Mefiboset, el cojo
Por G. G. Johnston
No
siempre quedan sin renombre los cojos y los débiles. Entre los amigos del rey
David había uno que no podía dar ni un paso derecho. Cuando niño había sufrido
una caída, quedando lisiado de ambos pies. Su abuelo Saúl estaba reinando en su
niñez y le tenía a David por enemigo. Pero, llegó el día cuando Saúl fue muerto
y David fue reconocido como el rey legítimo de su pueblo: primeramente, por una
parte, de la nación y después por toda.
Un día David sorprendió la corte con
decir: “¿Ha quedado alguno de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por
amor de Jonatán?” Y uno le contestó: “Aun ha quedado un hijo de Jonatán,
lisiado de los pies”.
Como descendiente de Saúl, que tanto
mal había hecho a David, podríamos creer que Mefiboset fuese muerto por mandato
del rey. Tal no era el pensamiento de David. Le quiso mostrar misericordia, y
una razón fue “por amor de Jonatán”. Ese Jonatán, aunque hijo de Saúl, había
hecho pacto de amistad con David varios años antes.
Mefiboset no parece haber esperado
consideración y se había alejado a un lugar en el desierto llamado Lodebar.
Pero David no renunció su propósito, ni por esta circunstancia ni por la cojera
y pobreza del abandonado Mefiboset. Salió un mensajero a decirle que se
presentara ante el rey.
¡Cuán grato el orden! ¡Feliz el
mensajero! “¡Ven a David para recibir misericordia!” El cojo tiene que convenir
o rehusar. ¿Qué haría? Su suerte depende de la decisión a tomar. Él acepta.
Cuán humilde se le ve postrado ante
el monarca. No sabe a ciencia cierta si es para muerte o para bien. Tiembla.
Pero David le dice: “No tengas temor, porque yo a la verdad haré contigo
misericordia por amor de Jonatán”. Y Mefiboset, convencido por fin del buen
propósito de su rey, se inclina y responde: “¿Quién es tu siervo, para que
mires a un perro muerto como yo?” Le agrega David la promesa de una provisión
real de por vida, y aun el privilegio de asociarse con él en el hogar, comiendo
a la mesa del rey.
La actitud del rey David representa
la de Dios para con los hombres. Aunque han caído como Mefiboset, y no son
dignos de otra cosa sino el infierno, Dios ha buscado medios por los cuales Él
puede reconciliarles a sí. Ha entrado en pacto con su eterno Hijo para redimir.
Ese Hijo tomó cuerpo humano, vivió y murió bajo el peso de nuestros pecados, y
realizó a cabalidad la obra salvadora.
Resucitado, Él mandó a sus
discípulos, como mensajeros del rey, a llamar a los hombres a ser reconciliados
con Él. Ofrece restaurar perfecta paz a todos los que la quieran aceptar. Este
es el mensaje del Santo Evangelio que le viene a usted.
Pero supongamos que Mefiboset
hubiese sido soberbio, despreciando la oferta de David y tratando con desdén el
mensajero. Él ha podido pensar de sí como heredero de aquel trono,
respondiendo: “Yo, ¿reconocer a David? ¡Nunca!” ¿Y qué hubiera hecho el
mensajero? ¿Emplear la fuerza? No. Hubiera regresado a su amo con la triste
noticia de que el lisiado había rechazado la oferta. De acuerdo con la dignidad
de su trono, David hubiera tenido que tratarle, ya no como un desafortunado,
sino como un rebelde. Enviaría otro mensajero, y éste para tenerle a juicio.
Despreciada la misericordia, no le quedaría otra cosa que el castigo.
Y usted no será condenado porque
otro pecó contra Dios, sino por rechazar la oferta de salvación (al ser éste el
caso) que Él ofrece con base en la sangre de su Hijo. Aplica a todo ser humano
una misma norma basada en qué hace con el Cristo: “El que cree en el Hijo,
tiene vida eterna; más el que es incrédulo al Hijo, no verá la vida, sino que
la ira de Dios está sobre él”, Juan 3.36.
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