la vida del Cordero que fue inmolado”. El que detenta el libro de la vida es el Cordero de Dios que fue inmolado y pasó por la muerte como víctima santa por nosotros, para pagar el salario de nuestro pecado; Cristo “se presentó”, nos es dicho, “por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26).
Dios, quien es santo, no puede pasar por encima del pecado sin castigarlo: “De ningún modo tendrá por inocente al malvado”. Pero ese mismo Dios es el Dios de amor, “misericordioso y piadoso” (Éxodo 34:7, 6), el que “halló redención” (Job 33:24), es decir, un medio para ser propicio al pecador sin dejar de ejecutar el juicio sobre el pecado de éste. ¿Dónde lo encontró? No, por cierto, entre los hombres, ya que “ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate” (Salmo 49:7). No hay ningún recurso en esos seres, todos pecadores, que tienen que responder individualmente por una terrible culpabilidad.
Entonces ese Dios que es amor “envió a su Hijo unigénito al mundo... en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:8-10). ¡Qué amor incomprensible, qué gracia insondable! El amado Hijo del Padre, el objeto de sus eternas delicias, era el Cordero, la ofrenda por el pecado, “sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:19). Desde la eternidad era el recurso de Dios para solucionar la miseria del hombre. En el momento conveniente Dios lo envió; y él mismo, plenamente de acuerdo con el Padre, se presentó diciendo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:9).
Éste era en el principio con Dios. Él mismo era Dios, Creador y Sostén de los mundos (Juan 1:1-3; Hebreos 1:2-3; Colosenses 1:16­17); y en su persona “Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). “Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7).
Entró en este mundo como entran los hombres, naciendo como un niño, pero desde antes de su nacimiento fue proclamado Hijo de Dios y fue anunciado al mismo tiempo como Salvador mediante su nombre, ya que “Jesús” significa “Jehová salvador” (Lucas 1:31, 32, 35; Mateo 1:21). El Hijo de Dios, que vino para salvar, vivió una vida de hombre, siendo inmutablemente Dios al mismo tiempo que verdaderamente hombre. Es el misterio insondable de la encarnación, pues “nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27; Lucas 10:22).
En Jesús había por fin un hombre perfecto en la tierra, sin pecado, quien sólo vivía para cumplir la voluntad de Dios y glorificarlo. Dios pudo proclamar dos veces: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17; 17:5). Pero esta vida de perfección según el poder del Espíritu Santo no era suficiente para dar a los hombres la salvación. Al contrario, su santidad ponía en evidencia la impiedad de ellos. Jesús era “la luz verdadera”, aquella “que alumbra a todo hombre venía a este mundo” (Juan 1:9). “Y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19). Al mismo tiempo, Jesús era la manifestación del amor de Dios, y los hombres respondieron a este amor con el odio. Rechazaron al enviado de Dios. Jesús podía decir al término de su carrera: “Han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 15:24).
Este odio hasta los llevó a clavar en una cruz, para hacerlo morir, al santo Hijo de Dios. Colmaron así su iniquidad y echaron sobre sí la más terrible culpabilidad cuando gritaron: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). ¿Qué esperanza había todavía para el hombre? Seguramente ninguna. Y precisamente en esta situación extrema brilla de la manera más resplandeciente la gracia infinita de Dios y su amor por el pecador.

El sacrificio de la cruz
Si bien el amado Hijo del Padre vino como hombre a este mundo, no fue solamente para llevar una vida perfecta, toda ella para gloria de Dios, sino para cumplir por medio de su muerte la obra de nuestra salvación. Ningún hombre podía pagar el rescate por otros, estando él mismo ya condenado. Sólo Jesús podía pagarlo, y vino para hacerlo. “El Hijo del Hombre” -decía, designándose a sí mismo con ese título- “no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28; Marcos 10:45).
Él, sin pecado, podía morir por los demás, pagar por el pecado de ellos. Él participó de carne y sangre, es decir, asumió nuestra humanidad con el fin de lograr, por medio de su muerte, nuestra liberación (Hebreos 2:14). “Más para esto he llegado a esta hora”, dijo también en Juan 12:27.
Los hombres le dieron muerte, y a este respecto, la culpabilidad de ellos es total. Pero sólo pudieron hacerlo porque él mismo se entregó y se dejó crucificar por ellos. “Yo pongo mi vida... Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17-18). Puso “su vida en expiación por el pecado” (Isaías 53:10). Era la víctima voluntaria que se cargaba a sí misma con nuestras faltas; y “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). La justicia de Dios exigía que Jesús padeciese el castigo debido a estos pecados que había cargado sobre sí. Y ése es el aspecto supremo del sacrificio de la cruz.
Jesús primeramente padeció los dolores del terrible suplicio al cual lo sometieron los hombres, al mismo tiempo que su corazón fue quebrantado por el oprobio. Pero infinitamente más terribles todavía fueron los sufrimientos de la expiación, los sufrimientos que le fueron infligidos por Dios mismo a causa de nuestros pecados.

Durante tres horas las tinieblas envolvieron la tierra y, en el aislamiento de esta obscuridad, el Salvador padeció todo lo que merecían los pecados de los cuales voluntariamente se había hecho cargo. “Porque me han rodeado males sin número; me han alcanzado mis maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla”, dice proféticamente (Salmo 40:12).
Él, el Santo, el Justo, “por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Aquel que como hombre había vivido en continua comunión con su Dios, fue abandonado. Su infinito corazón padeció en esas tres horas lo que debió ser nuestro eterno castigo. Hacia el final de las horas de tinieblas resonó su clamor de angustia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46; Marcos 15:34).
¿Por qué? Para que seres enteramente culpables, salvados por gracia, pudiesen ser librados del desamparo, es decir, de la eterna separación de Dios, la cual debía haber sido la justa parte de ellos.

La obra cumplida
El juicio estaba ejecutado. Aquel que había tomado nuestro lugar bajo el juicio expió las faltas de las cuales voluntariamente se hizo cargo. Pudo proclamar: “Consumado es” (Juan 19:30). Entraba en la muerte para pagar enteramente lo que merecía el pecado. Pero entraba como vencedor, pues del cuerpo de Cristo muerto salieron sangre y agua cuando la lanza de un soldado romano le abrió el costado (Juan 19:34). Era la garantía de una obra perfecta: el agua, emblema de la purificación, anunciaba que los pecados de ahí en adelante podrían ser quitados; la sangre, signo de la expiación cumplida, daba fe de que las exigencias de la justicia de Dios estaban satisfechas.
A la mañana del tercer día, Dios dio testimonio de la plena suficiencia del sacrificio de su Hijo, resucitándolo de entre los muertos. Jesús mismo se presentó vivo a sus discípulos, dándoles durante cuarenta días las pruebas seguras de su resurrección (Hechos 1:3). Y los testimonios irrefutables de ese hecho esencial abundan (1 Corintios 15:3-8).
Desde entonces Dios puede obrar en gracia. Al pecador perdido le ofrece la salvación gratuita por la cual Jesús pagó en la cruz. Al hombre enemigo le anuncia el mensaje de paz: “Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:20). “Porque Cristo, murió por los impíos... Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Así es como “Dios muestra su amor para con nosotros” (Romanos 5:6, 8).
¿Se puede despreciar tal amor? El amor de Dios, quien, para salvar a seres miserables como nosotros, sometió a su unigénito Hijo al juicio y a la muerte ¿nos dejará indiferentes? “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Hebreos 2:3).

EL CORDERO DE DIOS (Parte I)

Contempla en Jesús AL CORDERO PASCUAL
Está fuera de toda duda que cuando Juan el Bautista dijo de Jesús, “He aquí el Cordero de Dios”, vio en Él el Cordero de Dios, tan bien conocido a todo judío piadoso. La Pascua es el suceso más importante relatado en los cuarenta capítulos del libro del Éxodo. Es un acontecimiento tan grande que se dio orden de que habría de ser conmemorado para siempre (Éxodo 12:14, 17). Es tan importante que para relatarlo tiene una sección separada en el libro de Éxodo. Es el acontecimiento que dio origen a la nueva vida y al año nuevo de la nación.
¿Qué fue la Pascua?           Fue el método       y el modo que empleó Dios para redimir a un pueblo esclavizado, prefigura del método y el modo que   Él emplea para redimirte a ti, estimado lector. Había que     elegir un cordero y separarlo durante cuatro días antes de sacrificarlo. La gente podía mirar ese cordero durante cuatro días sabiendo que al décimo cuarto día sería sacrificado a favor de ellos. Este es el cuadro y figura de nuestro Señor Jesucristo. Él fue apartado y elegido por Dios cuatro mil años antes que se encarnara por nosotros (Génesis 3:15). Los profetas hablaron de Él y lo presentaron durante todo ese tiempo, desde los días del Edén hasta los del último de los mensajeros del Antiguo Testamento; y entonces vino.
Llegado el momento, el cordero pascual era sacrificado, y la sangre era rociada “en los dos postes y en el dintel de las casas” (Éxodo 12:7). Además, estaba la sangre que se colocaba “al lado de la puerta”, que es lo que dice la versión griega de Éxodo 12:22, de modo que la gente tenía que entrar a la vivienda atravesando y pasando por encima de la sangre del cordero pascual. Sólo así podía sentirse segura. Las palabras de Dios para ellos eran: “Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre, y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad, cuando heriré la tierra de Egipto.” (Éxodo 12:13).
Lector: Este es el mensaje que Dios mismo envía para ti. Tú puedes ser salvo y resguardado de la ira de Dios, ahora mismo y para siempre, si es que quieres ampararte bajo la sangre del Señor Jesucristo. Toda esta historia de la redención por medio de la sangre es el método y el medio que Dios emplea para enseñar al mundo cómo puede sal­varse. Dios, hablando de la muerte de Jesús en la cruz, lo hace en una forma altamente significativa y dice que, “porque nuestra pascua, que es Cristo, fue sacrificada por nosotros” (1 Corintios 5:7). Esta frase recuerda aquel episodio inolvidable de la noche pascual y la forma cómo Dios sacó a su pueblo de la esclavitud para conducirlo a una vida de libertad. No hubo otro medio que el de la sangre del cordero inocente sacrificado. Y no hay otro medio para ti, lector, para escapar de la esclavitud del pecado: sino por la sangre del Cordero de Dios, el Señor Jesucristo mismo.
Y ahora te pregunto estimado lector: ¿Estás a salvo? ¿Estás seguro? Porque no hay otro lugar salvo y seguro, en esta vida y en el más allá, que DEBAJO DE LA SANGRE de Jesús, tu Cordero Pascual.
Cuando Sir Walter Raleigh, famoso explorador inglés, tuvo que enfrentar, la muerte en el cadalso sabía el valor que tiene la sangre protectora de Cristo, y pudo escribir el poema que llamó Mi Peregrinaje, en el cual dice,
La sangre será el bálsamo de mi cuerpo,
Ningún otro bálsamo tendrá,
Mientras el alma, cual tranquilo peregrino
A 'las mansiones celestiales subirá.

Cuando el verdugo le indicó que colocara la cabeza en cierta forma, Sir Walter Raleigh le contestó: “No importa la postura en que esté colocada la cabeza, con tal que el corazón esté bien'’.
Hace ya muchos años que un evangelista predicaba en Inglaterra a las multitudes que acudían para escucharle. Después de una de las reuniones un anciano le pidió que lo visitara en su hogar para explicarle el camino de salvación. El evangelista así lo hizo y le narró la historia y el significado del cordero pascual, y cómo el pueblo roció con sangre los dinteles de las casas como señal de su fe en la salvación del juicio y de la ira de Dios.
Pocas noches después el evangelista observó que el anciano se encontraba en la pieza donde se congregaban las personas que querían aceptar a Cristo como su Salvador personal. El evangelista fue hablando y aconsejando de persona a persona y, cuando llegó cerca de donde estaba ubicado el anciano, éste lo llamó a su lado e inclinando la cabeza le dijo al oído, “La sangre está en el dintel y los postes de la puerta, y yo estoy salvo”. Había aplicado a su corazón la sangre de Cristo y encontrado salvación.
Mi amigo lector: Cristo ha muerto como tu Cordero Pascual. ¿No quieres creer que tú puedes encontrar salvación y seguridad en Su sangre? ¿No quieres resguardar tu alma y tu vida debajo de Su sangre?
Contempla en Jesús AL CORDERO DEL PERDON
Es bien seguro que cuando Juan el Bautista dijo de Jesús, “He aquí el Cordero de Dios”, sabía del cordero que era ofrecido cada mañana y del cordero que era ofrecido cada tarde de acuerdo con el ritual hebreo del culto. Los hebreos los conocían por el nombre de sacrificios de la ma­ñana y de la tarde. Mateo Henry dice que se ofrecían “por los pecados diarios del pueblo”. Los intérpretes judíos afirman que esos corderos eran ofrecidos por las ofensas y transgresiones de la noche y por las ofensas y transgresiones del día, y agregan, “Quien tiene perdón puede mirar a su juez en la cara”.
Lector: Esos dos corderos señalan a Jesús, el Cordero de Dios quien, en el cumplimiento de los tiempos vino a este mundo y tomó el lugar de esos dos corderos. Fue clavado en la cruz por la mañana y a la hora del sacrificio de la tarde, entregó el espíritu a Dios. Al hacerlo, abrió el camino para que tus pecados pudiesen ser perdonados. Dios pudo tener tratos con su pueblo hebreo por medio de los corderos de la mañana y de la tarde, y la muerte de Cristo, quien fue colgado en la cruz por la mañana y mu­rió por la tarde sacrificatoriamente, hizo posible que el Dios santo pueda tratar con toda la humanidad. Este es el sig­nificado de las palabras un tanto enigmáticas de 1 Timo­teo 4:10, “...porque esperamos en el Dios Viviente, el cual es Salvador de todos... los que creen”.
La expiación estaba en el corazón de Dios desde toda eternidad; la expiación que fue anticipada en el jardín del Edén, y en todos los sacrificios hebreos, hace que sea posible que Dios, en su misericordia, trate con una raza de pecadores. Quiere decir lo que ya hace muchos siglos ex­presó Agustín: que la salvación provista por Cristo en la cruz es suficiente para todos los seres humanos, pero que es eficiente solamente para aquellos que creen.
Lector: La muerte de Cristo en la cruz, del Cordero de Dios, es suficiente para perdonar todos tus pecados. ¿Por qué no la conviertes en eficiente creyendo en El y confiando en El ahora mismo?

LA ORACIÓN DEL SEÑOR (Parte V)



Las dos peticiones que siguen, "Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra", son dos peticiones que todos nosotros podríamos también adoptar. Se trata, como se percibirá, del reino del Padre. Se encontrará una referencia a esto en este mismo evangelio. "Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre." (Mateo 13:43). Resulta claro, del contexto, que esto mira hacia adelante, al tiempo cuando Cristo habrá regresado con Sus santos, y habrá tomado Su Reino para Sí mismo (Mateo 13:41); y cuando los santos serán exhibidos en Su gloria en el reino del Padre — la escena celestial del gobierno del Padre. Por lo tanto, la petición expresa el deseo por la llegada del tiempo cuando Cristo vendrá para ser glorificado en Sus santos (2a. Tesalonicenses 1:10).
"Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra", va aún más allá en su plena realización. Jamás hasta ahora, excepto una vez, se ha visto esto en la tierra, y eso fue en la vida y muerte del Señor Jesús — el Único que pudo alguna vez decir, "Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese." (Juan 17:4). Sólo Él ha hecho perfectamente la voluntad del Padre en la tierra. Tampoco será hecha en el milenio, excepto por Él mismo, como el Rey que reinará en justicia. Habrá aproximaciones a ella, mayores o menores, por los santos en aquel tiempo, pero excepto por Él, la voluntad del Padre no será hecha en la tierra como en el cielo, ni por un solo santo. Ello debe señalar, ciertamente, a los cielos nuevos, y a la tierra nueva, cuando el tabernáculo de Dios estará con los hombres, y Él morará con ellos, y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. (2a. Pedro 3:13; Apocalipsis 21:3). Entonces la voluntad del Padre será hecha en la tierra (la tierra nueva) así como en el cielo, y nunca antes. Las dos peticiones juntas, abarcan así dos dispensaciones sucesivas, es decir, el milenio y el estado eterno. ¡Cuán vastos y exhaustivos son los pensamientos de Dios! ¡Y son estos pensamientos, y estos deseos, los que Él quiere que nosotros compartamos con Él!
"El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” es una petición más sencilla y no presenta dificultad alguna, cuando se la considera como la expresión de nuestra entera dependencia de Dios para nuestro alimento diario, y, al mismo tiempo, no dejará de recordarnos lo que se les enseñó a los Israelitas en el desierto: que el maná, Cristo como el pan que descendió del cielo, debe ser recogido, y uno se debe alimentar de Él, diariamente (Éxodo 16; Juan 6).
Nosotros hemos comentado ya acerca de, "perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores", de modo que sólo queda, "Y no nos metas en tentación, más líbranos del mal." Este clamor será siempre adecuado para nosotros, mientras estamos en este mundo con el sentido de absoluta debilidad, y sabiendo que no podríamos estar firmes, ni por un momento, en la tentación, si somos dejados a nosotros mismos. Tampoco hay incongruencia alguna entre una petición tal, y la entera confianza en Dios; porque habrá confianza en Dios justo en proporción a la manera en que hemos aprendido que, en nuestra carne, no mora el bien (Romanos 7:18). Temerosos de nosotros mismos, clamaremos siempre, "no nos metas en tentación", y esto dará lugar a que haya en nosotros un mayor deseo de ser librados del mal. Esta fue, de hecho, la petición del propio Señor para los Suyos — "No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. (Juan 17:15). Si las palabras restantes, la doxología, tal como se las denomina, "porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén", son, o no son, parte de la Escritura, ellas expresan, indudablemente, una verdad que todo cristiano se deleita en conocer y convertir en alabanza.
Entonces, en resumen, no podemos sino concluir, a partir de la enseñanza de la Escritura, que nuestro Señor dio esta oración como una forma para el uso de Sus discípulos sólo hasta Pentecostés. Pero, a la vez que afirmamos esto, es muy evidente que, cuando nosotros hemos sido llevados a la plena luz del cristianismo, donde las formas de oración ya no son consistentes con la actividad libre del Espíritu Santo en el creyente, podemos, como siendo guiados por el Espíritu, adoptar y presentar delante de Dios, muchos de los bienaventurados deseos y peticiones que esta oración personifica y expresa. Puede ser que, en un día postrero, cuando Dios tendrá, una vez más, Su pueblo terrenal, la 'Oración del Señor' será usada otra vez como un todo. Pero, no obstante, es de la mayor importancia percibir, entre tanto, que el Judaísmo, en su expresión más pura, no es Cristianismo; y por eso es que ese lenguaje, que pudo ser usado adecuadamente en oración antes de la muerte de Cristo, no es, necesariamente, el vehículo apto, o destinado, para expresar los deseos del Cristiano. El Señor quiere que entremos en Sus pensamientos más plenos de bendición para Su pueblo, y que nos sintamos satisfechos con nada más que Sus propios deseos para nosotros. Que Él pueda darnos el ojo ungido para percibir, y la gracia y el poder para ocupar, el lugar al cual hemos sido llevados ahora, por medio de la muerte y resurrección de nuestro bendito Señor y Salvador.

SALVACIÓN Y RECOMPENSA (Parte V)



La siguiente corona que considerare­mos es la corona de vida, acerca de la cual hablan dos pasajes. Santiago 1:12 nos dice:

“Bienaventurado el varón que soporta la tentación; porque cuando haya resistido la prue­ba, recibirá la corona de vida, que Dios ha prometido a los que le aman”.

Y en Apocalipsis 2:10 el Señor conforta así a la iglesia en Esmirna:

“No temas en nada lo que vas a padecer, he aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribu­lación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”.

Es digno de notar que en cada uno de estos pasajes se trata de unos santos de Dios que sufren; hijos de Dios expues­tos a pruebas amargas, hasta el punto de intensiva y maligna persecución por los emisarios de Satanás. Dios fácilmente podría impedir a estos enemigos crueles; podría volver atrás estas inundaciones de tristeza. Pero en lugar de esto, elige dar fuerza a los Suyos que están siendo probados, para que resistan y venzan en el día de la prueba, en lugar de librarles de ella. Y esto no es porque le plazca la angustia de Su pueblo atribulado, sino porque esta misma tribulación es un me­dio de disciplina que resulta en bendición duradera “a los que en ella han sido ejer­citados” (He. 12:11). Él se sienta como el afinador y purificador de plata, y mira hasta ver Su propia semejanza reflejada en el metal fundido. Él camina con los Suyos en el horno de persecución, aunque se haya calentado siete veces más. Y da más gracia, para que aquellos que miran a Él puedan sufrir y aguantar.
Entonces, cuando llegue el día de Su manifestación, Él con Su mano una vez traspasada les dará una corona de vida, a todos los que han luchado y vencido.
Cuando Pablo fue afligido por un aguijón en la carne, un “mensajero de Satanás”, enviado para abofetearle (para que no se enalteciera sobremanera después de ser arrebatado al tercer cielo donde oyó palabras inefables), nos dice que rogó al Señor tres veces que lo quitara de él. Pero vino la respuesta, diciendo en efecto: “No te quitaré el aguijón en la carne, Pablo, pero haré algo mejor para ti; te daré gracia para soportarlo, y para glorificarme en medio de ello”.

Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co. 12: 9a).

En seguida Pablo cesa de clamar pidiendo alivio, y exclama con nueva confianza:

“Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo" (2 Co. 12:9b).

Simplemente él estaba poniendo en práctica en su propia vida lo que en otro lugar dice a sus hermanos cristianos:

“Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y al espe­ranza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derrama­do en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Ro. 5:3-5).

Nuestro corazón inquieto nos haría huir de la prueba, esperando hallar mejo­res condiciones en otro lugar, pero somos llamados a ser fuertes en la gracia de la perseverancia, a sufrir en la carne en lugar de ceder al pecado, a ser perseguidos hasta la muerte en lugar de ser desobedientes a la visión celestial, a ser contado como la es­coria del mundo, el desecho de todos, antes de buscar el favor de los hombres mediante infidelidad a Cristo.

“Si ganamos del mundo aplauso,
Si evitamos su fruncida frente,
Si rehusamos dar por Ti la cara,
Y hacer nuestra la suerte de Tu pueblo,
¡Qué vergüenza nos llenaría aquel día,
Cuando se manifiesta Tu gloria!”

Entonces, habrá valido la pena sufrir en paciencia aquí, cuando resplan­decemos con Él en Su venida, llevando la corona de vida, la señal de ser apreciados y aprobados por Él. Y si es posible tener remordimientos en el cielo, los tendremos por cada intento cobarde de escapar el vituperio, o por cada vez que en debilidad cedemos a la tentación, habiendo preferido el placer o la comodidad del momento en lugar de la gloria futura.
Pero la esperanza de la corona no es en sí suficiente incentivo para guardarnos de la infidelidad a Cristo en esta escena de pruebas. Sólo cuando Él mismo sea el gozo de nuestro corazón y la porción presente de nuestra alma, podremos resis­tir las voces y atracciones sirenas de este mundo falso, e ir adelante en verdadera devoción, contando todo como pérdida para que Él sea magnificado en nosotros. Sólo cuando nuestro corazón está ape­gado a Él donde Él está, allí en la gloria de Dios, podremos despreciar la gloria hueca de este mundo. Alguien ha dicho que nadie puede poner al mundo debajo de sus pies correctamente hasta que haya visto un mejor mundo por encima de su cabeza. Si andamos en la luz de ese mun­do, verdaderamente podremos cantar de corazón:

“Te esperamos, contentos a compartir,
Con paciencia, los días de prueba aquí,
Manso, Tú la cruz llevaste,
Nuestro pecado, negación y reproche.
¿No hemos de tomar contigo, Señor,
La copa de vergüenza, tristeza y dolor,
Hasta el mañana prometido?”
Aquel día feliz se avecina. Pronto terminará la única oportunidad que tene­mos para sufrir “por causa de Él”. Estemos firmes en las horas finales de la edad de la gracia, asegurados que Él a quien esperamos está a la puerta, y que el gozo será Suyo y nuestro cuando, si somos fieles hasta la muerte, recibimos la corona de vida.
La vida eterna es dádiva de Dios, y es nuestro por medio de la fe, cuando cree­mos. La corona de vida es la recompensa de la fidelidad, aunque cueste la muerte física.

¿SI PECÁREMOS VOLUNTARIAMENTE…?


Pregunta: Una creyente pregunta: ¿Qué significado tiene Hebreos 10:26. "Si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por el pecado"?

RespuestaLos versículos 23 al 31 de este capítulo se refieren a las personas que caminaron juntamente con los verdaderos creyentes, pero que eran profesantes, y no tenían en realidad la vida divina. El Espíritu nos enseña las fatales e irremediables consecuencias del abandono de la fe cristiana; el que desprecia el cristianismo es digno de mayor castigo que el que ha menospreciado la Ley (Hebreos 10:29). Para comprender el alcance de este versículo 26, es necesario considerarlo con el conjunto del capítulo. Creemos provechoso dar a continuación unos extractos de lo que escribió sobre este capítulo un verdadero siervo de Dios, en sus "Estudios sobre la Epístola a los Hebreos":
          "En los versículos 1 al 18 de Hebreos 10 el apóstol confirma y establece por la Palabra (citas del Antiguo Testamento) una verdad de capital importancia: Cristo se entregó a sí mismo, habiendo ofrecido "una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados" (versículo 12), se sentó a la diestra de Dios, habiendo hecho "perfectos para siempre a los santificados" (versículo 14); de modo que "no hay más ofrenda por el pecado" (versículo 18).
            A partir del versículo 19 da varias exhortaciones, basadas en las verdades que acaba de exponer en la primera parte del capítulo:
            En los versículos 19 al 22: "acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe"; es la actitud que más honra la eficacia de la Obra de Cristo.
            En los versículos 23 al 25: Animémonos mutuamente para no faltar a la profesión pública y colectiva de la fe (la congregación de los creyentes), tanto más cuanto que "aquel día se acerca": se trata del día del juicio; este pensamiento es presentado al creyente para obrar en su conciencia y guardarle en la separación del mal.
            El versículo 26 es una advertencia o amonestación introducida por el fin del versículo 25, el cual declara que el día del juicio se va acercando. Está relacionado con el conjunto de los versículos 23 al 25, es decir, con la exhortación de perseverar en la profesión de la fe.
            El "conocimiento de la verdad" (versículo 26) designa la enseñanza de los capítulos 9 y 10 de esta epístola, los dos grandes privilegios del cristianismo (comparen con versículo 29), es decir: el "solo sacrificio" de Cristo en la cruz y la presencia del Espíritu Santo, que da testimonio de la gracia manifestada en este sacrificio.
            Si aquél que profesaba reconocer el valor de este sacrificio lo abandonara, no habría otro, del cual pudiera reclamarse; este sacrificio tampoco se repetía; no quedaba sacrificio por el pecado. Todo pecado era perdonado por medio de este sacrificio; pero, si se rechazaba la verdad después de haberla conocido, ya no había sacrificio expiatorio, a causa de la misma perfección de la víctima ofrecida: sólo quedaba "una horrenda expectación de juicio" (versículo 27).
            Aquellos que habían menospreciado la Ley de Moisés morían sin misericordia alguna (versículo 28). ¡Qué castigo mucho más severo merecían, de parte de Dios, aquellos que hollaban bajo sus pies al Hijo de Dios, que estimaban como inmunda la sangre del pacto, con la cual habían sido santificados, y que hacían afrenta al Espíritu de gracia (versículo 29)! Esto no era desobedecer; era mucho más: era despreciar la gracia de Dios en Cristo. ¿Qué quedaba, pues, si se abandonaba esta gracia, después de haberla conocido? ¿Cómo escapar al castigo de Dios? Los Hebreos sabían Quién es Aquél que ha dicho que la venganza es suya, y que El dará el pago, como también sabían que "El Señor juzgará su pueblo" (versículo 30).
            Observemos, también, que en estos versículos vemos de nuevo que la santificación es atribuida a la sangre; también notamos que los profesantes son tratados como perteneciendo al pueblo... Todos los que habían reconocido a Jesús como el Mesías, y la sangre como sello y fundamento de un pacto eterno, trayendo la purificación y la redención, se reconocían como separados por Dios, como perteneciendo al pueblo de Dios. Por consiguiente, al abandonar a Cristo para volver al judaísmo, abandonaban su consagración a Dios por el medio perfecto y único que Dios había establecido para reconciliar al pueblo con Él mismo. Y no había otro medio para santificar a los que despreciaban así la gracia de Dios."
John N. Darby
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1958, No. 33.-

MEDITACIÓN


“¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20).
Dios pronuncia un ¡ay! sobre aquellos que invierten los valores morales, haciendo al pecado respetable y sugiriendo que la pureza es menos que deseable. Herbert Vander Lugt citaba tres ilustraciones contemporáneas de cómo los hombres intentan forzar las distinciones morales. “Primero, leí un artículo que trataba ligeramente los pésimos resultados de la pornografía, pero que deploraba la “actitud puritana de los religiosos”. Segundo, me topé con el relato en un periódico que hablaba de un grupo de padres preocupados que intentaban quitar de su puesto a una maestra soltera embarazada. El escritor la describía como una bella persona, mientras que se refería a las madres y a los padres como villanos.
Tercero, observé cómo un invitado a un programa de televisión defendía el rock duro, la borrachera y el uso de drogas en relación con un concierto en el que varios jóvenes resultaron muertos. Acusaba de nuestros problemas sociales a aquellos individuos que no gustaban de este tipo de reuniones”.
Deseo sugerir dos razones que explican por qué estamos siendo testigos de una ola creciente de cambios morales. En primer lugar, la gente ha abandonado los absolutos morales que se encuentran en la Biblia. Ahora la moralidad es asunto de la propia interpretación. En segundo lugar, cuanta más rienda suelta se da al pecado, más obligados se sienten a justificar el pecado como una conducta legítima, defendiéndose de esta manera.
Algunos que encuentran difícil justificar el pecado recurren en cambio a argumentos ad hominen, esto es, atacan el carácter del oponente en vez de contestar a sus argumentos. De este modo, en las ilustraciones antes citadas, los libertarios atacaban la “actitud puritana de los religiosos”, presentaban a los padres como villanos y culpaban de los problemas sociales a la gente que hablaba claro contra la borrachera, las drogas y un concierto de rock en el que varios jóvenes resultaron muertos.
Además de aquellos que invierten las distinciones morales, existen también los que se complacen en enturbiarlas. Desafortunadamente un gran número de éstos son líderes religiosos. En vez de sacar a la luz de lleno el lado bíblico y llamar a los pecados por sus nombres, andan con mucho sigilo por las ramas, dando a entender que, después de todo, no son tan malos. Según ellos, la borrachera es una enfermedad. La perversión es un estilo de vida alternativo. El sexo fuera del matrimonio es admisible si éste es aceptable culturalmente. Los abortos, la desnudez pública y la prostitución son derechos personales que no deben restringirse.
Semejante pensamiento confuso deja al descubierto una grave ausencia de inteligencia moral. Estos argumentos perversos son mentiras del diablo que al final hunden a los hombres en la perdición.

VIDA DE AMOR (Parte VIII)


VICTORIA DEL AMOR


Recordemos nuevamente por un momento como el apóstol está tratando este gran tema. En los versículos 1-3 habla de la preeminencia y el valor del amor; en los versículos 4-7, de las prerrogativas y virtud del amor; y en los versículos 8-13 de la permanencia y victoria del amor.
Estamos considerando ahora la última de estas di­visiones: la permanencia y victoria del amor. A este res­pecto observamos nuevamente que se llega a un clímax en el versículo 8; se presenta un contraste en los versícu­los 8-12; una comparación es hecha en el versículo 13; y una norma es preceptuada en el capítulo XIV 1.
Consideremos ahora el versículo 13 en el cual se hace una comparación.
“Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; mas el mayor de ellos es el amor”.
El apóstol termina su cántico con la nota más alta. Ha dejado el acorde más espléndido para lo último.
Tres cosas pasan, dice; la profecía, las lenguas y el conocimiento; y tres cosas permanecen: la fe, la espe­ranza y el amor.
En el párrafo anterior la grandeza suprema del amor ha sido demostrada por vía de contraste (v. v. 8-12), pero aquí se demuestra por vía de comparación, no con los dones, sino con las virtudes compañeras del amor: la fe y la esperanza. Consideremos, pues, tres cosas: la ex­celencia, la permanencia y la grandeza de las tres virtudes.
La excelencia de las tres virtudes, la fe, la esperan­za y el amor. Debemos recordar cómo están asociadas éstas en los escritos del apóstol. En Romanos 5 versículos 1-5 leemos, “Justificados pues por la fe, nos gloriamos en la esperanza, porque el amor de Dios está derramado en nuestros corazones”. En Col. I 4,5, “Habiendo oído vuestra fe en Cristo Jesús, y el amor que tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza que os está guardada en los cielos”. En 1 Te. I 3, “Sin cesar acordándonos delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, y del trabajo de amor y de la tolerancia de la espe­ranza del Señor nuestro Jesucristo”. En 1 Tes. 5 versículo 8, “Vestidos de cota de fe y de amor, y la esperanza de salud por yelmo”.
El amor no es magnificado si disminuimos la gran­deza de la fe y la esperanza. Considerad por un momen­to la grandeza de la fe. La fe es la confianza, por causa de la evidencia, que conduce a la acción y que es humana y divina. La fe humana es una posesión universal que entra en todas nuestras relaciones con nuestros semejan­tes. Es la cualidad sobre la cual reposa todo el edificio de nuestra estructura social, comercial y gubernamental. Sin ella la vida civilizada sería imposible. La fe divina es una dependencia absoluta de Dios y una feliz confianza en El, y es poseída solamente por cristianos. Es tan sólo por la fe que se puede llegar a ser un hijo de Dios; “A todos los que le recibieron dióles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. La reli­gión misma depende de la fe, pues “es menester que el que a Dios se allega, crea que le hay, y que es el galardonador de los que le buscan”. En el Antiguo Testamen­to tenemos el hecho de la fe ilustrado y en el Nuevo Testamento la doctrina de la fe expuesta.
Ahora pensad un momento en la grandeza de la es­peranza. La esperanza es una perspectiva del bien futuro, que abrigamos con gozo y firmeza. ¡Qué cualidad im­portante es la esperanza humana! Imaginaos un mundo de seres sin expectativas, sin miras al porvenir, sin espe­ranzas. Si bien toda esperanza terrenal es acompañada de incertidumbre y experimenta desilusiones, no obstante, continuamos esperando, y si la esperanza nos faltara la lámpara de la vida se apagaría. Una cualidad mucho más grande es la esperanza divina. La esperanza huma­na, en el mejor de los casos, es limitada a este mundo y sus cosas, pero la esperanza divina alcanza mucho más allá de las circunstancias temporales y ve horizontes más brillantes que el sol. Sin semejante esperanza el Cristia­nismo sería imposible, porque en esperanza fuimos sal­vos y si lo que no vemos esperamos, por paciencia espe­ramos. La esperanza cristiana no es un obscuro “quizás” sino una brillante seguridad. No es una vaga suposición, sino una alegre certeza.
¿Y qué puede decirse de la grandeza del amor? Esa es la substancia de todo el capítulo, en el cual se demues­tra que todos los dones, sin amor, no son nada, que el amor aun sin los dones es suficiente, y mientras que los dones son transitorios el amor permanece. Lo menos que se puede decir del amor es que es una de las tres cosas más grandes del mundo.
Cuán grande, pues, son estas tres cosas y cuán vi­talmente relacionadas. La fe es el tema preeminente de Pablo; la esperanza es el tema preeminente de Pedro; y el amor es el tema preeminente de Juan. La fe posee el pasado; la esperanza reivindica el futuro; el amor go­bierna el presente. La fe ve al Cristo que ha venido; la esperanza ve al Cristo que vendrá; el amor ve al Cristo siempre permaneciente.
Aunque separados en la representación, la fe, la es­peranza y el amor son en realidad compañeros insepara­bles, estrechamente unidos, no tan sólo a cada cristiano, sino también entre sí. ¿Qué, en realidad, es la fe sin la esperanza y el amor? Una convicción gozosa del intelec­to, pero sin un poder vital en el corazón ni fruto ma­duro en la vida. Sin la esperanza, la fe nunca vería el cielo, pero aun si pudiese entrar en él, el cielo carecería de su mayor ventura. ¿Y qué es la esperanza sin fe y amor? Cuando mucho un sueño fútil, del cual pronto tendremos el triste despertar, una fragante flor en el jar­dín, que se marchita antes de producir fruto. ¿Y qué es el amor sin la esperanza y la fe? El surgir de un senti­miento natural, quizás, pero de ninguna manera un prin­cipio espiritual de la vida. Si el amor no cree, tiene que morir; si no espera en la misma medida que ama, es en­tonces una fuente de sufrimiento sin par. De manera que, cualquiera de estas tres hermanas que quisiéramos separar de las otras, al hacerlo suscribiríamos su sentencia de muerte. Aun si dos de ellas permanecen unidas, el ful­gor de su hermosura es menguado cuando la tercera haya desaparecido.
Ahora pensemos en segundo lugar de la permanen­cia de las tres virtudes. Esto es indicado por dos palabras, “Ahora permanecen”, siendo ambas de suma importan­cia. Aquí tenemos una declaración, una ilación y una re­velación.
Aquí tenemos una declaración: “Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor”. Todas las tres permane­cen. Toda una escuela de comentaristas, empezando con Crisóstomo, ha interpretado la palabra “ahora” en este pasaje, como refiriéndose al tiempo, como en el ver­sículo 12, pero indudablemente la palabra no es emplea­da en un sentido temporal, sino lógico. Es el equivalente de “así que”. No se usa en contraste con el “entonces” del versículo 12, sino que indica una conclusión del asun­to. Los corintios habían pensado que los dones eran lo permanente, pero Pablo les demuestra que éstos pasarán, y luego dice, en conclusión, “en realidad esto es lo que permanece y de ninguna manera lo que vosotros supo­néis”. Es curioso que este significado ha sido tan gene­ralmente pasado por alto por lectores del pasaje; tanto doctos como indoctos han dejado de notarlo. Con fre­cuencia notaréis que se presume en himnos — y la poesía sagrada no es siempre teología — y otra literatura reli­giosa, que la fe y la esperanza, en lugar de estar asocia­das al amor en esta cualidad de permanencia, como Pa­blo declara que son, están puestos en contraste con él, siendo que ellos son transitorios, mientras que el amor es eterno. Eso a veces resulta buena rima, pero es mala teología. Tal lenguaje es lo bastante plausible para ser generalmente aceptado, pero está en desacuerdo con las convicciones expuestas aquí. El pasaje que estamos con­siderando no es de significado dudoso. Ningún intér­prete competente podría dudar de que el propósito de Pablo es decir que la fe, la esperanza y el amor todos permanecen, y que al decir “permanecen” quiere indicar que no tienen el carácter mudable y transitorio que co­rresponden a las otras cosas de que ha estado hablando. Es cierto que está afirmando la gloria suprema del amor; es más grande, dice, que la fe y la esperanza, pero estas dos gracias hermanas comparten con ella la descripción singular que todas permanecen. El punto principal que debe notarse, pues, en esta declaración, es la permanen­cia que atribuye a estas gracias de las cuales habla. Re­presenta a la fe, la esperanza y el amor, estas tres, como siendo todas igualmente permanecientes. Por lo tanto “ahora” en nuestro pasaje, no significa “ahora” en tiem­po, pues entonces estas tres en nada diferirían de los dones. “Y ahora permanecen— a esta palabra debe dársele toda su fuerza. Es igual al “nunca fenece” del versículo 8a, y está en contraste con el “acabarán” del 8b. Lo que se dice del amor, pues, se dice también de la fe y la esperanza.
Cuando Pablo toma tres palabras y las junta con un verbo en singular[1], no ha hecho un error de plu­ma ni cometido una falta gramatical que un niño po­dría corregir, pero aquella aparente irregularidad grama­tical contiene una gran verdad, porque la fe, la esperan­za y el amor para los cuales no tiene sino un verbo en singular, se declaran por ello ser en su profundidad y esencia una sola cosa, y ello, la triple estrella, continúa brillando. Los tres colores primarios son uno en el rayo blanco de luz. No corrijáis la gramática y perdáis la ver­dad, más discernid lo que significa cuando dice “Ahora permanece la fe, la esperanza y el amor”, pues esto es lo que quiere decir: que las dos últimas provienen de la primera, y que sin ella no existen, y que ella sin las otras es muerta. La fe, la esperanza y el amor constituyen una trinidad en unidad; por lo tanto, son coextensivas unas con otras.
¿Pero es cierto que la fe y la esperanza permane­cen? ¿No será reemplazada la fe por la vista y la espe­ranza por la fruición? Las Escrituras no lo afirman en ningún lugar, y es seguro que no será así, si la continui­dad de la vida es una verdad. De manera que, después de esta declaración y encerrada en ella se halla una ila­ción (nexo); precisamente porque la fe y la esperanza, a la par del amor, son condiciones vitales de nuestras relaciones con Dios, deben existir mientras duren esas relaciones. La fe y la esperanza no son meros complementos de la vida humana, pero son condiciones fundamentales de nues­tra existencia personal, y por lo tanto deben permane­cer mientras existan Dios y el alma. Justamente porque continuaremos siendo eternamente finitos dependientes del infinito, la fe y la esperanza junto con el amor, que son condiciones de nuestra vida espiritual, deben perma­necer. Y en esta declaración e ilación se halla una reve­lación, una revelación de al menos dos cosas de gran sig­nificado e importancia. La primera de estas es que la vida futura será progresiva. Como por la fe y la espe­ranza adquirimos lo que es divino, y como nunca po­drá llegar el tiempo cuando no tengamos ya necesidad de adquirirlo, nunca podremos pasar sin la fe y la es­peranza. La fe continuará eternamente poseyendo a Dios más plenamente y la esperanza nunca cesará de ver nue­vas perspectivas de gloria. Debemos tener cuidado de no confundir lo eterno con lo final. Alcanzar lo final signi­ficaría no llegar a la eternidad. En el cielo habrá perfec­ción, pero habrá diferencia de desarrollo, así como una estrella es diferente de otra en gloria. Cada uno tendrá toda la bienaventuranza que podrá recibir, pero habrá diferencia en las capacidades y en cada caso habrá pro­greso de un plano a otro. “En la casa de mi Padre mu­chas moradas hay”, es decir, lugares de descanso, una figura que se refiere a aquellas estaciones sobre las gran­des carreteras, donde los viajeros podían obtener des­canso y alimento antes de continuar su viaje. La pala­bra contiene la idea tanto de progreso como de reposo, pero éstos, en el cielo como en la tierra, dependen de la fe y la esperanza.
Digamos nuevamente que no es más una idea bí­blica que la esperanza se pierde en la fruición (gozo), que lo es que la fe se pierda en la vista, sino más bien que el pro­greso futuro nos presenta, a éstas como las comunica­ciones continuas de un Dios inagotable a las capacida­des progresivas de nuestros espíritus. En esa comunica­ción continua hay progreso continuo; doquier haya pro­greso tiene que haber esperanza, y así la bella visión que tan a menudo ha flotado ilusiva ante nuestra vista, y nos ha conducido a pantanos y lugares cenagosos, es­fumándose luego, moverá ante nosotros por la larga ave­nida del progreso interminable, y una y otra vez volverá a decirnos de glorias invisibles que nos esperan más allá, para invitarnos a penetrar más en las profundidades del cielo y la plenitud de Dios, la esperanza permanece. Ca­da nueva adquisición de Dios hará posible una adquisi­ción más amplia, cada nuevo pináculo de gloria que escalamos revelará pináculos aún más gloriosos más allá, y el medio eterno de nuestro progreso allá, como aquí, será la fe, la esperanza y el amor. Tan solo éstas, de las cosas presentes, permanecen para siempre, porque son los elementos esenciales del carácter cristiano.


[1] Parece que, en el original griego, como también en las traducciones inglesas, el verbo está en singular — “permanece”.