martes, 12 de marzo de 2019

¿Deberá Jesús llevar su cruz?




¿Deberá Jesús llevar su cruz
Y verlo el mundo así?
No, hay cruces para cada quien,
Cual una para mí.


Los santos que hoy gozando están
Aquí sufrir los vi,
Mas hoy sin llanto gustan ya
Eterno amor, sin fin.

Paciente llevaré mi cruz,
Pues me hace mucho bien;
Imitaré al Señor Jesús
Quien la cargó también.
 
Mi cruz con calma llevaré
Hasta que llegue al fin;
Después corona portaré,
Pues una es para mí.

Thomas Shepherd (1665-1739)

Extractos

Es curioso ver que las personas reaccionan a la enfermedad física de dos maneras opuestas. Algunos reaccionan usándola como un medio de la gracia. David dijo: “Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; más ahora guardo tu palabra” (Sal 119:67). Mientras David estuvo enfermo, tuvo tiempo para reflexionar, orar y esperar en Dios, y usó su aflicción como un medio de la gracia. Otro, en cuanto se ven afectados por aflicciones físicas, tiran la toalla.
         Algunas personas saben cómo utilizar la aflicción física. David dijo: “Antes de enfermar, me descarrié, fui descuidado. Cuando enfermé, tuve tiempo de reflexionar y hacer las paces con Dios”. En cualquier caso, los problemas económicos o las aflicciones físicas son peligros, pero este breve versículo me ha consolado: “Si fueres flojo en el día de trabajo, tu fuerza será reducida (Pr. 24:10). No promete nada; simplemente hace una afirmación poco halagüeña sobre un hombre, y sin embargo este versículo reconforta.
Los Peligros de la fe superficial, A.W. Tozer, Pag 138-19

LA OBRA DE CRISTO

EN EL PASADO, EN EL PRESENTE Y EN EL PORVENIR


El Verbo de Dios revela que todas las cosas fueron creadas por el Hijo de Dios y para el Hijo de Dios. “Todas las cosas por él fueron hechas; y sin él nada de lo que es hecho, fue hecho” Jn.1.3; “Por­que por él fueron creadas todas las cosas que están en los cielos, y que están en la tierra, visibles e invi­sibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por él y para él” Col. 1.16. Al sobrevenir la ruina de esta creación perfecta por la aparición del pecado, al caer el hom­bre arrastrando consigo a la entera creación a un precipicio de corrupción, la obra de redención desde ese momento se hizo imperativa. Ninguna de las cria­turas de Dios podía ni era capaz de realizarla. Sólo el Hijo de Dios, el Creador mismo, podía emprender esta magnífica obra y finalizarla, alcanzando las alabanzas y la gloria de Dios Padre; y para hacer esta gran obra tuvo el Hijo de Dios que aparecer en la tierra a imagen nuestra.



El Triple Aspecto de su Obra


Esta obra del Hijo de Dios tiene un aspecto triple: su obra del pasado, su obra del presente y tras del presente su obra del porvenir. Su obra y su misión terminará cuando entregue el reino al Dios Padre para que Dios sea todo en todos, 1 Co. 15.24-28. Este triple aspecto de su obra corresponde a su triple misión como profeta, sacerdote y rey. Para la iglesia tiene especial significación. En Efesios 5.25-27, se hace referencia a ello. Cristo amó a la Iglesia y se sacrificó por ella; esto significa su obra PASADA. Desde entonces ha estado Cristo santificando la Igle­sia por el lavamiento de las aguas por el Verbo y en el PORVENIR se la donará a sí mismo, una Igle­sia gloriosa. Por virtud de esta triple obra de nuestro Señor los creyentes se salvan, han sido salvados y seguirán aun salvándose. Esta triple obra fue tam­bién significativa para el pueblo de Israel. “Jesús había de morir por la nación” Jn. 11.51. Hoy, en la edad presente, sus siervos en ¡atierra no están deja­dos de la mano del Maestro; a El se debe la milagrosa preservación de cada uno de ellos sobre la tierra y la prolongación de su existencia individual. Luego, en el porvenir, cuando El venga como el Redentor a reclamar la posesión adquirida con su preciosa sangre derramada en la cruz, apartará la impiedad de Jacob. Y a esto pudiéramos también agregar la relación de su obra con la creación misma, con las naciones de la tierra y con Satanás y su reino.
Estas breves reflexiones demuestran la impor­tancia de hacer distinción entre este tiple aspecto de la obra de Cristo. El cristiano que lo desconozca ha de tener forzosamente una concepción errada de la verdad. Es incapaz de comprender el Verbo de Dios, y en su práctica cristiana ha de encontrarse perplejo y desconsolado. Tal ¡por desgracia! es la condición presente de una infinidad que profesan ser cristianos; muchos de ellos ignoran el significado de la obra que Cristo consumó en el Calvario, y debido a esta misma ignorancia están continuamente tratando de hacer lo que ya Dios ha hecho por ellos. Y cuantísimos más hay que no alcanzan a comprender su posición con respecto a Cristo, y no conciben la obra sacerdotal del Mesías, sino de una manera vaga e indefinida, Esta confusión se acentúa todavía más en lo que toca a su obra futura como Rey, y de ahí que nuestro tema sea de suma importancia. Pero aun a aquellos sier­vos del Señor que hayan penetrado algo estas verda­des es menester recordárselas de continuo, y nece­sitan adquirir esta mayor concepción de la vida por el poder espiritual.
(continuará)
Contendor por la fe, 1940, N.º 8 y10
                                                                   A. C. Gaebelein

LOS VERDADEROS ADORADORES

“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23).



Estas palabras del Señor Jesús nos recuerdan que Dios quiere salvar a los pecadores y hacerlos adoradores. Desea que comprendan lo que hizo de ellos, así como también lo que espera de ellos. “Como a sensatos os hablo”, dijo el apóstol Pablo (1 Corintios 10:15).
Nos proponemos buscar en la Biblia la respuesta a las siguientes preguntas:

¿Por qué adorar?
¿Quién debe ser adorado?
¿Quiénes son los que adoran?
¿Dónde, cuándo y cómo conviene adorar?

¿Por qué adorar?
El principio de la mayoría de las religiones consiste en cumplir obras y ceremonias para apaciguar a Dios y satisfacer su justicia. Los paganos traen sus ofrendas a los ídolos para que éstos les sean favorables y los protejan del mal que les pudiera sobrevenir.
Pero nosotros, los cristianos, no adoramos a Dios el Padre y a su Hijo Jesucristo movidos por tales cosas. No alabamos para ser salvos, protegidos o liberados, sino porque lo somos. No podemos hacer nada por nosotros mismos para nuestra salvación: ni amar a Dios, ni agradarle, ni obedecerle. Fue Él quien lo hizo todo, dándonos un Salvador.
La adoración a Dios es simplemente la expresión de nuestro agradecimiento y la ocasión de glorificar su grandeza.
Volvamos a considerar la diferencia fundamental que hay entre la verdadera alabanza y la religión de los hombres. El hombre quiere hacer algo y aportar alguna cosa; piensa así que Dios se lo agradecerá perdonándole y ocupándose en él. Nosotros, los creyentes, comprendemos que Dios nos dio todo por amor. Simplemente nos conviene alabarle, reconociendo lo que es y lo que hizo. El amor que expresamos en la alabanza es la adecuada respuesta al Suyo: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).
En la cristiandad, pocos son los hijos de Dios que han comprendido bien este deber y privilegio. Un ejemplo del evangelio nos hace tomar conciencia de él. Lucas 17:11-19 nos muestra al Señor Jesús sanando a diez leprosos. De ellos, uno solo —un samaritano— vuelve para agradecerle. “Y los nueve ¿dónde están?” dice el Señor. Es como si a cada uno de aquellos a quienes ha “limpiado” —es decir, a quienes ha lavado sus pecados— le preguntara con tristeza: «¿Por qué no estás tú presente a la cita fijada para decirme gracias y dar gloria a Dios?»

¿Quién debe ser adorado?
Antes de la venida de Cristo a la tierra, los creyentes, como Abraham, adoraban ya a Dios. Él se había revelado a ellos como el “Todopoderoso” (Génesis 17:1) y como el “Altísimo” (Génesis 14:22); le adoraban como tal. Más tarde, los israelitas alabaron a “Jehová”, pero no conocían a Dios como “Padre”.
Después de su muerte y resurrección, el Señor anuncia a sus discípulos, por medio de María Magdalena, que se han establecido nuevas relaciones: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Este maravilloso mensaje afirma que, en adelante, los creyentes son introducidos en la misma relación que el Señor Jesús tiene con el Padre. “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11).
Como consecuencia de la ascensión del Señor Jesús al cielo —donde está sentado a la diestra de Dios— el Espíritu Santo es dado a los creyentes. Él nos une a Cristo y nos introduce en la dulce relación de hijos. Ahora podemos llamar a Dios «nuestro Padre». Hemos “recibido el Espíritu de adopción por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15).
Si consideramos lo que éramos en otro tiempo y lo que Dios, en su amor, hizo por nosotros, nuestros corazones se llenarán de agradecimiento hacia él. “Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34).
Pero también adoramos al Señor Jesucristo. Apocalipsis 4 y 5 nos muestra una escena futura que tendrá lugar en el cielo tras el arrebatamiento de la Iglesia. En el centro hay un trono; en medio de ese trono, un “Cordero como inmolado”; alrededor del trono, una inmensa multitud de seres celestiales. Allí vemos a veinticuatro ancianos, los cuales representan a todos los creyentes. Éstos echan sus coronas delante del trono, se postran y cantan un nuevo cántico: “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes” (5:9-10). Este Cordero es el Señor Jesucristo. De todos los pueblos de la tierra habrá rescatado almas preciosas. Todas ellas estarán allí, alrededor del trono, cantando en la misma lengua el mismo cántico. Recordarán la misma historia y alabarán a la misma Persona.
¿Se encontrará usted allí? ¿Formará parte de esa inmensa multitud de criaturas felices? No espere hasta estar en el cielo y ver al Cordero para alabarle. Ahora mismo está usted invitado a adorar al Padre y al Hijo.

¿Quién puede adorar?
Al principio del libro del Éxodo, el pueblo de Israel se encontraba esclavo en Egipto; al final de éste, pasó a ser adorador en el desierto. Construyó el tabernáculo donde Dios deseaba habitar. Allí, por intermedio de los sacerdotes, el pueblo podía acercarse a Él para adorarle.
¿Qué ocurrió, pues, entre ambas situaciones? Algo extraordinario: la redención —o rescate—, de la cual nos habla en figura la Pascua y la travesía del mar Rojo.
Por consiguiente, esto nos enseña cuáles son las condiciones necesarias para llevar a un esclavo de Satanás a la posición de adorador: Debe ser rescatado. Dios puede ser adorado únicamente por aquellos que son salvos. Muchas personas se dicen cristianos, frecuentan las «iglesias»; pero si ellas no han recibido al Señor Jesús como su Salvador, Dios no puede aceptar esa clase de culto.
Ahora surge otra pregunta: ¿Pueden ser adoradores todos los rescatados? Sí. Para confirmarlo, ¿sabe usted a quién habló el Señor Jesús por primera vez sobre la adoración? No fue a los discípulos, ni a Nicodemo, maestro de Israel, sino a una pobre mujer que vivía en inmoralidad, a una samaritana (Juan 4:23). Tan pronto como ella aprendió a conocer a su Salvador —al Salvador del mundo— vino a formar parte de aquellos que pueden adorar al Padre. Así, pues, todos los rescatados —hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sean de la raza que fueren— tienen el derecho y el gozo de adorar al Padre.
Sin embargo, nunca olvidemos que Dios es santo. Si un cristiano se deja sorprender por el mal y no lo juzga o se deja seducir por doctrinas que contradicen la Biblia, Dios jamás acepta el culto que tal persona pretende rendirle.
          Antes de hablarle de adoración a la mujer samaritana, Jesús le hizo ver su estado de inmoralidad. Para poder adorar al Padre, era necesario que ella cambiara de vida. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).

LAS MANIFESTACIONES DE LA VIDA DE CRISTO


¡Qué bello testimonio ofrece el apóstol Pablo a los tesalonicenses en este capítulo! Oraba sin cesar por ellos en vista de sus combates contra Satanás, intercediendo para que Dios obre en sus corazones y los sostenga frente a los asaltos del Enemigo. Por otro lado, el apóstol también daba siempre gracias a Dios por ellos, pues su estado suponía para él una fuente de gozo ante Dios.

Notemos que los tesalonicenses, en medio de sus aflicciones, estaban en comunión con el apóstol y con el Señor, lo que, de hecho, los llenaba de gozo (v. 6-7). Jamás hay avivamiento religioso sin persecución. Satanás querría ante todo que los cristianos permanezcan tranquilos y vivan conformándose al mundo. En medio de este mundo —el reino de Satanás— cada vez que sus corazones reclamen los derechos de Cristo, el diablo empleará todos los medios que tenga a su alcance para oponerse. En efecto, ha suscitado toda la oposición contra Cristo. No obstante, desde el momento en que nos hacemos imitadores del Señor, tenemos el gozo del Espíritu Santo en medio de las persecuciones. El resultado de estas últimas es poner al descubierto a la carne allí donde se encuentra. Dios se sirve de la oposición de Satanás para manifestar lo que hay en el corazón del hombre. Por la misma persecución del mundo, y sin saberlo él, la fidelidad de los cristianos tiene el efecto de que éste se vuelve predicador del Evangelio. Al censurar los principios, la conducta y las esperanzas del cristiano, el mundo —sin quererlo— da así testimonio público de las verdades cristianas.
Volvamos al motivo de las acciones de gracias del apóstol. En el versículo 3 encontramos varias expresiones sobresalientes. Las palabras “delante del Dios y Padre” muestran que todo lo que los tesalonicenses hacían provenía de la verdadera fuente del bien. Se dice: “la obra de vuestra fe”. Hay obras cristianas que, hechas en la luz y cumplidas como testimonio a Cristo, glorifican a Dios ante los hombres (Mateo 5:16). Otras, en cambio, aunque iniciadas con Él se llevan adelante fuera de sus ojos; por consiguiente, no le glorifican. La fe, el amor y la esperanza constituían la base de la obra, del trabajo y de la paciencia de los tesalonicenses. En la iglesia de Éfeso también vemos las obras, el trabajo y la paciencia; pero el primer amor se había extinguido (Apocalipsis 2:2, 4). El agua aún corría, pero la fuente ya no manaba.
Una obra de fe surge únicamente de las relaciones del alma con Cristo, sin tener en cuenta las dificultades ni los resultados, sino la sola voluntad de Dios. El trabajo debe ser el fruto del amor; de lo contrario, sería una labor mercenaria. No tiene valor si no es hecho por amor, porque es la expresión del amor de Dios. La paciencia en éste será necesaria, a causa de las dificultades y de la oposición que encontraremos. Esta paciencia debe ser la de la esperanza. El trabajo engendra trabajo. La paciencia cristiana no es una dejadez, sino una fuerza en vista de la esperanza de la gloria, en medio del desprecio y del rechazo del mundo. Nada puede desalentarla: el objeto de la fe es siempre el mismo; el amor de Cristo no cambia; la gloria que nos es prometida es inmutable.
Las verdades que habían introducido a los tesalonicenses en esta vida de actividad y comunión, nos son recordadas en los versículos 9 y 10. Se habían vuelto de los ídolos, no a otros ídolos, sino a Dios. Todo lo que aparta nuestro corazón de Dios es un ídolo. El avaro es un idólatra del dinero, como el glotón hace su dios del vientre. También es idolatría el hecho de apoyarse en el dinero para ser feliz. Sólo el poder del Espíritu Santo puede hacernos volver de los ídolos a Dios. Cuando Dios toma posesión del corazón, los ídolos desaparecen. Pero esto no se logra sin combate. Es menester que Dios sea nuestro único objetivo. El camino puede ser recorrido con más o menos rapidez, pero lo capital es que Dios sea nuestra meta. Supongamos el caso de dos personas: Una de ellas está a diez kilómetros de una ciudad, adonde se dirige; la otra se encuentra a tan sólo un kilómetro, pero camina en dirección contraria. ¿Cuál de las dos llegará primero? En realidad, la segunda no llegará jamás.
Desde su conversión, los tesalonicenses esperaban a que el Señor Jesús viniera del cielo. Su venida era el momento aguardado para su liberación y gozo. Siempre se desea la presencia del ser amado. Para esperar al Señor con gozo, es necesario que estemos seguros de que él viene para tomarnos consigo. Ya no hay juicio ni ira venidera para nosotros. El cristiano no mantiene con el Señor una relación vaga, sino una comunión personal. Cristo es conocido por él como amigo y Salvador. Creyendo en él, estamos de su lado en este mundo. Hay que elegir entre ser del primer Adán o del Segundo (Cristo). Si estamos vinculados al segundo Adán, entonces conocemos nuestra suerte. Sabemos que el primer Adán nos privó del paraíso terrestre; pero el Segundo nos ha dado el cielo. Toda la vida de los tesalonicenses fue la manifestación de su comunión con Cristo.
Creced 1995 - N.º 1

GEDEÓN, EL LIBERTADOR(3)

La preparación del hombre, Jueces 6.25 al 40



       


El llamamiento ya establecido, no tardó la orden a comenzar su labor: “aconteció la misma noche”, 6.25.


    Hay asuntos que no requieren una espera; mejor, que no la permiten. Así, viene a Gedeón la instrucción: “Derriba el altar de Baal que tu padre tiene, y corta también la imagen de Asera que está junto a él”. Esta exigencia está acompañada de otro requisito, el cual es un complemento natural al primero: “Edifica un altar a Jehová tu Dios... y sacrifica... un holocausto”.

1.      El mal en casa
    Él no pudo servir en público antes de enfrentar el mal en su casa y acabar con aquello. Él tuvo que vencer esta desobediencia con verdadera obediencia y fiel servicio a Dios. Mal podría Gedeón pensar en echar a Madián de Israel hasta que Baal fuese echado de su propia vida. La vil idolatría relacionada con esa imagen y ese altar entre los arbustos tenía que ser atendida sin misericordia, y su rechazamiento absoluto de la idolatría tenía que quedar manifiesto. Hecho esto, pero no antes, habría la posibilidad de echar fuera a los enemigos públicos del pueblo de Dios.
    Es así siempre. Hasta que yo haya arreglado lo que reconozco por malo en mi propia vida —hasta que yo me aparte de toda complicidad conocida y reconocida con vínculos, hábitos y prácticas malsanas — habrá una barrera que excluirá para todos fines prácticos toda utilidad pública y robará de todo poder espiritual el así llamado servicio cristiano.
    Gedeón no había creído en Baal, y despreciaba la idolatría, según desprendemos de todo lo que hemos leído de él hasta ahora. Pero no había tenido coraje para testificar contra el mal cuando lo vio atrincherado en la casa de su propio padre. Ahora le tocaba oponerse a eso abiertamente, asumiendo en público su rol de siervo de Jehová. Fue una prueba, una prueba severa.
    Gedeón tenía miedo. Declararse así representaba un gran riesgo. ¿Cómo reaccionaría su padre? ¿Qué diría la gente de la comarca? ¿Quién es el hombre de mayor valor: el que no conoce el miedo, o el que sí lo tiene, pero hace lo que teme? Cuando Dios se dirige a su conciencia, mandándole a hacer una cosa —algo correcto pero difícil— entonces, hágalo. Temor, miedo y todo; ¡hágalo!
    “Mas temiendo hacerlo de día ... lo hizo de noche”. No fue la conducta firme y celosa que uno hubiera esperado de un gran hombre de valor, pero con todo se logró el fin acertado y se dio inicio a la crisis.
    ¿Es difícil interpretar todo esto? Claro que no. Cuántos cristianos ineficaces hay, sus labios sellados, su testimonio negativo en el taller, la oficina o la casa. ¿Por qué? Porque queda en su vida personal alguna práctica que deshonra a Dios; algo que han debido juzgar, pero lo han dejado. Es algo que el mundo discierne y que, mientras exista, impide el poder espiritual y el testimonio efectivo.
    Una de las personas más infelices y más inútiles es el verdadero creyente que vive al nivel del inconverso. Su conversión le ha hecho imposible que esté del todo contento en las costumbres mundanas, y a la vez sus costumbres mundanas hacen imposible que sea de utilidad al Señor. No sirve para el mundo, pero tampoco está sirviendo a Dios.
    A la tal persona hace falta enfrentarse con el mandamiento de Colosenses 3: Despojarse del viejo hombre con sus hechos, y revestirse del nuevo. Este es el procedimiento en el Nuevo Testamento al cual corresponde la iniciativa de Gedeón en derrumbar el altar de los Baal y construir un altar al Señor. Cuando uno hace esto, puede comenzar a valer por algo en la lucha por la verdad y la santidad.

2.      El nombre nuevo
    Gedeón se había definido. Ahora todos le conocían como enemigo de Baal y defensor de la honra de Dios. ¿Cuáles serían sus reacciones? Algunos mostraron hostilidad y amenazaron, como esperaba. De su padre él recibió un apoyo inesperado pero agradecido; el golpe audaz del hijo dio coraje al mayor para renunciar a Baal y ridiculizar la idolatría que por largo tiempo había sancionado.
    El que se pronuncia abiertamente por Dios, aun con temor y temblor, tendrá esta misma experiencia para sí. Su posición provocará a unos a la ira, y dará valor a otros para identificarse con él. Y si estos últimos sean sus seres queridos, qué galardón le será.
         “Que Baal, si es un dios, contienda por sí mismo”, fue la actitud de Joás, secretamente orgulloso porque su hijo poseía más valor que él mismo. Y así dieron a Gedeón el nombre de Jerobaal; fue señalado como el opositor declarado del mismo ídolo cuya adoración había traído toda la miseria que Israel estaba sufriendo. 

LA PRIMERA EPÍSTOLA A TIMOTEO(3)

(1 Timoteo 2 y 1 Timoteo 3)

En esta división de la Epístola, el apóstol presenta el carácter de la casa de Dios (1 Timoteo 2: 1-4); el testimonio de la gracia de Dios que ha de fluir desde la casa (1 Timoteo 2: 5-7); la conducta apropiada para los hombres y mujeres que forman la casa (1 Timoteo 2: 8-15); los requisitos necesarios para aquellos que ejercen un cargo en la casa (1 Timoteo 3: 1-13); y, finalmente, el misterio de la piedad (1 Timoteo 3: 14-16).

(a)   La casa de Dios, una casa de oración para todas las naciones (1 Timoteo 1: 1-4) (Isaías 56:7; Marcos 11:17).



(V. 1). "Exhorto pues, ante todo, que se hagan rogativas, oraciones, intercesiones y acciones de gracias, por todos los hombres." (Versión Moderna). La casa de Dios es caracterizada como el lugar de oración. Las peticiones que ascienden a Dios desde Su casa deben estar marcadas por "rogativas", o ruegos sinceros, para necesidades especiales que surgen en circunstancias particulares; por "oraciones", las cuales expresan deseos generales apropiados para todo tiempo; por "intercesiones", implicando que los creyentes están en esa cercanía a Dios en la cual pueden rogar a favor de otros; y, por último, por "acciones de gracias", las cuales hablan de un corazón consciente de la bondad de Dios que se deleita en responder las oraciones de Su pueblo.
En la Epístola a los Efesios, la cual presenta la verdad de la iglesia en su llamamiento celestial, somos exhortados a orar con súplica "por todos los santos" (Efesios 6:18). Aquí, cuando la iglesia es contemplada como el instrumento para el testimonio de la gracia de Dios, debemos orar con súplica "por todos los hombres".
(V. 2). Somos llamados especialmente a orar por los reyes y por todos los que están en autoridad (eminencia) - por aquellos que están en posición de influenciar al mundo para bien o para mal. No es simplemente por 'el rey' o por 'nuestro rey' por quien debemos orar, sino "por los reyes". Esto supone que nosotros somos conscientes de nuestro vínculo con el pueblo del Señor que está en todo el mundo formando parte de la casa de Dios, y la verdadera posición de la iglesia estando en santa separación del mundo, no tomando parte alguna en su política y gobierno. En el mundo, pero no del mundo, la iglesia tiene el alto privilegio de orar, interceder y dar gracias a favor de aquellos que no oran.
El apóstol da dos razones para orar por todos los hombres. Primeramente, se llama a orar por los reyes y por todos los que están en autoridad (eminencia) teniendo en mente el pueblo del Señor a través de todo el mundo. Hemos de procurar que la bondad soberana de Dios controle de tal forma a los gobernantes de este mundo que Su pueblo pueda vivir "una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad" (RVR1977). Es evidentemente el pensamiento de Dios que Su pueblo pueda, pasando a través de este mundo hostil, llevar una vida tranquila, no haciéndose valer como si fuesen ciudadanos de este mundo, en la tranquilidad que refrena de participar en las disputas del mundo, en la piedad que reconoce a Dios en cada circunstancia de la vida, y en una dignidad práctica ante los hombres. Antiguamente el profeta Jeremías envió una carta al pueblo de Dios cautivo en Babilonia, exhortándoles a procurar la paz de la ciudad en la cual ellos eran mantenidos en esclavitud, orando al Señor por ella: "porque", dice el profeta, "en su paz tendréis vosotros paz" (Jeremías 29:7). En el mismo espíritu, nosotros hemos de procurar la paz del mundo, para que el pueblo de Dios pueda tener paz.

(Vv. 3, 4). Luego se da una segunda razón para las oraciones del pueblo de Dios a favor de todos los hombres. Orar por todos los hombres es "bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos." Hemos de orar, no sólo teniendo en mente el bien de todos los santos, sino teniendo en mente también la bendición de todos los hombres.
El mundo puede perseguir a veces al pueblo de Dios y procurar descargar sobre ellos todo el odio de sus corazones hacia Dios. A menos que andemos en juicio propio, tal trato hará que la carne se levante en resentimiento y represalia. Aprendemos aquí que es "bueno y agradable delante de Dios" actuar y sentir hacia todos los hombres, tal como Dios mismo lo hace, en amor y gracia. Así, hemos de orar por "todos los hombres", no simplemente por los que gobiernan bien, sino también por aquellos que maltratan al pueblo de Dios (Lucas 6:28 - RVR1977). Hemos de orar, no para que el juicio retributivo alcance a los perseguidores del pueblo de Dios, sino para que en gracia soberana ellos puedan ser salvos.
La casa de Dios no ha de ser solamente el lugar desde el cual la oración asciende a Dios, sino también el lugar desde el cual un testimonio fluye hacia el hombre. A su debido tiempo Dios tratará en juicio con los impíos, e incluso ahora puede a veces tratar gubernamentalmente con aquellos que se dan a la tarea de oponerse a la gracia de Dios y a los ministros de Su gracia, como cuando Herodes fue herido, y Elimas fue cegado (Hechos 12:23; Hechos 16: 6-11). Además, Dios puede, en ocasiones solemnes, tratar en juicio gubernamental con los que forman la casa de Dios para el mantenimiento de la santidad de Su casa, como se presenta en el terrible juicio que alcanzó a Ananías y Safira; y más tarde, el trato gubernamental mediante el cual algunos en la asamblea de Corinto fueron quitados en juicio (Hechos 5: 1-10; 1 Corintios 11: 32-32), Tales casos, sin embargo, son el resultado del trato directo de Dios. La casa de Dios, como tal, ha de ser un testimonio de Dios como un Dios Salvador, el cual desea que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad.
La 'voluntad' de Dios (en el caso del versículo 4: "el cual quiere"), no tiene referencia alguna con los consejos de Dios los cuales, muy ciertamente, se cumplirán. Estas palabras expresan la disposición hacia todos. Dios se presenta a Sí mismo como un Dios Salvador que "quiere" que todos puedan salvarse. Pero, si los hombres han de ser salvos, esto puede ser sólo por medio de la fe que viene al conocimiento de "la verdad". De esta verdad la casa de Dios es "columna y baluarte" (1 Timoteo 3:15). Mientras la asamblea está en la tierra, ella es el testigo y el sostén de la verdad. Cuando la iglesia sea arrebatada, inmediatamente los hombres caerán en la apostasía y serán entregados a un poder engañoso.

LAS CANCIONES DEL SIERVO (3)

LA SEGUNDA CANCIÓN: LA PREPARACIÓN DEL SIERVO.
Isaías 49: 1 - 6 y SS.
Ahora, a diferencia de la primera, es el Siervo mismo quién habla, presentándose ante el audi­torio universal de los que son beneficiarios de su Obra. No hay otro pasaje igual en todo el libro, excepto la tercera canción y el oráculo del capítulo 61. A partir del vers. 7 Jehová responde en térmi­nos parecidos a los usados en la primera canción, y este diálogo nos ayuda a entender cuán íntima era la comunión que existía entre el Siervo y su Dios.
Esta canción versa sobre la preparación del Siervo para su ministerio, algo que requirió un proceso largo de entrenamiento. No es muy aventurado afirmar que se trata de los «años escondidos» en Nazaret antes del ministerio público. Incluso notamos que el potencial que hay en el Siervo está sin usar: la «espada» se está preparando, afilándose, la «flecha» sigue en la «aljaba». La Obra a realizar se halla en el porvenir todavía. Notemos brevemente los rasgos principales.

Su clara vocación. Vers. 1, 3 y 5.
Como Jeremías antes y Juan Bautista después, el Siervo tiene una convicción indubitable acerca del propósito divino que le trajo al mundo. Aún antes de nacer, recibió el llamamiento -indicio leve pero claro de su preexistencia-, y este hecho tuvo su confirmación en el Nombre que se le dio: Jesús, «Jehová es el Salvador» (Mateo 1:21). Y este nombre delata tanto la Persona como la Obra que vino a realizar.

Su concepción y nacimiento. Vers. 1.
No hemos de buscar aquí ningún indicio del nacimiento virginal (¿a quién puede interesarle la genealogía de un esclavo?, véase Marcos 1:1), sino que se le equipara con otros siervos de Dios como Jeremías y Pablo, ambos de los cuales se sabían llamados en fecha tan temprana de su existencia (Jer. 1:4; Gál. 1:15, y compárese con Lucas 1:15, 41).

Su preparación profética.
En su caso «la espada del Espíritu» fue perfectamente preparada, pero hubo un proceso lógico para ello, en la niñez y juventud del Siervo, por el que «se llenaba de sabiduría» (Lucas 2:40, 52). Por supuesto, este proceso no era de tipo académico, sino que la sabiduría lo tuvo que asimilar y recibir a pulso, día tras día, en comunión creciente con el Padre, al ser sometido a prueba en las condiciones normales de una vida humana, tanto en la vida laboral como la familiar, la religiosa, etc. Por el relato evangélico sabemos muy bien que Jesús gozaba de una convicción plena desde temprana edad acerca de quién era y para qué había venido (vers. 3).

Su protección providencial.
Las frases «me cubrió con la sombra de su mano... me guardó en su aljaba», juntamente con el vers. 8, indican que en este período formativo recibió una protección especial, como Lucas 1:35, Salmo 91:11-12 y Apoc. 12:5 también manifiestan. Suponemos que ésta fue retirada durante los tres años de su ministerio públi­co a fin de que el diablo pudiese tentarle cómo y cuándo quiso, lo que pondría de manifiesto la perfección del Siervo en toda clase de circunstancias.

Su prueba de paciencia.
Los vers. 2 y 4 nos dan algunos atisbos en este período de larga espera al que tuvo que ser sometido, cosa absolutamente necesaria si había de estar en condiciones óptimas para vencer al enemigo. Con un poco de imaginación podemos adivinar cómo serían las circunstancias del cotidiano vivir de Jesús en aquellos años de Nazaret. La vida giraría en torno al hogar de José y María, entre numerosos hermanos y hermanas menores (hubo por lo menos seis, que sepamos) y otros parientes, el taller de carpintería con su trabajo variado, el pue­blo con su bullicio, la sinagoga, etc. Al morir el padre asumiría él, como hijo mayor, la jefatura del hogar y del negocio, y es de suponer que, con el transcurso de los años, envuelto en esta vivencia rutinaria, tendría respon­sabilidades crecientes. No sabemos si prosperó la carpintería, pero es fácil comprender la complicada red de relaciones comerciales y sociales que se establecerían con la numerosa clientela que, seguramente, se com­pondría de toda clase de personas: labradores, pequeños comerciantes, oficiales romanos, fariseos, algún que otro noble o adinerado, etc.
Cual José, hijo de Jacob, «la palabra de Jehová le probó» (Sal. 106:19) en aquel tiempo - ¿y no sería posible suponer que alguna vez el Siervo pensase en términos análogos a lo expresado en el versículo 4? Las palabras rezuman confianza en su Dios, en cuyas manos descansa su «causa», pero a la vez reflejan cierta perplejidad al ir pasando los años y no ver ninguna señal todavía del momento de la dedicación total al minis­terio que había de realizar. Cuántas veces no se preguntaría Jesús, quizás después de un día difícil de tratar con clientes tacaños o aprovechados y de haber perdido horas yendo de un sitio para otro infructuosamente: ¿es por esto que estoy aquí, para cobrar facturas o establecer condiciones de pago con los que no pueden o no quieren pagar, o fabricar muebles bonitos para aquellos que no les interesa en absoluto a mi Dios, o construir alguna casa de veraneo para algún potentado romano, herodiano o publicano, que no piensan en otra cosa que robar a mi pueblo? En aquellos años, y no sólo después, Jesús hubo de ser tentado en todo según nuestra se­mejanza, pero, gracias a Dios, sin caer nunca en la trampa diabólica del pecado. Sabía que todo eso era necesa­rio pasarlo para que, como Hijo que era, «aprendiese la obediencia» (Hebr. 5:9). No hemos de pensar que todo le era absolutamente fácil; necesitó ser «perfeccionado por las cosas que sufrió», tanto antes como después de su salida al ministerio público.

La revelación creciente de la voluntad divina.
El tema del crecimiento físico - mental del Siervo es apasionante, pero aquí sólo podemos notar los rasgos más relevantes. Es de suponer que los acontecimientos que rodearon su concepción y nacimiento le serían contados después por sus padres cuando llegase a la edad de comprenderlos: el doble anuncio angelical, tanto a José como a María, del Nombre que había de llevar y el propósito de su Venida al mundo (en la medi­da que ellos lo habían entendido), su linaje davídico y una creciente revelación mediante las Escrituras en la comunión constante con su Padre. Leemos aquí del nombre de «Israel» que se le aplica, del propósito divino de restaurar al pueblo por su medio (vers. 5), y de alcanzar a los gentiles (vers. 6). Él es en sí mismo la salva­ción y el pacto (vers. 6 y 8), aunque los vers. 8 y ss. delatan por primera vez, en la serie de canciones, la oposi­ción que se levantaría a su gestión. Los términos mesiánicos del resto de los versículos, desde el 8 en adelante, son inconfundibles. Aunque los Evangelios no revelan más acerca de aquellos «años escondidos», es evidente por el único incidente que descorre el velo por unos instantes -cuando tenía doce años- que Jesús sabía quién era y para qué había venido (sin que esto implique un conocimiento de todos los detalles todavía).

Su poder. Vers. 5b.
Vemos una plena identificación entre el Siervo y su Dios, el cual le fortaleció en la larga prueba. «Dios mío es mi fuerza» dice; sólo el Padre podría darle la gracia y el poder suficientes para soportar y sacar provecho de aquellos treinta años de aprendizaje. Y todo esto nos proporciona precisas lecciones para el servi­cio cristiano en pos del Siervo que comentaremos al final de la tercera canción.

EL AYUNO


Preguntas: ¿Qué sentido y relación tienen pasajes como Mateo 6: 16-18; Marcos 2: 18-20, y Hechos 13:2, los cuales se refieren al ayuno? ¿Hemos de ayunar bajo la actual economía de la gracia?

Respuestas: Si bien es verdad que el Señor condenó tanto el ayuno judaico como el farisaico, no hemos de imaginar por esto que no puede haber un ayuno cristiano; al contrario. Creo que hay en el ayuno una real ventaja, de la cual pocos cristianos tienen una idea cabal.

Si en ciertas ocasiones que exigen de nosotros fervorosas oraciones (sea individualmente, en familia o al reunirnos como asamblea) supiésemos acompañarlas con ayuno, no dudo que experimentaríamos por ello una gran bendición. Es también un medio de expresar la humillación de espíritu. El ayuno es una de las cosas por medio de las cuales el cuerpo simpatiza con las preocupaciones del espíritu, es una manifestación del deseo que sentimos de estar delante de Dios en actitud de humillación.
En efecto, ¿quién de nosotros no sabe por experiencia que el exceso de carne y de vino (así como de legumbres, poco importa para el caso) «carga» el corazón como nos lo dice el mismo Señor? (Lucas 21:34). Por el contrario, la privación momentánea de alimentos es apropiada para facilitar la elevación del corazón a Dios en fervorosas y prolongadas oraciones.
No creo que el ayuno produzca nunca, de por sí, la angustia del alma, si bien éste puede ser el resultado de aquélla. Estando muy turbado el corazón, ¿quién se preocupa de comer? Por lo tanto, entendemos muy bien que, en presencia de un gran dolor, en el duelo, en una honda convicción del pecado y un ardiente anhelo de salvación, uno sea llevado inconscientemente a ayunar. Asimismo, tanto el cristiano que ha caído, como una asamblea en cuyo seno hayan ocurrido cosas que necesitan una profunda humillación delante de Dios, ¿no sentirán a veces (y ojalá fuese más a menudo) la necesidad de unir el ayuno a la oración, o de orar ayunando, con el fin de poder hacerlo con insistentes súplicas? Si se siente verdaderamente el deseo de ser restaurado, se sentirá de modo natural la necesidad del ayuno. Por desgracia, a veces nos ocurre pensar en gozarnos cuando tendríamos que sentir nuestras miserias y llorar, cuando Dios nos invita a humillarnos, confesando nuestras infidelidades. ¿Cuántas veces el conmovedor reproche dirigido a Israel en Isaías 22: 12,13, no ha podido ser aplicado a cristianos sin entendimiento y sin espiritualidad?
En resumen, con respecto a la segunda parte de la pregunta: ¿hemos de ayunar bajo la actual economía de la gracia? Puede contestarse lo siguiente:
Creo que la práctica del ayuno es claramente afirmada en pasajes tales como Mateo 9:15; 17:21 y Hechos 13:2. El ayuno nos es presentado en relación inmediata con la oración y pensamos que dicha relación es muy instructiva. El ayuno implica el olvido, el alejamiento de las cosas naturales y terrenales; la oración supone un corazón ocupado con las cosas espirituales y celestiales. Lo primero, es un medio de tapar el conducto entre nuestro ser natural y el mundo que nos rodea; lo segundo, es un medio de abrir el canal entre el hombre espiritual y el cielo. El ayuno encierra la idea de una sana abnegación del viejo hombre; la oración, la idea del estado de completa dependencia del nuevo hombre.
Conviene añadir que, sobre todo en nuestro país, hemos de guardarnos cuidadosamente de todo lo que, en el ayuno, se asemejaría al espíritu monástico, ascético o legal (1 Timoteo 4:3-5; Colosenses 2: 16-23), lo cual no tendría otro fin que exaltar lo que ha de ser humillado. Hemos de tener esto muy en cuenta.
Por lo demás, contrastando con las prácticas de la Ley, el verdadero ayuno es aquel que quedará siempre tan magistralmente descrito en Isaías 58: 3-8: "¿No es más bien este el ayuno que yo escojo; Soltar las ligaduras de maldad, desatar las coyundas del yugo, enviar libres a los oprimidos, y que rompas todo yugo? ¿No es repartir al hambriento tu pan, y que a los pobres que no tienen hogar, los acojas en tu casa; que cuando veas al desnudo, le cubras, y que no te retires desapiadadamente de tu misma carne?" (Isaías 58: 6, 7 - VM).
 Traducido de Le Messager Evangélique
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1953, No. 4.-

MEDITACIÓN

“Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11).
Pedro recuerda a sus lectores que son extranjeros y peregrinos, una advertencia que nunca fue tan necesaria como hoy. Los peregrinos son personas que viajan de un país a otro. El país por el que pasan no es el suyo propio; son extranjeros en medio de él. Su tierra natal es el país a donde van.
El sello del peregrino es una tienda. Por eso, cuando leemos que Abraham habitó en tiendas con Isaac y Jacob, debemos entender que consideraba a Canaán como una tierra extraña (aun cuando le había sido prometida). Vivió en una morada temporal porque: “esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10). El peregrino no es un colonizador, sino un hombre que va de camino.
Porque su viaje es largo, no debe llevar mucho. No se sobrecarga con muchas posesiones materiales. No puede darse el lujo de llevar equipaje innecesario. Debe deshacerse de cualquier cosa que impida su movilidad.
Otra característica del peregrino es que es diferente de la gente que le rodea en donde vive. No se conforma a su estilo de vida, sus hábitos ni a su cultura. En el caso del peregrino cristiano, éste tiene en cuenta la amonestación de Pedro de abstenerse de los “deseos carnales que batallan contra el alma”. No permite que su carácter sea moldeado por el medio ambiente. Está en el mundo, pero no pertenece a él. Cruza por un país extraño sin adoptar sus costumbres y valores.
Si el peregrino pasa por un territorio hostil, es cuidadoso de no fraternizar con el enemigo. Eso constituiría una deslealtad a su Señor. Sería un traidor a la causa.
El peregrino cristiano está atravesando territorio enemigo. Todo lo que este mundo le dio a nuestro Señor fue una cruz y una tumba. Ofrecer amistad a un mundo así es traicionar al Señor Jesús. La cruz de Cristo ha roto los lazos que nos unían al mundo. No codiciamos la alabanza del mundo ni tememos su censura o condenación.
El peregrino se sostiene en su viaje al saber que la marcha de cada día le acerca más a su hogar. Sabe que una vez llegue a su destino, rápidamente olvidará todas las penas y peligros que padeció por el camino.