domingo, 19 de enero de 2025

Cuatro obras del alfarero divino

 

Descendí a casa del alfarero, y he aquí que él trabajaba sobre la rueda. Y la vasija de barro que él hacía se echó a perder en su mano; y volvió y la hizo otra vasija, según le pareció mejor hacerla. Entonces vino a mí palabra de Jehová diciendo: “¿No podré yo hacer de vosotros como este alfarero...?” Jeremías 18


Adán

Una de las obras sublimes de Dios, el alfarero divino, fue la del primer hombre, Adán. “Hagamos al hombre a nuestra imagen”, Génesis 1.26. Sólo en este versículo hay la referencia en el capítulo a Dios en el plural. Al decir hagamos, la referencia es al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, indicando que ésta es la obra insigne de la creación.

Causa en nuestros corazones admiración el pensar que para formar al hombre el Dios del alto cielo bajó hasta el polvo de la tierra. El pudiera haber usado el oro más famoso del universo, pero tuvo a bien emplear material abundante y poco estimado.

Es humillante reconocer nuestro origen, pero aun así el hombre es la obra maestra de la creación. Desde el polvo Dios le ensalzó a tener señorío sobre los peces del mar, las aves del cielo y las bestias del campo. Sopló en su nariz aliento de vida, una palabra que figura en el plural en el texto hebreo, por cuanto (i) Dios le dio la vida física, la cual acaba cuando uno muere, y (ii) la vida del alma que es para la eternidad. En esto vemos una distinción entre el hombre y todas las demás criaturas. “Te alabaré, porque formidables y maravillosas son tus obras”, dijo el salmista en el 139.14 al referirse al ser humano.

Pero, “el vaso de barro que él hizo se echó a perder en su mano”. El primer hombre, tan pronto que salió de la mano del Hacedor, se echó a perder a causa del pecado. El Alfarero hizo otro según mejor le pareció. La calamidad que sucedió con el primer Adán parecía no admitir remedio, pero en su sabiduría infinita Dios ha podido producir una vasija nueva: “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”, 2 Corintios 5.17.

Cristo

“Me preparaste cuerpo”, Hebreos 10.5.

Cristo, llamado el postrer Adán en 1 Corintios 15.45, es “espíritu vivificante”. El primer Adán fracasó, pero el postrero fue engendrado del Espíritu Santo, y de una virgen El nació inmaculado y sin naturaleza pecaminosa. Esta sí es la obra trascendental de Dios.

Las excelencias del postrer Adán son innumerables y quedan más allá de nuestra comprensión. El profeta Isaías dio testimonio de él unos setecientos años antes de su nacimiento, diciendo: “Se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”. El sería impecable, la personificación de amor puro, la plenitud de gracia y la preeminencia sobre todas las cosas.

Adán perdió su señorío sobre las criaturas, pero Cristo tuvo un dominio supremo, inclusive sobre los demonios. Al recibirle como Salvador, le entregamos sin reserva todo lo que tenemos y somos. Finalizada la Batalla de Trafalgar, el almirante francés abordó la fragata del almirante Nelson y extendió la mano para saludarle. Nelson no la recibió, sino dijo: “Su espada, primeramente, y la mano después”. La rendición nuestra debe ser absoluta; nada de espada en mano; el lenguaje debe ser, “Dejo el mundo y sigo a Cristo”.

En cuanto al postrer Adán, podemos decir que Él también se quebró en la mano del Alfarero. En el Calvario, en cumplimiento de los propósitos del Padre, aquella vida hermosa fue quebrada por un acto de violencia de parte de la criatura y por la justicia divina a la vez. “Se asombraron de ti muchos, de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”, Isaías 52.14.

En Filipenses 2.6 al 8 vemos sus siete pasos hacia abajo:

à no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse

àse despojó a sí mismo

àtomando forma de siervo

àhecho semejante a los hombres

àse humilló a sí mismo

àhaciéndose obediente hasta la muerte

ày muerte de cruz

Desde allí, la cruz, el Alfarero le hizo “otra vasija, según le pareció mejor hacerla:”

àle exaltó hasta lo sumo

àle dio un nombre que es sobre todo nombre para que — se doble toda rodilla

à en los cielos

àen la tierra

àdebajo de la tierra

àtoda lengua confiese que es Señor

àpara gloria de Dios Padre.

En el Calvario, “toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho”, Lucas 23.48. Pero habrá otro “espectáculo”, y de éste leemos en Apocalipsis 5. La multitud será de millones y millones. Cristo, el Cordero inmolado, habrá sido resucitado y será ensalzado a lo sumo; en medio del trono de Dios, El será digno de recibir la plenitud de bendición, honra, gloria y poder para siempre, no sólo de los ángeles sino también de los “ancianos”, los representantes de la Iglesia.

La humilde vasija de barro de tierra habrá sido transformada en Rey de reyes y Señor de señores, llenando las alturas de la gloria celestial con la fragancia de su presencia y la memoria de su triunfo en la Cruz.

Israel

Dios en su gracia soberana escogió a Israel de entre todas las naciones del mundo. La promesa a Abraham, por ejemplo, fue: “Pondré mi pacto entre mí y ti, y te multiplicaré en gran manera”, Génesis 17.2. De un solo hijo, Isaac, Dios le prometió al patriarca hacer una nación tan numerosa como la arena del mar y las estrellas del cielo.

El libro del Éxodo empieza con el espectáculo triste de Israel como esclavos, como el polvo de la tierra en la estimación de Faraón. Ese pueblo tuvo que trabajar sin remuneración, y luego fue levantado otro rey todavía más cruel, quien quería matar a cada niño varón en Israel.

Así fue la situación con Israel cuando Dios descendió del cielo para ver su miseria y oír sus gemidos. Eran como barro en manos del gran Alfarero, y El empezó a obrar por Moisés y Aarón, quebrantando la resistencia de Faraón para sacar a su pueblo con triunfo y cargado con muchas riquezas que los egipcios les dieron para apurar su salida.

Ese pueblo pasó cuarenta años en el desierto, aprendiendo la lección importante que Dios vale para todo y ellos no valían para nada. Una vez en Canaán, les fue dada su herencia e Israel prosperó y se hizo grande. Pero sería cumplida la figura: El vaso que él hacía sería roto en la mano del alfarero.

Israel disfrutó de la gracia de Dios, pero le dio las espaldas, entregándose a la idolatría y las demás abominaciones de los paganos. La nación despreció los esfuerzos de Jeremías y otros siervos de Dios que querían conducirles al arrepentimiento. Por fin Dios tuvo que traer a Nabucodonosor con sus ejércitos, los cuales matarían a miles. Además, llevaron los tesoros a Babilonia, prendiendo fuego a la ciudad de Jerusalén, la cual quedaría en ruinas por setenta años. Efectivamente, “la vasija de barro que él hacía se echó a perder en su mano”.

Luego hubo una restauración parcial por medio del ministerio de Esdras, Nehemías y otros fieles hombres de Dios, hasta aquel acontecimiento insigne del nacimiento de nuestro glorioso Salvador. “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho”, pero, “el mundo no le conoció”, Juan 1.10. Las gentes despreciaron todo su amor y las bendiciones que El trajo, y al final gritaron, “¡Crucifícale!”, y, “Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Le escupieron en el rostro, le insultaron y le abofetearon. Hasta el día de hoy el pueblo judío en general le tiene por impostor.

Unos 36 años más tarde, el ejército romano bajo el mando de Tito sitió la ciudad. Tras largos y costosos esfuerzos, penetró en Jerusalén y efectuó una matanza terrible, sin respetar ni ancianos ni niños. Se llevó a cabo lo pedido: la sangre fue sobre los hijos de la generación anterior.

Pero los propósitos de Dios se cumplirán todavía más. El gran Alfarero hará otra vasija, y será una mejor. La palabra profética nos enseña que después de tres años y medio de la Gran Tribulación, habrá una nación nueva compuesta de judíos fieles que no habrán aceptado la marca de la bestia.

Muchos miles, mártires de la fe y fieles al Señor Jesucristo, serán resucitados para ocupar un puesto de honor y dignidad en el reinado de nuestro Señor que durará mil años sobre la tierra.

La Iglesia

¿No tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra? ¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria, a los cuales también ha llamado, esto es, a nosotros ...? Romanos 9.22 al 24

La Iglesia de Dios estaba en sus pensamientos y propósitos desde antes de la fundación del mundo; El “nos escogió en él [Cristo] antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos”, Efesios 1.4. Nos amó cuando éramos extraños y enemigos de ánimo, y por medio de la redención nos ha hecho irreprensibles delante de él.

Así fue la Iglesia como barro en manos del Alfarero desde su inauguración el día de Pentecostés. Empezó con tres mil creyentes, dirigida por el Espíritu Santo, y creció hasta contar con cinco mil varones, con los esfuerzos de los apóstoles y los diáconos como Esteban y los evangelistas como Felipe. Había los que fueron hasta Antioquía, donde se formó la primera iglesia misionera y donde los creyentes fueron llamados por vez primera cristianos. Hasta aquí esta obra hermosa de Dios iba adelante.

Pero “la vasija de barro ... se echó a perder”.

Con Pérgamo, nombre que significa casado, empieza una época nueva; “Tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam ... también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas”, Apocalipsis 2.12 al 17. Es la Iglesia de Cristo casada con el mundo, resultado de que el emperador Constantino haya adoptado literalmente al cristianismo como la religión del Estado, con la mundanalidad que esto traía.

Luego aparece la Iglesia de Roma, apoyada por las potestades políticas, usurpando el poder religioso hasta gozar de monopolio y aplicando toda forma de tortura cruel para acabar con los cristianos fieles. Empiezan los llamados “siglos oscuros”, cuando la Biblia era prohibida terminantemente por los papas de Roma. La historia se vuelve triste.

Pero, “volvió y la hizo otra vasija, según le pareció mejor hacerla”.

En el transcurso del tiempo Dios levantó a los grandes reformadores: Lutero, Zwingli, Wycliffe y muchos hombres de Dios y siervos del Señor Jesucristo. Su gran admiración por las Sagradas Escrituras les impulsó a traducirlas en los idiomas del vulgo, y la luz de la Palabra disipó las tinieblas de ignorancia espiritual.

Creemos que el cuadro profético de la carta a Filadelfia, Apocalipsis 3.7 al 13, tuvo su cumplimiento pleno hace 150 años, cuando en varios países el Espíritu Santo comenzó a obrar en individuos doctos en la Palabra y espirituales en su modo de ser.

Ellos fueron convencidos que debían volver a la sencillez del Nuevo Testamento y rechazar los nombres sectarios y el clericalismo. Se congregaban en grupos pequeños que tomaban sólo el nombre del Señor Jesucristo y celebraban cada primer día de la semana la Cena del Señor.

Cristo se presentará para sí una Iglesia sin arruga, santa y sin mancha. No habrá más barro; participaremos de la naturaleza celestial de nuestro Señor. En Apocalipsis 19, donde leemos de las Bodas del Cordero, dice que su esposa se ha preparado, vistiéndose de lino fino, limpio y resplandeciente, porque “el lino fino es las acciones justas de los santos”.

La Iglesia de Cristo ha fracasado muchas veces, pero “el fin del negocio es mejor que su principio”, y por eso no debemos descuidarnos. En vista de la pronta venida de Cristo al aire en busca de su esposa, cuánto ejercicio debemos tener, para entonces decir, “Amén; sí, ven, Señor Jesús”.

Supongamos unas bodas de alto rango donde la novia se presenta con una mancha fea en su costoso vestido. ¡Qué humillación para el novio! ¡Qué reacción de parte de los convidados! Acordémonos de aquellas bodas donde el hombre se metió en la cena sin haberse vestido para la ocasión. Fue una falta imperdonable, y el rey mandó a echarle en las tinieblas de afuera.

Dijo Juan: “Vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa, ataviada para su marido”, Apocalipsis 21.2. Que sea, pues, nuestro sentir el del himno que cantamos:

Haz lo que quieras de mí, Señor;
Tú el Alfarero, yo el barro soy.
Dócil y humilde anhelo ser;
cúmplase siempre en mí tu querer.

Santiago Saword

No hay comentarios:

Publicar un comentario