Manasés, el sangriento
El título de “sangriento” fue dado con derecho al que
reinó por más largo tiempo que ningún otro sobre la nación de los israelitas.
Manasés subió al trono a la edad de doce años. Aunque era de edad tierna, no
así de corazón. Dice la
Santa Biblia que él derramó mucha sangre inocente en gran
manera, hasta henchir a Jerusalén de cabo a cabo. Los detalles de cómo
perseguía y mataba a quien quisiera, se pueden imaginar. Basta saber que en
todos los siglos desde entonces sería llamado Manasés el Sangriento.
Pero,
¿cómo llegaría a ser tal monstruo de pecado? Dice la Biblia que “se arrojó a
hacer lo malo”. ¿Cómo podría ser así? ¿No será porque le dio las espaldas al
Dios vivo? Para él, que tanto afecto tuvo al mal que se arrojó a hacerlo, no
convenía tener en su noticia a un Dios que todo lo ve. Así fue que instituyó el
culto a las imágenes, y llenó la ciudad, y aun los campos, de santuarios, donde
se honraban esos dioses de madera, de plata y de oro.
En vano
protestaron los piadosos; pagaba con su vida quien se oponía, fuera en asuntos
religiosos o políticos. Poco a poco se iba callando la conciencia del pueblo,
mientras se apartaban más y más de Dios, y del camino de la virtud. Las
supersticiones crecían en número y en poder sobre las gentes, y el espiritismo
se hizo general. Las personas ignorantes, como también las cultas, invocaban
los espíritus y se entregaban al culto de los demonios.
Diríamos
que para un tal no habría perdón ni esperanza. Sin embargo, Dios puede humillar
a los más soberbios. Cuando ni Manasés el rey, ni los moradores de Jerusalén,
quisieron escuchar la Palabra
de Dios, entonces el Señor trajo contra ellos a los asirios, los cuales
llevaron a Manasés en grillos hasta Babilonia.
Encarcelado
en país lejano, ese hombre tuvo tiempo para reflexionar. Muchas veces cuando la
bondad del Señor no mueve el corazón del hombre, lo hace la angustia. El que
durante tantos años se había olvidado de Dios, ya empezó a orar grandemente
humillado, y Dios le perdonó, y lo volvió a Jerusalén y a su reino. Entonces
fue que llegó Manasés a conocer al Señor.
La
conversión a Dios es una necesidad en todo caso y en todo tiempo. No hay quien
no haya pecado contra Dios, lo que prueba que el hombre es por naturaleza
pecador, y necesita ser regenerado por el Espíritu Santo. Tú no habrás pecado
tanto como Manasés, por cierto. Quizá no te has inclinado nunca delante de una
imagen; quizá sí. No habrás invocado nunca a los demonios por el espiritismo,
como lo hizo él; quizá sí. Pero en todo caso eres un pecador, y sin que Dios te
perdone, no entrarás jamás en el cielo.
Él
espera ver tu arrepentimiento sincero, cuando te hará ver lo que hizo su Hijo,
el Señor Jesús, en expiación de los pecados de los hombres, y tú también serás
perdonado por virtud de la sangre de Jesucristo.
Manasés cometió mucho pecado contra
Dios y fue perdonado, pero no siguió en las mismas iniquidades. Ya quitó todas
las imágenes de Jerusalén y los echó fuera. Restauró el culto del Dios vivo, y
animó a su pueblo convertirse a Dios. La prueba del verdadero arrepentimiento
está en el abandono del pecado, lo que no puede ser sin una conversión de
corazón a Dios. Dijo el Señor Jesús, “Si no os volveréis, y fuereis como niños,
no entraréis en el reino de los cielos”, Mateo 18.3.
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