lunes, 2 de mayo de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte V)

(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).  (Continuación)


2. LA OFRENDA VEGETAL (Levítico 2; 6:14-23)


Bajo la acción del fuego
"Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padeci­miento" (Isaías 53:10). ¿Qué significan esas palabras? ¿Por qué Dios quiso quebrantarlo? Estas son las pro­fundidades inescrutables del misterio divino: Dios ha dado a su Hijo unigénito. Pero, además, Cristo debía ser manifestado perfecto en el sufrimiento. Si durante su infancia, completamente sumiso, durante su ministe­rio, lleno de compasión, no hubiera encontrado sufri­miento ni oposición, habríamos podido decir: «Es muy fácil ser perfecto cuando todo va bien». Lo sabemos por experiencia: vivir con personas comprensivas y agradables, facilita mucho las cosas; pero tener que encontrarse día tras día con personas desagradables, pone a prueba al cristiano más consagrado.
La ofrenda vegetal debía, pues, ser sometida a la acción del fuego, y eso de tres maneras: en horno, sobre la sartén, y en cazuela.
El horno nos habla de los sufrimientos secretos que padeció el Señor Jesús en su vida. ¡Qué no sintió a la vista del mal, de la muerte! Lloró. "Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experi­mentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos" (Isaías 53:3).
¿Nos damos cuenta de lo que debió sentir el Señor cuando fue rechazado por su pueblo? Cuando sacrifica­mos parte de nuestro tiempo —que empleamos para nuestras actividades personales —, a fin de poder visitar a un enfermo y llevarle un simple regalo, ¿cuál sería nuestra reacción si rehusara recibirnos diciendo: « ¡Ese visitante no me gusta!»? ¡A cuánto más renunció el Señor de gloria para venir a los suyos, y qué bendición infinitamente mayor traía! "A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron" (Juan 1:11). Son los sufrimientos del amor desconocido: "Pelearon contra mí sin causa, en pago de mi amor me han sido adversarios" (Salmo 109:3-4).
Y ¿qué decir de la incomprensión de sus discípu­los? "Comenzó" a hablarles de su muerte; después, en el camino, intentó de nuevo enseñarles a ese respecto; subiendo a Jerusalén, les habló una última vez por el camino de lo que le esperaba, pero ellos no compren­dían (Marcos 8:31; 9:30-31; 10:33). En Getsemaní, tomó a los tres discípulos más íntimos —a los que habían visto su gloria, y asistido a la resurrección de la hija de Jairo— y les pidió que velaran una hora con él, pero se durmieron, y con voz triste debió decirles: "¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?" (Mateo 26:40). Su corazón, sin encontrar respuesta, se cerraba dolorosamente sobre sí mismo (Salmo 102). Como tam­bién testifica el Salmo, sintió profundamente la traición de Judas (Salmo 41:9; 55:13). Vemos en el evangelio de Lucas 22:61 la pena que sintió cuando Pedro le negó: La mirada que le dirigió, mientras recordaba al discí­pulo el inalterable amor de su Maestro, dijo todo lo que tenía que decir sobre el sufrimiento de éste.
Como hombre experimentó dolorosamente la cor­tadura de la muerte en medio de su vida: "Él debilitó mi fuerza en el camino; Acortó mis días. Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días" (Salmo 102:23-24). "Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?" (Juan 12:27). Y también en Getsemaní, cuando "en agonía, oraba más intensa­mente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra", oraba "diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa" (Lucas 22:42-44).
La sartén nos habla de las pruebas públicas que el Señor conoció. Lo vemos como hombre cansado, sen­tado sobre el pozo de Sicar, o durmiendo en la barca, a pesar de la tempestad. De vuelta a casa, agobiado de trabajo, con sus discípulos "ni aun podían comer pan" (Marcos 3:20), pues la multitud de nuevo se reunía. Pero todavía más; durante todo su largo camino, sufrió la "contradicción de pecadores contra sí mismo" (Hebreos 12:3), la enemistad de los fariseos quienes llegaron hasta a injuriarlo, diciendo: "Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios" (Mateo 9:34). Luego le dieron golpes y le escupieron en la cara; lo azotaron y lo crucificaron.
La ofrenda cocida en la cazuela (quizá corresponde al holocausto de aves) parece presentar una comprensión más imprecisa y menos clara de los sufri­mientos de Cristo, pues penetramos menos en esa esfera, aunque algunos más que otros.
Sea cual fuere la ofrenda presentada sobre el altar, se la hacía "arder... para memorial"; y era siempre "ofrenda encendida de olor grato a Jehová" (Levítico 2:2, 9). Dios aprecia todo lo que es de su Hijo; por más débil que fuere la comprensión que tenga el adorador, la ofrenda, sin embargo, conserva todo su valor, a tra­vés de todo lo que habla de Él.

La parte de Dios en la ofrenda
"Tomará el sacerdote su puño lleno de la flor de harina y del aceite, con todo el incienso" (Levítico 2:2). Durante toda su vida, Cristo era una ofrenda a Dios. Adán, en su inocencia, había gozado de los favo­res de Dios. Le daba o debería haberle dado gracias, pero en sí mismo él no era una ofrenda a Dios. Precisa­mente, la esencia de la vida de Cristo era una ofrenda a Dios, santo, separado de todo lo que lo rodeaba, consa­grado a Dios, viviendo en el poder del Espíritu.
Todo lo que quedaba era para ellos. Podían nutrirse de esta perfecta ofrenda, pero debían hacerlo en un lugar santo, aparte de los pensamientos y de los ruidos del mundo, siempre recordando que "es cosa santísima" (v. 3, 10).
Estar ocupado en Cristo nos santifica y transforma a su imagen. Todo alimento forma el ser interior; asi­milado en nosotros, marca la entera personalidad. Hemos encontrado hombres o mujeres en los cuales se ve a primera vista que viven en la inmundicia; al nutrirse y encontrar la satisfacción de su ser interior, poco a poco su aspecto, su cara, su actitud se van caracterizando de ello. ¿No puede ocurrir lo mismo con el cristiano? Cristo está en su corazón, ¿no manifestará el gozo y la paz sobre su rostro? "Mirando a cara des­cubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen" (2 Corintios 3:18); no sólo la gloria del Señor en el cielo, sino ante todo la gloria moral que brilló durante su vida en la tierra. No se trata de observar reglas y ordenanzas, sino de ser "transformados por medio de la renovación de nuestro entendimiento" (Romanos 12:2; Efesios 4:23): una obra interior producida por el ali­mento que tomamos, bajo la acción del Espíritu que toma de lo que es de Cristo y nos lo comunica.
En el desierto, cada mañana, el pueblo recogía el maná: Representaba a Cristo, el pan vivo descendido del cielo, alimento de su pueblo en el camino, para su estímulo y su fuerza. En el santuario, los sacerdotes se alimentaban de la ofrenda vegetal, perfecciones de la vida de Cristo, con el fin de ser hechos capaces de ejer­cer su servicio para Dios.
El mismo sumo sacerdote debía continuamente presentar, a la mañana y a la tarde, una ofrenda vegetal particular, totalmente quemada sobre el altar: todo su servicio estaba como impregnado por la perfección de Cristo, señalado con su sello (Levítico 6:17-23).

La levadura y la miel
Ambas estaban excluidas de la ofrenda vegetal.
La levadura nos habla de la hinchazón de la importancia personal, del orgullo, de la hipocresía que quiere aparentar lo que no es. Es el mal que levanta la masa a la cual corrompe. No había ninguna levadura en Cristo, pero él podía desenmascarar la de los fariseos y la de los saduceos. Ninguna levadura debía formar parte del memorial de la ofrenda ofrecida sobre el altar. Pero incluso lo que los sacerdotes comían, no debía ser cocido con levadura (Levítico 6:17). ¡Con qué facilidad se mezcla la importancia personal en nuestra aprecia­ción de la vida perfecta de Cristo: creer que sabemos más que otros, o el peligro de parafrasear, de decir más de lo que sentimos, de repetir cosas que hemos leído pero no asimilado!
La miel nos habla de los afectos naturales, de los sentimientos amables del hombre que pueden existir sin la vida de Dios. Tales sentimientos santificados por la gracia son deseables, incluso necesarios entre noso­tros, pero no forman parte del sacrificio; el sentimenta­lismo en particular debe ser excluido de la adoración; y en el servicio para el Señor, motivos mezclados (como, por ejemplo, el deseo de encontrarse con éste o con aquélla) no tienen nada que hacer en él. Todo aquello que ocupa su debido lugar en la vida privada, nada tiene que hacer en el santuario.

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