(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a
éste crucificado" (1 Corintios 2:2). (Continuación)
2. LA OFRENDA VEGETAL (Levítico 2; 6:14-23)
Bajo la acción del fuego
"Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento"
(Isaías 53:10). ¿Qué significan esas palabras? ¿Por qué Dios quiso
quebrantarlo? Estas son las profundidades inescrutables del misterio divino:
Dios ha dado a su Hijo unigénito. Pero, además, Cristo debía ser manifestado
perfecto en el sufrimiento. Si durante su infancia, completamente sumiso,
durante su ministerio, lleno de compasión, no hubiera encontrado sufrimiento
ni oposición, habríamos podido decir: «Es muy fácil ser perfecto cuando todo va
bien». Lo sabemos por experiencia: vivir con personas comprensivas y
agradables, facilita mucho las cosas; pero tener que encontrarse día tras día con
personas desagradables, pone a prueba al cristiano más consagrado.
La ofrenda vegetal debía, pues, ser sometida a la acción del fuego, y
eso de tres maneras: en horno, sobre la sartén, y en cazuela.
El horno nos habla de los sufrimientos secretos que padeció el Señor
Jesús en su vida. ¡Qué no sintió a la vista del mal, de la muerte! Lloró.
"Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado
en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo
estimamos" (Isaías 53:3).
¿Nos damos cuenta de lo que debió sentir el Señor cuando fue rechazado
por su pueblo? Cuando sacrificamos parte de nuestro tiempo —que empleamos para
nuestras actividades personales —, a fin de poder visitar a un enfermo y
llevarle un simple regalo, ¿cuál sería nuestra reacción si rehusara recibirnos
diciendo: « ¡Ese visitante no me gusta!»? ¡A cuánto más renunció el Señor de
gloria para venir a los suyos, y qué bendición infinitamente mayor traía!
"A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron" (Juan 1:11). Son los
sufrimientos del amor desconocido: "Pelearon contra mí sin causa, en pago
de mi amor me han sido adversarios" (Salmo 109:3-4).
Y ¿qué decir de la incomprensión de sus discípulos? "Comenzó"
a hablarles de su muerte; después, en el camino, intentó de nuevo enseñarles a
ese respecto; subiendo a Jerusalén, les habló una última vez por el camino de
lo que le esperaba, pero ellos no comprendían (Marcos 8:31; 9:30-31; 10:33).
En Getsemaní, tomó a los tres discípulos más íntimos —a los que habían visto su
gloria, y asistido a la resurrección de la hija de Jairo— y les pidió que
velaran una hora con él, pero se durmieron, y con voz triste debió decirles:
"¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?" (Mateo 26:40). Su
corazón, sin encontrar respuesta, se cerraba dolorosamente sobre sí mismo
(Salmo 102). Como también testifica el Salmo, sintió profundamente la traición
de Judas (Salmo 41:9; 55:13). Vemos en el evangelio de Lucas 22:61 la pena que
sintió cuando Pedro le negó: La mirada que le dirigió, mientras recordaba al
discípulo el inalterable amor de su Maestro, dijo todo lo que tenía que decir
sobre el sufrimiento de éste.
Como hombre experimentó dolorosamente la cortadura de la muerte en
medio de su vida: "Él debilitó mi fuerza en el camino; Acortó mis días.
Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días" (Salmo 102:23-24).
"Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta
hora?" (Juan 12:27). Y también en Getsemaní, cuando "en agonía, oraba
más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta
la tierra", oraba "diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta
copa" (Lucas 22:42-44).
La sartén nos habla de las pruebas públicas que el Señor conoció. Lo
vemos como hombre cansado, sentado sobre el pozo de Sicar, o durmiendo en la
barca, a pesar de la tempestad. De vuelta a casa, agobiado de trabajo, con sus
discípulos "ni aun podían comer pan" (Marcos 3:20), pues la multitud
de nuevo se reunía. Pero todavía más; durante todo su largo camino, sufrió la
"contradicción de pecadores contra sí mismo" (Hebreos 12:3), la
enemistad de los fariseos quienes llegaron hasta a injuriarlo, diciendo:
"Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios" (Mateo
9:34). Luego le dieron golpes y le escupieron en la cara; lo azotaron y lo
crucificaron.
La ofrenda cocida en la cazuela (quizá corresponde al holocausto de
aves) parece presentar una comprensión más imprecisa y menos clara de los sufrimientos
de Cristo, pues penetramos menos en esa esfera, aunque algunos más que otros.
Sea cual fuere la ofrenda presentada sobre el altar, se la hacía
"arder... para memorial"; y era siempre "ofrenda encendida de
olor grato a Jehová" (Levítico 2:2, 9). Dios aprecia todo lo que es de su
Hijo; por más débil que fuere la comprensión que tenga el adorador, la ofrenda,
sin embargo, conserva todo su valor, a través de todo lo que habla de Él.
La parte de Dios en la ofrenda
"Tomará el sacerdote su puño lleno de la flor de harina y del
aceite, con todo el incienso" (Levítico 2:2). Durante toda su vida, Cristo
era una ofrenda a Dios. Adán, en su inocencia, había gozado de los favores de
Dios. Le daba o debería haberle dado gracias, pero en sí mismo él no era una
ofrenda a Dios. Precisamente, la esencia de la vida de Cristo era una ofrenda
a Dios, santo, separado de todo lo que lo rodeaba, consagrado a Dios, viviendo
en el poder del Espíritu.
Todo lo que quedaba era para ellos. Podían nutrirse de esta perfecta
ofrenda, pero debían hacerlo en un lugar santo, aparte de los pensamientos y de
los ruidos del mundo, siempre recordando que "es cosa santísima" (v.
3, 10).
Estar ocupado en
Cristo nos santifica y transforma a su imagen. Todo alimento forma el ser
interior; asimilado en nosotros, marca la entera personalidad. Hemos
encontrado hombres o mujeres en los cuales se ve a primera vista que viven en
la inmundicia; al nutrirse y encontrar la satisfacción de su ser interior, poco
a poco su aspecto, su cara, su actitud se van caracterizando de ello. ¿No puede
ocurrir lo mismo con el cristiano? Cristo está en su corazón, ¿no manifestará
el gozo y la paz sobre su rostro? "Mirando a cara descubierta como en un
espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma
imagen" (2 Corintios 3:18); no sólo la gloria del Señor en el cielo, sino
ante todo la gloria moral que brilló durante su vida en la tierra. No se trata
de observar reglas y ordenanzas, sino de ser "transformados por medio de
la renovación de nuestro entendimiento" (Romanos 12:2; Efesios 4:23): una
obra interior producida por el alimento que tomamos, bajo la acción del
Espíritu que toma de lo que es de Cristo y nos lo comunica.
En el desierto, cada mañana, el pueblo recogía el maná: Representaba a
Cristo, el pan vivo descendido del cielo, alimento de su pueblo en el camino,
para su estímulo y su fuerza. En el santuario, los sacerdotes se alimentaban de
la ofrenda vegetal, perfecciones de la vida de Cristo, con el fin de ser hechos
capaces de ejercer su servicio para Dios.
El mismo sumo sacerdote debía continuamente presentar, a la mañana y a
la tarde, una ofrenda vegetal particular, totalmente quemada sobre el altar:
todo su servicio estaba como impregnado por la perfección de Cristo, señalado
con su sello (Levítico 6:17-23).
La levadura y la miel
Ambas estaban excluidas de la ofrenda vegetal.
La levadura nos
habla de la hinchazón de la importancia personal, del orgullo, de la hipocresía
que quiere aparentar lo que no es. Es el mal que levanta la masa a la cual
corrompe. No había ninguna levadura en Cristo, pero él podía desenmascarar la
de los fariseos y la de los saduceos. Ninguna levadura debía formar parte del
memorial de la ofrenda ofrecida sobre el altar. Pero incluso lo que los
sacerdotes comían, no debía ser cocido con levadura (Levítico 6:17). ¡Con qué
facilidad se mezcla la importancia personal en nuestra apreciación de la vida
perfecta de Cristo: creer que sabemos más que otros, o el peligro de
parafrasear, de decir más de lo que sentimos, de repetir cosas que hemos leído
pero no asimilado!
La miel nos habla de los afectos naturales, de los sentimientos amables
del hombre que pueden existir sin la vida de Dios. Tales sentimientos
santificados por la gracia son deseables, incluso necesarios entre nosotros,
pero no forman parte del sacrificio; el sentimentalismo en particular debe ser
excluido de la adoración; y en el servicio para el Señor, motivos mezclados
(como, por ejemplo, el deseo de encontrarse con éste o con aquélla) no tienen
nada que hacer en él. Todo aquello que ocupa su debido lugar en la vida
privada, nada tiene que hacer en el santuario.
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