viernes, 2 de noviembre de 2018

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (Parte XXVI)

El siervo devoto



Entre las muchas ceremonias ordenadas por Dios para su pueblo antiguo, la del siervo devoto constituye un hermoso tipo, o modelo, de Cristo en su maravilloso amor que motivaba su obra triunfante en la cruz.
Éxodo capítulo 21 empieza con las trágicas circunstancias de un hebreo que ha llegado a tal extremo de pobreza y destitución que no puede pagar sus deudas. Por esto, según la ley, tiene que venderse por esclavo en liquidación de ellas. Aquí tenemos un cuadro de nuestra triste condición espiritual: “vendidos a sujeción del pecado”, Romanos 7.14. La cuenta de nuestros pecados era tan grande y nosotros tan completamente quebrados que nos era imposible satisfacer las justas demandas de la santa ley.
Entonces se manifestó el amor de Dios para con nosotros, el que envió a su amado Hijo a este mundo a tomar nuestro lugar. Él volvió sus espaldas al esplendor majestuoso y riquezas inescrutables de la gloria, donde seres angélicos le adoraban y servían, y escogió un pesebre en el humilde pueblo de Belén donde nacer. Más tarde andaba con hombres pobres; nunca cargaba dinero, tampoco mendigaba ni pedía préstamos o cosas fiadas. Por las multitudes de curaciones maravillosas que hizo, nunca cobraba ni un centavo; ¡por lo regular los curados y bendecidos ni siquiera se acordaban de darle las gracias!”
Empezó su ministerio público con cuarenta días y noches de hambre en el desierto y lo terminó colgado en una cruz diciendo, “Sed tengo”, sin recibir una gota de agua. Mandó al paralítico, “Levántate, toma tu lecho y anda”, pero nunca poseía cama propia”. A un demoníaco que había sanado, le comentó: “Las zorras tienen cuevas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar la cabeza”.
Cuán grande fue, pues, el amor del Dueño del universo en pasar voluntariamente por tantas privaciones. Siendo rico, se hizo pobre, para que nosotros fuésemos enriquecidos por su pobreza.
         La segunda cosa que notamos en el relato del siervo en el Éxodo es que, al completar los seis años de servidumbre, él podía salir libre. Cristo fue hecho súbdito de la ley para que redimiese a los que estaban bajo la ley, Gálatas 4.4. Cuando se presentó ante Juan el Bautista al río Jordán, le exigió bautizarse, diciendo: “Así nos conviene cumplir toda justicia”. Una vez que había subido de las aguas, los cielos se abrieron, presentándole como si fuera una invitación a subir arriba. Habiendo cumplido la justicia de la ley, se encontraba libre.
Ahora, notemos el caso del siervo hebreo. Si su amo le hubiere dado mujer y ella le hubiera dado hijos, él tendría que salir solo, dejándolos atrás. ¿Qué haría el siervo en tal caso? Impulsado por un amor admirable, diría, “Amo a mi señor, a mi mujer y mis hijos. No saldré libre”. Así fue con nuestro amante Salvador. En devoción a su Padre, y en amor para con nosotros, Él rechazó la libertad propia.
Con esto el siervo hebreo fue sometido a una ceremonia dolorosa. Su amo le haría llegar a los jueces, a la puerta o contra un poste, y le horadaría la oreja con lesna. Con esto, el hombre sería su siervo de por vida. Asimismo vemos al bendito Hijo de Dios traído delante de los jueces de este mundo, los cuales le entregaron para ser crucificado. Fueron horadados sus manos y sus pies y, como en el caso del hebreo, la marca de la sangre quedaría en el poste. Así la preciosa sangre derramada en la cruz es señal que Él nos ha amado hasta la muerte.
La ley antigua no pudo exigir más del siervo hebreo después de morir. En su muerte para nosotros Cristo pudo clamar: “Consumado es”. Él murió por nuestras culpas: el Justo por nosotros los injustos, para llevarnos a Dios. A todo aquel que cree en él como su Salvador personal, la ley le considera como “muerto con Cristo”. “Así también vosotros, hermanos míos, estáis muertos a la ley por el cuerpo de Cristo para que seáis de otro, a saber, del que resucitó de los muertos, a fin de que fructifiquemos para Dios”, Romanos 7.4.
Cristo y su obra por nosotros sobrepuja la figura que ya hemos considerado, pues Él resucitó y ahora vive a la diestra de Dios, y al creer en él, Dios nos da vida juntamente con Cristo; “por gracia sois salvos”.
Dígame, querido lector, ¿Cuán conmovidos estarían el amo, la esposa y los hijos de aquel fiel siervo hebreo, al ver la prueba tan grande de su amor para con ellos? ¿No es verdad, que despertaría en ellos un amor y gozo para con él? Exactamente, y cuando nosotros descubrimos cuán grande ha sido el amor del bendito Salvador para con nosotros, en librarnos de la servidumbre de la ley y del pecado, por medio de sus padecimientos en la cruz, se rebosan nuestros corazones el amor, el gozo y el agradecimiento para con él. “Le amamos porque Él nos amó primero”.
¿Cómo puedes despreciar un amor tan inmerecido e inmenso?

No hay comentarios:

Publicar un comentario