Es trágico que el Espíritu Santo sea incomprendido y tergiversado. A la vez, probablemente Él es la persona de la Santa Trinidad de quien más se habla. Su nombre se asocia irreflexivamente con un sin número de prácticas y enseñanzas dudosas, muchas de las cuales parecen no corresponder a la santidad que le caracteriza.
En
el capítulo siguiente intentaremos llegar a algunas conclusiones bíblicas
acerca de la naturaleza del moderno movimiento carismático, pero primeramente
debemos dejar sentada una sólida base escrituraria para comprender la misión
que tiene el Espíritu hoy en día. El propio Señor Jesús establece esta base en
Juan capítulo 16, donde encontramos cuatro principios que gobiernan el
ministerio del Espíritu.
1.
El principio de glorificación
Dice el
Salvador, “El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os la hará saber”
(Juan 16:14). Observamos la gran meta de la obra del Espíritu no es la de
exaltarse a sí mismo sino al Hijo de Dios. El suyo es un ministerio honesto,
porque quita la atención de sí y la dirige hacia el Salvador. Lo encontramos
haciendo justamente esto en Hechos 5:29 al 32, cuando Pedro se refiere a sí
mismo como un testigo de la exaltación del Señor: “y nosotros somos testigos
suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo.”
Por
otro lado, Pablo afirma en 1 Corintios 12:3 que es imposible para los hombres
reconocer genuinamente el señorío de Cristo en sus vidas y lenguaje, salvo que
sea por mediación del Espíritu. Entonces, cuando observamos que las alusiones
específicas al Espíritu Santo disminuyen a medida que Hechos de los Apóstoles
avanza, estamos ante una evidencia del indecible éxito de la tarea del Espíritu
de presentar al Señor Jesús como el objeto de nuestra fe (Hechos 4:12, 28:31).
Más aun, el principio de glorificación provee una piedra de toque para toda la
enseñanza que oímos, porque cualquier sistema de doctrina que no exalte al
Señor Jesús no procede del Espíritu Santo. Esto debería preservarnos frente a
la inquietud moderna por el Espíritu mismo, o por los dones, más que por el
Dador de ellos. Tengamos presente que el Espíritu Santo siempre se deleita en
unirse al Padre para dirigir nuestra mirada hacia el Hijo (Mateo 3:16,17).
2.
El principio de armonía
Te
habrás dado cuenta que el Señor Jesús subrayó la absoluta fidelidad del
testimonio del Espíritu por tres veces al llamarle el Espíritu de Verdad (Juan
16:17, 15:26, 16:13). Como Él es verdad, así es en toda su extensión la Palabra
que Él inspira (2 Pedro 1:21, Juan 17:17).
Lógicamente
de esto se desprende que el Espíritu de Dios, tan íntimamente ligado a la
inspiración de las Escrituras, se caracterizará en sus actuaciones por un total
y completa armonía con las Escrituras. No puede contradecirse a sí mismo. Aquí
tenemos otra valiosa prueba para el creyente; el Espíritu nunca nos conducirá
contrariamente a lo que dice la Palabra. Pedir simplemente guía en lo
espiritual es demasiado fácil. Aun verdaderos cristianos pueden, por sus
propias inclinaciones, tergiversar el impulso divino, porque todavía poseemos
una vieja naturaleza y un corazón que es “engañoso ... más que todas las cosas”
(Jeremías 17:9).
Pero
también poseemos un modelo perfecto de verdad para contrastar nuestros
sentimientos y experiencias, y éste es la Palabra inspirada por el Espíritu,
infalible y objetiva. Partiendo de esto, podemos decir por ejemplo que el
Espíritu Santo nunca llevará a un creyente a enamorarse a una incrédula (2
Corintios 6:14), ni impulsará a una mujer cristiana a orar en viva voz en una
reunión (1 Corintios 14:3). Tales cosas pueden suceder, pero decimos
categóricamente que no son obras del Espíritu.
Cuán
imperiosamente necesitamos, pues, ser dirigidos y gobernados por la Palabra,
porque solamente así seremos conducidos conscientemente por el Espíritu en la
medida que conozcamos nuestra Biblia. ¡He aquí que no hay atajo para llegar a
la santidad! Los hombres que Dios usa son hombres inmersos en las Escrituras, y
esto exige dedicación. Para ser gente del Espíritu, hemos de ser gente del
Libro.
3.
El principio de la educación
“Él
os guiará a toda la verdad” (Juan 16:13) no es meramente la preautenticación
que el Señor nos da del Nuevo Testamento, sino anticipa a la actividad del
Espíritu como instructor en las cosas divinas. Como enseña Pablo, las verdades
divinas se pueden apreciar solamente por medio del Espíritu de Dios (1
Corintios 2:11 al 14). Mientras que la inspiración se refiere a su
superintendencia en cuanto a la estructura de la Biblia, la iluminación
describe su continuo ministerio para exponerla. La importancia de esto queda
expuesta en la observación del Salvador: “Os conviene que yo me vaya” (Juan
16:7). ¿Convenía que el Maestro, Guía y Consejero los dejara? Sí, porque
mandaría “otro Consolador” exactamente como Él mismo para estar con ellos para
siempre (Juan 14:16) y completar su educación espiritual.
En
Pentecostés aquel Consolador descendió y desde entonces reside permanentemente
en el corazón del creyente a partir del momento de su conversión. Así que, en
ese mismo instante somos nacidos, bautizados, habitados y sellados por el
Espíritu (Juan 3:5, 1 Corintios 12:13, 6:19, Efesios 1:13). Tengamos claro que
todo cristiano posee el Espíritu de Dios como residente, porque “si alguno no
tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él” (Romanos 8:9). Y, su deseo es
llevarnos a hacer “morir las obras de la carne” (Romanos 8:13) y a mostrar
notoriamente en nuestras vidas los frutos cristianos (Gálatas 5:22 al 24).
¡Estas
manifestaciones del Espíritu son más reveladoras y elocuentes que todos los
dones milagrosos y espectaculares como lenguas, interpretaciones y sanidades
que existen en el mundo!
4.
El principio de la aplicación
“Tomará
de lo mío y lo hará saber” (Juan 16:15). La historia del fiel siervo de Abraham
al buscar esposa para Isaac es una imagen deliciosa en este aspecto de la obra
del Espíritu. Del mismo modo que él se presentó a Rebeca con pruebas de la
riqueza y gloria de su futuro marido (Génesis 24:53), así el Espíritu Santo
toma las riquezas de Cristo Jesús y las hace reales para nosotros. No nos
maravillemos que Pablo lo llame “las arras de nuestra herencia” (Efesios 1:14).
¿Por
qué al reunirnos para recordar al Señor, como Él nos pidió, nuestros corazones
son conducidos hacia la grandeza de su persona y obra? ¿Por qué todos los
creyentes añoran y esperan ansiosamente el regreso del Salvador? ¿Por qué es la
Biblia un depósito inagotable de pasmosas verdades divinas? ¡Porque el Espíritu
de Dios está haciendo su obra! Como uno escribió, “el gran objetivo de todos
sus ministerios combinados es el de mantener al creyente satisfecho con
Cristo”. Si guardamos este pensamiento en la médula de nuestra doctrina acerca
del Espíritu Santo, no nos extraviaremos.
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