martes, 10 de julio de 2012

La Vida Digna Del Evangelio


Solamente que os comportéis como es digno del evangelio de Cristo,  para que o sea que vaya a veros,  o que esté ausente,  oiga de vosotros que estáis firmes en un mismo espíritu,  combatiendo unánimes por la fe del evangelio, y en nada intimidados por los que se oponen,  que para ellos ciertamente es indicio de perdición,  mas para vosotros de salvación;  y esto de Dios. Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo,  no sólo que creáis en él,  sino también que padezcáis por él, teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí,  y ahora oís que hay en mí. (Filipenses 1:27-30 RV 1909)

El apóstol había enfrentado un dilema; por un lado, el mayor afán de su vida consistía en co­nocer y servir mejor a Cristo; por el otro, el morir sería ganancia porque le introduciría en una esfera de más amplios horizontes y oportunida­des. El problema de saber cual de los dos elegir le había metido en cierta perplejidad e incertidumbre. Por fin, había llegado a la conclusión que probablemente aun no había llegado la hora de desarmar su carpa o levar su ancla, para partir a estar con Cristo; sino que era necesario quedar en el cuerpo todavía, permanecer en su puesto, manteniendo su testimonio por la causa del evan­gelio y sobrellevando la carga de las muchas igle­sias que dependían de su cuidado paternal. Para él sería infinitamente mejor ir a estar con Cristo, pero, comprendió que, para el bien de la obra que lo necesitaba, debía quedar con sus hermanos como compañero y ayudador, para estimular su progreso en el conocimiento de Dios y aumentar su gozo en él.
Por lo tanto él estaba seguro que iba a vol­ver a Filipos, y ya le parecía oír el gozo de los creyentes filipenses en el muelle de Neápolis que anhelosos habrían bajado para darle la bienveni­da en su llegada al puerto. Para que aquella ho­ra gozosa fuere sin sombra, sin nada que pudiere estorbar su mutua alegría, él les exhorta ahora que su "conversación" (manera de vivir) sea dig­na del evangelio de Cristo, de modo que, fuere él a verlos o quedarse detenido en otra parte, reciba siempre noticias buenas acerca de su constancia, unanimidad, denuedo y valor en sufrir.
A)    La palabra "conversación" es la tra­ducción de una palabra griega de la cual tenemos derivados los términos "policía", "política", etc., y que atañe a lo de la ciudad y a la vida ciuda­dana. El apóstol se refiere a los filipenses como "ciudadanos", primero de Roma, pero más bien de la Jerusalén Celestial, según dice más adelan­te en la epístola: "Nuestra conversación (ciuda­danía, V. M), es en los cielos" (Cap. 3:20). ¿No es esto verdad en cuanto a todos nosotros? Pode­mos estar orgullosos de nuestra ciudadanía terre­nal, pero más debemos gloriarnos pensando que somos súbditos de un Soberano sublime en los cielos, que prestamos obediencia a leyes celestia­les. Nosotros como los patriarcas deseamos "la patria mejor, es a saber, la celestial," y creemos que Dios nos ha "aparejado una ciudad" (Heb. 11:16). Confesamos que "somos peregrinos y advenedizos sobre la tierra", pues acogemos desde lejos la Ciudad celestial, la patria de los elegidos de Dios. (Heb. 11:13, 16).
      Esta palabra "conversación" con el uso ad­quirió un significado más amplio que el de ciuda­danía y vino a llevar la idea de la conducta o ma­nera de vivir que corresponde a todos los que por fe han llegado a ser hijos (ciudadanos) de la Jerusalén espiritual. Debemos vivir de una ma­nera condigna con nuestra alta vocación y profe­sión cristianas.
B)     "Que estéis firmes". Es relativamente fácil remontar el vuelo como águilas, correr sin fatigarse, y aún caminar sin desmayar, pero lo más difícil es quedar firmes. No retroceder, no ceder a la presión de las circunstancias, no aco­bardarse ante el enemigo, sino mantenerse en pie con toda calma, resolución y firmeza. Esta nota resuena por todos los escritos de Pablo. "Que podáis resistir en el día malo, y estar firmes, habiendo acabado todo", y reitera "Estad pues fir­mes" (Efes. 6:13,14.) Y otra vez en esta epísto­la le escuchamos exhortando a sus hermanos "Estad firmes en el Señor" (Cap. 4:1). Es evi­dente que él juzgaba la firmeza como de suprema importancia en la composición del carácter cris­tiano.
      Es bueno empezar, pero mejor es perseverar constante hasta el fin. Vale mucho la bravura del joven soldado que bien equipado sale a la ba­talla con las armas relucientes en la luz del día naciente, pero vale más si al atardecer se le en­cuentra todavía en la primera línea de defensa re­sistiendo siempre el continuado ataque del ene­migo. De Daniel se nos dice que "continuó" (Dan. 1:21), y es su mejor recomendación que durante muchos años nunca faltó en su lealtad a Dios ni cejó su fiel desempeño de las altas fun­ciones a su cargo. Los hombres que quedan firmes en su fidelidad a la verdad, en el cumplimien­to de su deber, en su tenencia del puesto que Dios en su providencia les ha encargado, son los que dejan más profunda mella en la vida contempo­ránea. Lo que el mundo necesita no es el mo­mentáneo fulgor del meteoro pasajero, sino el constante relucir de la estrella permanente. No importa que la recia tormenta te azote la cara, tratando de desalojarte de tu lugar, o que te pa­rezca que te han olvidado en tu solitario puesto de responsabilidad; siempre permanece firme: pue­de ser que sobre tu tenaz resistencia gire toda la situación, y que el éxito de la campaña dependa de tu firmeza en mantenerte sin vacilar. Si el Maestro te ha colocado como luz en el escalón de un sótano obscuro, no abandones nunca ese puesto por ser desagradable o solitario o de po­ca utilidad aparente. Ser hallado cumpliendo fiel­mente tu deber en el momento inesperado cuan­do las pisadas del Maestro se oyeren aproximarse, te será recompensa suficiente por los muchos años de paciente esperar.
C)    "En un mismo espíritu, unánimes, combatiendo juntamente por la fe del evangelio" (v.27). Aquí el apóstol toma la idea de los juegos antiguos en que ciertos competidores luchaban todos juntos contra los de otra ciudad o nación. Nos fortalecemos unos a otros cuando nos colo­camos hombro a hombro para pelear unidos. Los regimientos de hombres reclutados del mismo pueblo o provincia son los que mejores se desem­peñan en el frente de la batalla. Hay que tomar toda precaución que no surjan ningunas envidias ni desacuerdos, pues éstas más que nada, produ­cen la desunión que lleva irremisiblemente a la derrota completa
      Para citar la comparación hecha por el Se­ñor Jesús; las familias unidas influyen con fuerza irresistible, pero la casa dividida no puede perma­necer en pie. Así es en las alianzas, ligas, y par­tidos de la política humana; así es con el ejército, o en la administración de los asuntos del estado. Tan pronto se infiltren sospechas, celos, envi­dias; tan pronto los hombres se permitan activar por un espíritu faccioso o la intriga, al obrar los partidos en sus propios intereses y no para el común bien, ya empieza la parálisis, el fracaso.
      En la vida de la iglesia, no obstante, es necesario que cada uno conserve su individualidad. Cada piedra en los fundamentos de la Nueva Jerusalén debe despedir su propio destello de luz; ca­da estrella relucir con su propia gloria; cada rayo de luz en el espectro solar tiene que mantener su propio color para poder producir en conjunto la pura luz blanca. Así la gloria de la vida colectiva de la iglesia consiste en la actuación y la inter­vención de los diferentes temperamentos, gustos y caracteres de los miembros. En medio de toda la diversidad puede haber verdadera unidad, como mu­chas notas distintas se combinan para producir una magnífica armonía. Así la multitud de "Medos, Partos, Elamitas, Mesopotamianos, Cretenses y Árabes"— Judíos y Gentiles — se une en una sola iglesia de la cual se puede decir "todos los que creían estaban juntos... perseverando unánime cada día en el templo" (Hechos 2:44, 46). En todas nuestras actuaciones como miembros de distintas asambleas debemos amarnos sobre la ba­se de las verdades fundamentales, y no permitir disensiones o distanciamientos por causa de detalles insignificantes en que podamos disentir.
D)    "En nada intimidados de los que se oponen, que a ellos ciertamente es indicio de perdición, mas a vosotros de salud, y esto de Dios" (V. 28). La oposición incluía la maligni­dad enconada de los judíos que continuamente hostigaban al apóstol y procuraban destruir su obra, y el cruel odio de los gentiles, demostrando en los azotes y el encarcelamiento a que fueren sometidos Pablo y Silas diez años antes. La pala­bra original traducida "intimidados" sugiere el proceder de un caballo asustado que salta o corre locamente, y así expresa el espanto o pánico cie­go de uno que no quiere encarar el enemigo cre­yéndolo invencible.
      Ciertamente nuestros adversarios se jactan mucho pero, en efecto, poco consiguen. Se acer­can a nosotros como Goliat a David, con terribles amenazas de lo que están aparejando para arrui­narnos, pero cuando se dan cuenta que no cede­remos por nada, pronto retroceden como lo hacen las olas de la mar. Parece a veces que aquel imponente océano habrá de prevalecer al echar sus gigantescas olas sobre la playa, pero en un momento se acaba toda su furia cuando el agua se retira dejando sólo una masa de espuma. Así fue con la Armada Invencible española dirigida por el odio católico contra la protestante reina Isabel de Inglaterra. "He aquí los reyes de la tierra se reunieron; pasaron todos. Y viéndola ellos así, maravilláronse, se turbaron, diéronse prisa a huir. Tomóles allí temblor... con vien­to solano quiebras tú las naves de Tarsis". (Sal­mo 48:4-7).
      Al siervo de Dios le corresponde mostrar va­lor impávido, tal cual iluminó los rostros de los tres compañeros denodados que se negaron a pos­trarse delante de la estatua del rey; Daniel 3:18, tal cual inspiró a los apóstoles cuando advirtie­ron al Sanedrín su obligación de obedecer a Dios antes que a los hombres; tal cual fulguró en la actitud intransigente de Lutero contra el papado; tal cual se desplegó en las palabras de Latimer a su compañero de martirio Ridley — "Sé de buen ánimo hermano y pórtate varonil­mente, pues hoy por la gracia de Dios prendere­mos en Inglaterra una luz que espero jamás se apagará" — palabras que evidencian alta valen­tía que nunca deja de animar a los fieles márti­res de Jesús. Imposible es para la naturaleza humana, sí, pero por la fe podemos cobrar valor de Aquél que no sólo es el "Cordero como inmo­lado", pero también "el León de la tribu de Judá" (Apoc. 5:5.6).
E)   "A vosotros es concedido por Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que pa­dezcáis por él: teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís estar en mí" (vs. 29,30). ¡Cuán grande estímulo habrán aportado es­tas palabras a los creyentes filipenses! Comprendie­ron así que el apóstol los consideraba como com­pañeros de milicia en la misma guerra en que él por tantos años estaba empeñado. La firmeza y el triunfo de ellos en Filipos le animaría a él aho­ra a mantenerse firme, igual como su heroica resistencia en Roma infundía aliento y valor en esos hermanos de la colonia allende la mar. Él y ellos eran compañeros, combatientes juntos bajo las órdenes del mismo amado Jefe que dirigía to­da la batalla.
      El mismo pensamiento expresa el Señor Je­sús cuando dijo a los setenta que regresaban go­zosos de haber echado algunos demonios, "Yo veía a Satanás, como un rayo que caía del cielo" (Lucas 10:18). Les animó recordándoles que las victorias de ellos eran suyas también, y así hace con todos nosotros. Aquel muchacho en el dor­mitorio del colegio a quien los condiscípulos le tiran los zapatos porque él se pone a orar al lado de su cama; aquella joven en la fábrica que se aca­rrea los motes y las burlas de sus compañeras de trabajo porque lee su Nuevo Testamento en la hora de refacción; aquel obrero que sobrelleva el desprecio y escarnio de sus compañeros que le es­conden las herramientas y le burlan porque él ha osado reprender sus conversaciones sucias y blas­femas — todos ellos tienen parte en aquel mismo conflicto que siempre está trabado entre el cielo y el infierno.
Sabemos que en este conflicto el sufrimiento es inevitable pero entendemos que el sufrir por amor de Cristo es un honor: "Os es concedido por Cristo". A algunos les confiere dinero; a otros, erudición; a otros dones de elocuencia; mas a algunos (que bien pueden llamarse el círculo más íntimo) les otorga el privilegio de sufrir por él. Acepta, hermano, tu sufrimiento como un obsequio precioso de la mano de él y no temas creer que en todo y por todo tú estás cumpliendo "lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo que es la iglesia" (Col. 1:24). Así estás siendo admitido en el Getsemaní para velar con él, tu participación en su sufrimiento es preciada por él, e indudablemente ayudará en alguna ma­nera para apresurar el advenimiento de su Reino.

Contendor Por la Fe, N. 49-50, 1966

No hay comentarios:

Publicar un comentario