jueves, 12 de noviembre de 2020

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (50)

 Manasés, el sangriento

El título de “sangriento” fue dado con derecho al que reinó por más largo tiempo que ningún otro sobre la nación de los israelitas. Manasés subió al trono a la edad de doce años. Aunque era de edad tierna, no así de corazón. Dice la Santa Biblia que él derramó mucha sangre inocente en gran manera, hasta henchir a Jerusalén de cabo a cabo. Los detalles de cómo perseguía y mataba a quien quisiera, se pueden imaginar. Basta saber que en todos los siglos desde entonces sería llamado Manasés el Sangriento.



            Pero, ¿cómo llegaría a ser tal monstruo de pecado? Dice la Biblia que “se arrojó a hacer lo malo”. ¿Cómo podría ser así? ¿No será porque le dio las espaldas al Dios vivo? Para él, que tanto afecto tuvo al mal que se arrojó a hacerlo, no convenía tener en su noticia a un Dios que todo lo ve. Así fue que instituyó el culto a las imágenes, y llenó la ciudad, y aun los campos, de santuarios, donde se honraban esos dioses de madera, de plata y de oro.

            En vano protestaron los piadosos; pagaba con su vida quien se oponía, fuera en asuntos religiosos o políticos. Poco a poco se iba callando la conciencia del pueblo, mientras se apartaban más y más de Dios, y del camino de la virtud. Las supersticiones crecían en número y en poder sobre las gentes, y el espiritismo se hizo general. Las personas ignorantes, como también las cultas, invocaban los espíritus y se entregaban al culto de los demonios.

            Diríamos que para un tal no habría perdón ni esperanza. Sin embargo, Dios puede humillar a los más soberbios. Cuando ni Manasés el rey, ni los moradores de Jerusalén, quisieron escuchar la Palabra de Dios, entonces el Señor trajo contra ellos a los asirios, los cuales llevaron a Manasés en grillos hasta Babilonia.

            Encarcelado en país lejano, ese hombre tuvo tiempo para reflexionar. Muchas veces cuando la bondad del Señor no mueve el corazón del hombre, lo hace la angustia. El que durante tantos años se había olvidado de Dios, ya empezó a orar grandemente humillado, y Dios le perdonó, y lo volvió a Jerusalén y a su reino. Entonces fue que llegó Manasés a conocer al Señor.

 


 

            La conversión a Dios es una necesidad en todo caso y en todo tiempo. No hay quien no haya pecado contra Dios, lo que prueba que el hombre es por naturaleza pecador, y necesita ser regenerado por el Espíritu Santo. Tú no habrás pecado tanto como Manasés, por cierto. Quizá no te has inclinado nunca delante de una imagen; quizá sí. No habrás invocado nunca a los demonios por el espiritismo, como lo hizo él; quizá sí. Pero en todo caso eres un pecador, y sin que Dios te perdone, no entrarás jamás en el cielo.

            Él espera ver tu arrepentimiento sincero, cuando te hará ver lo que hizo su Hijo, el Señor Jesús, en expiación de los pecados de los hombres, y tú también serás perdonado por virtud de la sangre de Jesucristo.

            Manasés cometió mucho pecado contra Dios y fue perdonado, pero no siguió en las mismas iniquidades. Ya quitó todas las imágenes de Jerusalén y los echó fuera. Restauró el culto del Dios vivo, y animó a su pueblo convertirse a Dios. La prueba del verdadero arrepentimiento está en el abandono del pecado, lo que no puede ser sin una conversión de corazón a Dios. Dijo el Señor Jesús, “Si no os volveréis, y fuereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”, Mateo 18.3.

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