lunes, 5 de septiembre de 2016

EL PROPÓSITO DE LA PROFECÍA

El gran propósito de Dios es glorificar a Su Hijo, el Señor Jesucristo, en dos esferas: en el cielo y en la tierra. En el futuro, Dios pondrá sobre Su Hijo la responsabilidad de la administración de todas las cosas involucradas en estas dos esferas. Este es “el misterio de su voluntad” que Él se propuso en Sí mismo, antes de que el mundo fuese hecho (Ef. 1:8-10 JND). La profecía muestra cómo Dios llevará a cabo este gran propósito en lo que respecta a Su Hijo.
El objeto de la profecía bíblica no es la Iglesia, ni es Israel y las naciones gentiles de la tierra, aunque ambos serán bendecidos como resultado del cumplimiento de los propósitos divinos. El objeto de la profecía es el Señor Jesucristo. “El testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía” (Ap. 19:10). La profecía trata de la tierra porque es el lugar que Dios ha elegido para cumplir Su voluntad con respecto a Su Hijo. Consecuentemente, Israel y las naciones (cuya porción y destino es la tierra) están a la vista en la profecía, pero no son en sí mismos el objeto de la profecía.
La profecía no ha sido dada simplemente para satisfacer el intelecto humano en cuanto a los eventos futuros, sino para traer gloria, honor y alabanza a nuestro Señor Jesucristo. Cuando leemos las Escrituras proféticas, debemos buscar qué es lo que el Espíritu de Dios está mostrando acerca de Cristo y Su gloria, porque Él es el objeto de la profecía. Muchos cristianos toman la Palabra de Dios para ver qué es lo que Dios dice en ella acerca de su destino, y seguramente hay mucho que Dios tiene para decirnos sobre nuestro camino y nuestro andar; pero realmente deberíamos tomar la Palabra de Dios primeramente para ver lo que Dios tiene que decir acerca de Su amado Hijo, y lo que es propio de Él, porque Su gloria es la clave para entender toda la Escritura; y luego, ver su aplicación en nosotros (Lc. 24:25-27,44; Jn. 5:39; Hch. 17:2-3,11; 1 P. 1:11). Cuando Dios por el Espíritu escribió las Escrituras, tenía a Su Hijo delante de Él; y si nosotros queremos entender lo que hay en Su Palabra, necesitamos tener a Su Hijo frente a nuestros corazones. Dios quiere darnos el estar en comunión con El y con Su Hijo, mientras estudiamos las Escrituras proféticas. “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn. 1:3).
Tomado del libro “Reseña General de los eventos proféticos.

¿Pueden los verdaderos creyentes en el Señor Jesús comer sangre?

Existe mucha diferencia de opinión entre el pueblo de Dios tocante al asunto de comer o no comer sangre. En el criterio del que escribe, debe prevalecer un espíritu de gracia y comprensión donde existan tales diferencias, recordando a la vez que "el reino de Dios no es comida ni be­bida, sino justicia y paz y gozo por el Espíritu Santo" (Rom. 14:17). "Porque uno cree que ha de comer de todas cosas; otro que es débil, come legumbres. El que come no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come, porque Dios le ha recibido" (Rom. 14:2, 3; "Yo sé y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; más para el que piensa que algo es inmundo, PARA EL lo es" (Rom. 14:14).
Ahora bien, observe lo que está escrito sobre el particular en Hechos 15. Los apóstoles y ancianos de la iglesia de Jerusalén, juntamente con Pablo y Bernabé, se reunieron para tratar un asunto sumamente delicado que afectaba entonces a toda la obra evangélica. ¿Era menester que los convertidos gentiles guardasen la ley de Moisés? Hubo una larga discusión pero el apóstol Pedro puso fin a la contienda diciendo, "(Dios) ninguna diferencia hizo entre nosotros (judíos) y ellos (gentiles), purificando por la fe sus corazones. Ahora pues ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo (la ley) que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?" (Hch. 15:9, 10). Jacobo, haciendo uso de la palabra declaró, "... por lo cual, yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios, sino que se les escriba que se aparten (se abstengan) de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado (estrangulado) y de sangre" (Hch. 15:19, 20). Después de la conferencia, se dictó una carta, terminando con estas palabras, "... porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardareis, bien haréis" (Hechos 15:23. 29).

Algunos hermanos, basándose en el hecho de que la enseñanza dada por el apóstol Pablo en Corintios 10:23-33 es posterior a Hechos 15:5, son de la opinión que aquella porción forma un comentario del Espíritu Santo sobre el particular y por tanto nada debe ser rehusado por el hijo de Dios hoy en día (1 Cor. 10:25), a menos que él se encuentre en circunstancias cuando su participación implicaría (a) comunión con el pecado, o (b) ser tropezadero para los débiles (1 Cor. 8:8, 9). Sea lo que fuese, el comentario más claro del Espíritu Santo se halla en Romanos 14:5- 7: "Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. CADA UNO DE VOSOTROS ESTE PLENAMENTE CONVENCIDO EN SU PROPIA MENTE. El que hace caso del día, lo hace para el Señor; y el que no hace caso del día para el Señor no lo hace. El que come, para el Señor come, porque da gracias a Dios; y el que no come para el Señor no come, y da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí y ninguno muere para sí."

La persona de Cristo: Carta a un Testigo de Jehová

Estimada señora:  
Llevando en mente nuestra conversación en días atrás, creo que debemos considerar la doctrina de la Persona de Cristo en el contexto amplio de la Palabra de Dios.
No ignoro aquella referencia a Cristo en el Revelación 3.14 — en esta carta voy a citar La Traducción del Nuevo Mundo de las Sagradas Escrituras — que habla de él como “el principio de la creación por Dios”, pero me llama la atención que otros pasajes dejan muy en claro que Él era el Creador y no el creado. “Todas las cosas vinieron a existir por medio de él, y sin él ni siquiera una cosa vino a existir”, Juan 1.3. Cristo fue el unigénito, no uno creado. En el principio Él era (de esto hablaremos más al final de mi carta). No llegó a ser lo que era antes de venir al mundo. Por otro lado, ciertamente se hizo carne, ya que hubo un comienzo de su humanidad. Pero no hubo un comienzo de su Ser ni de su Personalidad.
Permítame mencionar la Epístola a los Filipenses, capítulo 2, donde se describe a Cristo Jesús antes de su venida al mundo. Leemos que  Él —
·        “existía en la forma de Dios”. Es decir, era Dios y a la vez parecía ser Dios. Era lo que parecía y parecía lo que era — Dios.
·        poseía igualdad con Dios: “no dio consideración a un arrebatamiento”
·        poseía esta igualdad por derecho y no por usurpación: “se despojó a sí mismo”
Es imposible que declaraciones tan estupendas como estas se refieran a una persona que no era divina. Se refieren más bien al Señor Jesús antes de que se hiciera carne y viniera a mundo. Todo el argumento del apóstol necesita una dualidad (por no decir un trinidad) de personas en la Deidad. En el mismo contexto, unos pocos versículos más abajo, el apóstol alude a las palabras de Jehová en la Profecía de Isaías 45.23: “ante mí toda rodilla se doblará”, como habiendo encontrado su cumplimiento en la Persona del Hijo. Jehová y Jesús son uno y el mismo.
“Cuando introduce de nuevo a su Primogénito en la tierra habitada, dice: Y que todos los ángeles de Dios le rindan homenaje”, Hebreos 1.6. Se ve que no es ningún ángel. Ningún ser creado podría emprender una obra como la que Jesús asumió. Ningún mero hombre podría de alguna manera redimir a su hermano o dar a Dios rescate por él (Estoy usando el lenguaje de Salmo 49.7) pero el Señor Jesús puso su vida, su vida infinitamente preciosa, como rescate por todos. Los creyentes son comprados a precio. Él, que no tenía ni tiene pecado, el Hijo del Altísimo, cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero, al decir de 1 Pedro 2.24.
También, en los días de su carne Él nunca usaba la expresión, “Esto es lo que ha dicho Jehová”, como tantas veces decían los profetas del Antiguo Testamento, sino decía siempre: “Les digo”. ¿Cómo se explica esto, si no es que era en su misma Persona Dios manifestado en carne? Siempre distinguía su condición de Hijo de la condición de sus seguidores.
Tampoco se dirigía al “Padre nuestro que está en los cielos”, como enseñó a orar a sus discípulos, sino a “mi Padre” o “su Padre”. ¿Por qué esta diferencia, si no hay aquí la insinuación de una distinción entre el Creador y la criatura de su mano? El Señor Jesucristo aceptaba homenaje y uno casi puede decir que la estimulaba. Él perdonaba pecados contra Dios cual plenipotenciario del cielo y tomaba para sí honor en igualdad con el Padre: “El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió”; Juan 5:23.
Oró: “Padre, glorifícame al lado de ti mismo con la gloria que tenía al lado de ti antes que el mundo fuese”, Juan 17.5. Es más: mucho de lo que dijo sería blasfemia si no fuera una Persona divina antes de entrar en el mundo y una Persona divina después de salir del mundo. El himno de Isaías 6 fue dirigido a él cual Rey sobre el trono eterno: “Santo, santo, santo es Jehová de los ejércitos. La plenitud de toda la tierra es su gloria”. En Juan 12.38, 40 encontramos dos citas de la Profecía de Isaías, cuando se narra que la gente no creía en Jesús, no obstante haber ejecutado tantas señales entre ellos. La primera se dirige textualmente a Jehová, y nos llama la atención poderosamente leer en seguida, en 12.41: Isaías dijo estas cosas porque veía su gloria, y habló de él”.
“El Padre es mayor que yo”, Juan 14.28, no invalida, de manera alguna, lo que hemos venido diciendo, ya que el Hijo de Dios nacido en el mundo, cual Hijo del Hombre, aceptó de voluntad propia una posición de inferioridad para poder redimir al hombre. Los niñitos son partícipes de carne y sangre, según dice Hebreos 2.14 en la Nuevo Mundo, y “él también de igual manera participó de las mismas cosas, para que por su muerte redujera a la nada… al Diablo”.
Su obra realizada, ascendió muy por encima de los cielos para llenar todo. En él mora corporalmente toda la plenitud de la cualidad divina - ¡mejor traducido “de la Deidad”! - Colosenses 1.19. ¿Cómo podría una declaración tan profunda referirse tan sólo a un hombre que era apenas un hombre cuando estaba aquí sobre la tierra?
Ahora, en el hospital usted y yo conversamos también acerca del primer versículo del Evangelio según Juan, que la Nuevo Mundo expresa de esta manera: “En el principio la Palabra era, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era un dios”. Desde luego, me duele eso de “era un Dios”, y bien sabemos que la “Nuevo Mundo” está sola en eso; una multitud de versiones rezan “y el verbo (Palabra) era Dios”.
Las tres cláusulas afirman que (i) en el principio, (ii) Él estaba con Dios, (iii) Él era Dios. Estas tres cláusulas corresponden a los tres grandes momentos en el versículo 14 del mismo capítulo: “(i) la Palabra (que era), (ii) vino a ser carne, (iii) residió entre nosotros. ¿No ve? ¡El que era vino a ser!
Esto descarta la idea falsa que la Palabra se hizo Persona en el momento de la creación o el momento de la encarnación. La Palabra que era eternamente es la Palabra que vino en un momento dado, y por unos años residió aquí.
Atentamente,
S. M. Houghton 

¿Qué, pues, haré?

Esta es una pregunta que hacemos al encontrarnos en una situación difícil. La persona que desde lo más profundo de su corazón deja escapar esta pregunta, lo hace porque se en­cuentra en "un callejón sin salida", y está buscando la solución.
Esta condición es bastante peligrosa por cierto, cuando acudimos a otras personas en busca de ayuda material o espiritual, pensan­do encontrar la solución. Ocasionalmente sucede que las personas a quienes acudimos se encuentran en peores condiciones que las nuestras, y en consecuencia recibimos conse­jos o informaciones completamente erróneos.
Como bien lo sabemos, todos tenemos momentos críticos en la vida; ya sea en el aspec­to material como en el espiritual; y es en esos momentos cuando dejamos escapar la pregunta: ¿QUE PUES HARE? y buscamos la ayuda de alguien.
En la Biblia, la Palabra de Dios, surgió esta pregunta durante el proceso del juicio que se llevó a cabo contra el Señor Jesucristo (Mateo 27:22). Proceso y juicio que dio como veredic­to final la muerte del Hijo de Dios en la cruz del Calvario. Proceso, juicio y veredicto que lamen­tablemente para muchos no tiene ningún valor y por lo tanto no ha hecho el efecto de salva­ción que debe hacer.
Hay razones por las cuales el sacrificio del Señor no ha hecho ningún efecto en muchas personas.
¿Qué efecto puede hacer este sacrificio en una persona que está mal informada pensando que la existencia del hombre termina con la muerte? Si la muerte es el fin de todo, entonces ¿para qué vino el Señor a morir por los pecado­res? Aquí hay dos alternativas: o se equivocó Dios al enviar a su Hijo Jesucristo a morir por los pecadores, o está mal informado el que pien­sa que todo termina con la muerte. ¿Qué dice usted?
¿Qué efecto puede hacer el sacrificio del Señor Jesucristo en una persona que, mal in­formada, desprecia al Señor porque cree erró­neamente que al morir va a reencarnar en un animal? Pregunto: ¿Se equivocó Dios al enviar a su Hijo a morir por los pecadores, o los equivocados son los que creen en la reencarna­ción?
¿Y qué de las personas que dicen y enseñan que el hombre no tiene alma, que no hay juicio y que no hay castigo eterno? Sus razones son que Dios es amor, e ignoran las Escrituras que dicen: "Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo" (Hebreos 10:31) y que "Dios es fuego consumidor" (Hebreos 12:29). ¿O acaso nos miente la Palabra de Dios cuando nos da esta promesa tan maravillosa: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna"? (Juan 3:16). ¿Se atreven a pensar ustedes que Dios es mentiroso, o prefieren aceptar que están mal informados?
Para otras personas la muerte del Señor no ha causado ningún efecto, porque se ha tomado este juicio y sacrificio como si se tratase de un juicio cualquiera, como si el Señor hubiera co­metido algún pecado y hubiera muerto por ese pecado o como si el Señor fuera un hombre cualquiera. Pero yo quiero decirle, amigo, que nunca ha habido ni habrá otro proceso, juicio, veredicto y juez que tenga que juzgar a un preso semejante al Señor Jesucristo.
Qué contraste tan grande vemos en este jui­cio:
El gran Creador (Jesús) ante su criatura (Pilato).
El Santo ante el pecador.
El gran Juez de la tierra ante el juez indigno y cruel.
         La sabiduría frente a la ignorancia. Amigo, esta es la razón por la cual este juicio y sacrificio es de gran valor; porque fue Dios mis­mo en la persona de Jesucristo siendo juzgado por usted y por mi'. Y es de tan gran valor y causa tanto efecto, que si usted cree de todo corazón y recibe al Señor Jesús como su Salva­dor creyendo que El murió en la cruz por usted, entonces usted es salvo.
Amigo, Cristo no murió como un mártir; tampoco murió en la cruz para enseñarnos a morir. El murió para que usted y yo tengamos vida eterna (Juan 10:10). Algunos interrogantes aparecen en este juicio. ¿Eran inocentes todas aquellas personas que participaron en éste? ¿Sa­bían o ignoraban que Jesús era Dios? ¿Cuáles fueron los motivos por los cuales tomaron esta decisión? ¿Tendrán alguna disculpa ante el Padre estas personas?
Miremos lo que sabían de Jesús. Los pastores y los magos lo contaron (Mateo 2:2; Lucas 2:17). Se relacionó con todos los grupos sociales que había en ese entonces; los fariseos, los saduceos, los samaritanos y los judíos comunes. Siempre iban tras de El grupos de personas espiándole, mirando qué delito cometía o qué falta había para acusarle ante la ley. Pero a cada paso que daban se daban cuenta con más claridad que Jesús no era otro sino el mismo Dios en persona. Un día fueron despejadas todas las dudas del corazón de ellos en cuanto a su personalidad y fue cuando Lázaro, amigo de Jesús, murió en Betania hacía cuatro días; lo habían sepultado; ya hedía. El Señor ordenó en presencia de todos que quitaran la piedra que cubría la entrada del sepulcro, y cuál no sería la sorpresa cuando el Señor ordenó a Lázaro; "Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!" (Juan 11:43), y al instan­te, Lázaro salió.
Con este milagro fue como si el Señor hubie­ra firmado su sentencia de muerte (Juan 11: 49-50). Los judíos religiosos se vieron enfrenta­dos o a reconocer a Jesús como el Hijo de Dios o a rechazarle. No tenían más alternativas; pero su celo religioso los tenía tan ciegos, que no les brilló la verdad y más bien decidieron con­fabularse para darle muerte. Luego co­menzó el juicio, que le correspondió a Pilato. Miremos a Jesús frente a Pilato; los testigos y las acusaciones que le hacían no eran para causa de muerte. "Yo no hallo en él ningún delito", dijo Pilato. El mismo sabía que por envidia lo habían entregado (Mateo 27:18). Su mujer le mandó a decir que no tuviera nada que ver con ese justo (Mateo 27:19). Pilato sabía que Jesús era un hombre justo. Una lucha interna se libró dentro de él; estaba en una situación difícil. El pueblo estaba furioso. Tenía la corriente del pueblo en su contra; su conciencia también estaba acusándole. Tenía que decidir: o el pue­blo o Jesús; ni más ni menos. Como se dice vulgarmente, estaba en "un callejón sin salida", no hallando qué hacer.
Quiso evadir el problema remitiéndoselo a Herodes para que él lo juzgara. Heredes hizo algunas preguntas al Señor, luego lo devolvió a Pilato. No hallando éste qué hacer, quiso evadir el problema diciendo: Esto es asunto religioso; que lo juzguen los sumos sacerdotes Anás y Caifás. La situación se hacía cada vez más difícil para Pilato, pues era él quien tenía que decidir qué hacer con Jesús. O se decidía por Jesús abiertamente o estaba con el pueblo, también abiertamente; Jesús o el pueblo; uno de los dos. Creyó encontrar la salida cuando se acordó de la costumbre de soltar un preso cada año. Les nombró al peor de todos, a Barrabás. El pueblo pidió la libertad para Barrabás y fue aquí donde Pilato no pudo soportar más esta situación, ex­clamando: "¿QUE, PUES, HARE DE JESUS, LLAMADO EL CRISTO?" (Mateo 27:22).
La respuesta fue: "Crucifícale, crucifícale". Hipócritamente, Pilato se lavó las manos dan­do a entender a la opinión pública que había obrado con justicia, cuando él no decidió nada, dejándonos una gran incógnita. ¿Por qué Pilato no se decidió por Jesús? Indudablemente, él pensó en lo que perdería; la amistad con la so­ciedad y el cargo en el gobierno, ya que el pue­blo le había dicho: "Si a éste sueltas, no eres amigo de César" (Juan 19:12).
La historia cuenta que poco después Pilato fue llevado como preso político a una isla, y allí murió atormentado por su propia con­ciencia.
A la vida de cada ser humano llega el mo­mento cuando tenemos que decidir entre el Señor Jesús y el mundo que nos rodea. Pocos son los que parten para la eternidad sin haber oído el mensaje de la salvación en Jesús por me­dio de su Palabra, la Biblia, presentada en algún tratado, mensajes por radio o televisión, una conversación con un familiar o amigo creyente, etc. Permítame decirle que cuando leemos la Palabra de Dios, cuando nos hablan del Señor Jesucristo o cuando escuchamos la predicación del Evangelio nos están colocando frente a fren­te con el Señor Jesucristo en forma espiritual. Amigo, la Biblia en sí es un libro, pero su conte­nido presenta al Señor Jesús. Cuando una perso­na desea con todo su corazón ser salvo, y lee la Palabra de Dios, experimenta una lucha interna. Llega a sentir que no halla qué hacer; si aceptar o rechazar el Evangelio. Este es el momento cuan­do pasan muchos pensamientos, y sobre todo aquellos referentes a lo que tiene que perder o dejar, como los vicios, la religión muerta, etc. Pero piense en lo que ganará si se decide por Jesús: la vida eterna (Lucas 28:29-30). Amigo, no trate de evadir este encuentro con Jesús; no se coloque al lado de los neutrales, quienes están perdidos como los que están en contra.
          Si hoy empieza Dios a tratar con usted, si siente que debe decidirse por Jesús, no pre­gunte, "¿Qué, pues, haré?", porque puede que reciba una respuesta errónea. Conteste y decí­dase usted mismo. Pregúntele al Señor; pídale a El que le ayude. Él le ama y quiere ayudarle. Que no le suceda lo que a Pilato. Fueron otros los que decidieron por él. Para terminar quiero decirle que no hay "callejón sin salida". Todos los problemas tienen solución cuando acudimos a Dios. El, todo lo puede.

Doctrina: Cristología. (Parte IX)

V. La Deidad de Cristo


C.  El testimonio en el Nuevo Testamento.
El testimonio que nos da el Nuevo Testamento sobre la Deidad del Señor Jesucristo es fundamental y es la base para esta doctrina. En él encontramos los dichos que atestiguan y aseveran que Jesús de Nazaret es Dios y lo reconocían como tal y le entregaban la debida adoración.
Revisemos algunos pasajes que nos hablan de nuestro tema:

1.   Se le llamó Dios.
Quizás la exclamación de Tomás, a las palabras de Jesús resucitado,  “¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:28) revela la verdadera naturaleza de Jesús el Mesías y que Tomás lo tenía arraigado en lo más profundo de su corazón. Si antes tenía dudas acerca de la Divinidad del Señor, ahora, que lo veía ante él de pie y hablándole, ya no existían. Y Juan, casi terminando el primer siglo, escribe sin ninguna duda:”… y el Verbo era Dios” (Juan 1:1c)[1]. Y Pablo le escribió a los creyentes en Roma: “de quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén.” (Romanos 9:5). Juan en su primera carta expresó: “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20).
Los testimonios que hemos citado bastan para comprender que Jesús el Mesías era Dios. Que los testigos presenciales lo consideraban que era Dios e incluso Pablo, que no estuvo presente en el ministerio del Señor, lo reconoce como Dios. Es cierto que hay pasajes que pueden darnos la idea que el Señor Jesucristo no era Dios, pero siempre debemos interpretar esos pasajes difíciles a la luz de los pasajes que son claros y explícitos como los que hemos detallado. 
2.   Se le llamó Hijo de Dios.
El término “Hijo” implica igualdad y, al mismo tiempo, subordinación.  Lo que queremos decir lo explicamos con el siguiente ejemplo: un Padre  y su Hijo son iguales como personas, ambos son de la misma sustancia: ambos son similares ya que son de carne y huesos. Por tanto, siguiendo la misma analogía, esto implica igualdad entre Dios Padre y el Hijo, porque son de la misma sustancia.
En el caso de la subordinación, que lo analizaremos más adelante en otro artículo, diremos que voluntariamente se coloca bajo la autoridad del Padre y hace lo que éste le indica. No implica en la caso del Señor que hubo ni hay abuso de poder, sino que el Hijo dio un paso voluntario para lograr la redención de los hombres que creyesen.
Desde el primer versículo de Evangelio de Marcos deja bien claro que Jesucristo es “Hijo de Dios”. Con esto establece la pauta que no es sólo un mero hombre, sino el Hijo de Dios encarnado. Aunque no escribe nada acerca de este proceso, como lo hacen Mateo y Lucas en su respectivos evangelios, si expresa lo mismo que describe Pablo a los Filipenses (2:5-8), que si bien es el Hijo de Dios, este vino a servir y no ser servido.
En Lucas, el Ángel le revela a María el origen de este hijo que iba a nacer de ella: “será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). Y más adelante, Lucas, cuando detalla la  genealogía de Jesús,  no deja conectar su ascendencia con Dios mismo (Lucas 3:38).
Satanás, cuando tentó al Señor en el desierto, le dijo “si eres Hijo de Dios” (Mateo 4:3, 6). Si bien lo hizo poniendo en duda su condición de Hijo, no para negar que Jesús poseyese esa condición, sino su fin era forzarlo a hacer algo para lo que él no había venido. De ahí la respuesta del Señor: “Escrito está…”.
En el ministerio del Señor Jesús, es curioso que los mismos demonios daban testimonio que este hombre que estaba delante de ellos expulsándolos era el “Hijo de Dios”: “También salían demonios de muchos, dando voces y diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Pero él los reprendía y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Cristo.” (Lucas 4:41, vea también Marcos 3:11; Mateo 8:29). El hecho que pudiera lograr esa expulsión con su sola autoridad, hablaba por sí mismo que a este hombre al que ellos llamaban “Hijo de Dios” era el mismo Dios.
El mismo Señor Jesucristo dio testimonio de sí mismo como Hijo de Dios: “De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán.” (Juan 5:25).
Por último, Pablo le escribe a los romanos: “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne;” (Romanos 8:3).
Además podemos citar las siguientes referencias que sería conveniente tener estudiar: Mateo 27:40, 43; Juan 1:34; 19:7; 10:36; 11:4; 20:31; 2 Corintios 1:19; Gálatas 2:20; Hebreos 4:14; 10:29; 1 Juan 3:8; 4:15; 5:5,10,12,13; Apocalipsis 2:18.
3.   Se le llamó Señor.
Antes de detallar los pasajes que nos indican que Jesús se llamó así mismo Señor o le llamaron Señor, diremos que se entiende cuando pronunciamos esta palabra. Señor viene del griego Kurios y era el equivalente del término hebreo Adonai, que quiere decir Señor y se utilizaban exclusivamente para referirse a Dios, de esta manera el devoto judío reemplazaba el nombre de Jehová por Adonaí porque era un nombre demasiado santo y temían usarlo para hechos profanos. Por lo tanto, cuando el Mesías usaba el título de Señor, en realidad estaba diciendo que él era Dios. En Mateo 4:7, 10 se ve un ejemplo claro de lo que hemos dicho (cf. Mateo 22:37).
De acuerdo a lo que hemos indicado, encontramos en la Escritura ejemplos que  hablan de Jesús como SEÑOR, dicho por el mismo:
·         “…porque el Hijo del Hombre es Señor del día de reposo.” (Mat. 12:8);
·         Mas Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti. (Marcos 5:19)
·         “Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy” (Juan 13:13).
Pero también encontramos que los discípulos le llamaban “SEÑOR” cuando estaban con él, y cuando llevaban a otros a Cristo.
·         Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío! (Juan 20:28)
·         “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36)
·         “Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hechos 7:59).
·         “Entonces Ananías respondió: Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén;” (Hechos 9:13).
·         “Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa.” (Hechos 16:31).
Y en el último libro de la Biblia encontramos lo siguiente: en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Ap.19:16).  La expresión “Rey de Reyes” aparece en el antiguo testamento tres veces (Ezequiel 26:7; Daniel 2:37; Esdras 7:12) y en referencia a rey de Babilonia y de Persia; y la expresión de “Señor de Señores” la encontramos en Deuteronomio 10:17 y el Salmo  136:3 y en referencia a superioridad de Dios. Por lo tanto este título divino nos habla de la supremacía que el Señor tendrá cuando vuelva en su segunda venida (1 Timoteo 6:14-15).

4.   Otros nombre.
“… el primero y el último” (Ap. 1:17; Ver también Apocalipsis 22:13).  Este título se aplica a Dios en el libro de Isaías (41:4; 44:6; 48:12).
Alfa y Omega (Ap. 22:13; 1:8,11).

5.   Su relación con la Divinidad.
a)    Igualdad divina.
En la oración sumo sacerdotal del Señor Jesús en Juan 17, expresa y anhela aquella gloría que tuvo con el Padre antes de la encarnación. Dice: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.” (Juan 17:5). O como lo expone Pablo: “…siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Fil. 2: 6a). Ni por ningún momento pensemos que él dejo de ser Dios por hacerse hombre, por ningún momento perdió su condición divina. El mismo expresa que él era igual a Dios, porque quien lo veía a él, veía al Padre: “y el que me ve, ve al que me envió” (Juan 12:45).
En forma innegable,  Pablo recalca a los colosenses respecto del Señor: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). Si hubiese sido un ser creado como algunos en forma de doctrina enseñan, jamás se hubiera escrito esto tan revelador respecto del Hijo de Dios. Ni el autor de la carta a los hebreos hubiera escrito: el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3a).
Por tanto, el Hijo, siendo de la misma sustancia del Padre, era uno con el Padre y por ende, Dios mismo.
b)   Relación divina.
Con respecto a la relación divina, no ha habido nadie tan unido a su Padre como la relación que manifestaba el Hijo hacia el Padre. Él mostraba una obediencia perfecta, sabiendo que al hacerlo lo llevaría a morir en una forma tan ignominiosa y cruel, como era la crucifixión, muerte reservada a los criminales y esclavos (Juan 5:30; 6:38; Lucas 22:42; Hebreos 10:7,9). A pesar de lo anterior, el Señor podía expresar con profunda convicción: “Yo y el Padre uno somos.” (Juan 10:30), dejando en claro cuan profunda era la unión que había en ellos; el uno estaba al lado del otro.
Además, encontramos que desde el comienzo de la Iglesia, ya se colocaba a un mismo nivel el Padre y al Hijo. Vemos esto en la formula bautismal de Mateo 28:19. Fijémonos en la expresión “en el nombre”.  Al estar en singular, y no en plural, podemos entender que no existe diferenciación de personas, sino que son una sola y están a un mismo nivel. Si se hubiera querido establecer que existe una diferencia entre las personas, se hubiera expresado de otra manera  en forma clara, y explícitamente se muestren a estas personas que no son iguales y no existe una unidad entre ellas.
Pablo no dejó de mostrar esta unión en bendición apostólica: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros. Amén.” (2 Corintios 13:14); “Y el mismo Jesucristo Señor nuestro, y Dios nuestro Padre, el cual nos amó y nos dio consolación eterna y buena esperanza por gracia, conforte vuestros corazones, y os confirme en toda buena palabra y obra.” (2 Tesalonicenses 2:16, 17).
En otros pasajes  encontramos que hablan de esta relación de igual son los siguientes: Juan 14:23; 17:3.
6.   Recibió Adoración.
Desde que la ley fue promulgada, quedó claro que la adoración pertenece en forma exclusiva a Dios (Éxodo 20:3-6 cf. Mateo 4:10 y Apocalipsis 22:8,9). Y en algunos pasajes vemos que el Señor Jesucristo recibió verdadera adoración. Por lo que podemos concluir que Cristo es Dios.
Podemos imaginarnos cuanto asombro debió haber provocado que unos extranjero llegasen a la capital del reino de Herodes “diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle... Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.” (Mat. 2:2, 11). Los sabios del oriente no fueron para adorar a Dios en el templo, o a María, sino a Cristo Jesús, recién nacido. Ya iniciado su ministerio él acepto la adoración  de los discípulos, después que vieron como caminaba sobre las aguas en una noche tormentosa e hizo caminar a Pedro sobre las aguas y como el clima se calmó después que Él subió a la barca. “Entonces los que estaban en la barca vinieron y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios.” (Mat. 14:33).
Otros ejemplos los encontramos en que se muestra la adoración que se rindió al Señor: Mateo 9:18; Lucas 24:52.
Para los discípulos  hubiera sido muy complicado, como hombres religiosos, educados bajo la enseñanza de un rabino de la sinagoga local, rendir adoración sino estuviesen convencidos que el Mesías era Dios. Si Cristo no hubiera sido Dios, entonces esta adoración hubiese sido idolatría. Sin embargo, es mandato de Dios que el Hijo sea adorado: “Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en el mundo, dice: Adórenle todos los ángeles de Dios.” (Hebreos 1:6). “…para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió.” (Juan 5:23). Esto es cierto por todas las edades, los cristianos hemos adorado a Cristo como Dios. Los hombres nacidos de nuevo no hubiesen estado satisfechos de adorar a un mero hombre.



[1] En un artículo futuro se analizará este versículo en detalle, ya que los mal llamados Testigos de Jehová  lo tergiversan traduciéndole deliberadamente mal en la versión “Nuevo Mundo”, y no solo en este pasaje sino en otros pajes claves de la Escritura.

Joab: Capaz y malintencionado (Parte IV)

Contra los amonitas.

    El hecho de que David ya era rey absoluto sobre Israel de ninguna manera quería decir que habían terminado las hazañas de sus hombres. La nación estaba acosada por enemigos que por mucho tiempo se habían acostumbrado a saquear con impunidad. Ahora que había paz internamente Joab fue comisionado a atender a estos pueblos vecinos.
La primera batalla de importancia fue contra las fuerzas de Amón, fortalecidas ellas por treinta mil mercenarios contratados en Siria. La narración en 2 Samuel 10 y 1 Crónicas 19 da a entender que Joab tuvo la desventaja de tener que dividir sus tropas en dos. Su hermano Abisai estaba a la cabeza de un grupo y Joab mismo del otro. Sería uno de sus mejores momentos; la clave de su éxito está en su discurso a Abisai antes del encuentro: “Si los sirios pudieren más que yo, tú me ayudarás; y si los hijos de Amón pudieren más que tú, yo te daré ayuda. Esfuérzate, y esforcémonos por nuestro pueblo, y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere”.
Aun siendo capitán del ejército, reconoció que su hermano y él se necesitaban mutuamente y estaba dispuesto a recibir y dar ayuda. Esta es una verdad clave en la esfera de la asamblea y una que nos cuesta aprender. Pablo exhorta a los creyentes: “Los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos”, Romanos 15.1. Está en contraste directo con nuestro instinto natural y viene a la mente una expresión que se oye en el mundo: “El más débil a la pared”. Escribiendo a otros, el mismo apóstol exhorta: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”, Gálatas 6.2. Y, si vamos a una carta a los corintios, encontramos que él demuestra ampliamente nuestra dependencia el uno del otro como miembros del cuerpo de Cristo y anhela que “los miembros todos se preocupen los unos por los otros”, 1 Corintios 12.25.
Otra cosa en la mente de Joab fue la necesidad de dar un buen ejemplo. Su pueblo esperaba de su líder una orientación y estímulo. Que un soldado raso mostrara timidez sería una falta, pero en Joab sería un desastre. La posición que ostentaba era un privilegio que conllevaba una responsabilidad.
A Timoteo se le recuerda de esto mismo: “Sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor espíritu, fe y pureza”, 1 Timoteo 4.12. Pedro, dirigiéndose específicamente a los ancianos, habla de ser ejemplos de la grey, 1 Pedro 5.3. Y Santiago, consciente del perjuicio que puede resultar de los fracasos de uno que ha asumido liderazgo entre el pueblo de Dios, dice en el 3.1: “No os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación”. Un liderazgo proactivo y ejemplar es esencial en cualquier asamblea para que su testimonio sea eficaz; los hermanos que no lo pueden dar, deben ceder a los que sí pueden.
Joab tenía una meta positiva en esta batalla, como había tenido también en su ataque contra los jebuseos. Peleaba contra los sirios pero a la vez “por las ciudades de nuestro Dios”. Él sabía que Israel nunca estaría a salvo mientras los enemigos ocupaban la heredad del pueblo de Dios. Nos trae a la mente los ataques que Pablo lanzaba contra aquellos que describía como enemigos de la cruz de Cristo, Filipenses 3.18, aun cuando su ministerio era positivo y no negativo. “Escribo estando ausente, para no usar de severidad cuando esté presente, conforme a la autoridad que el Señor me ha dado para edificación, y no para destrucción”, 2 Corintios 13.10. La manera más segura de combatir el error es enseñar la verdad con un enfoque positivo y luego ponerla por obra.
Posiblemente se presten a confusión las palabras finales de Joab a su hermano: “Haga Jehová lo que bien le pareciere”. Esto no da a entender una actitud de fatalismo en cuanto al desenvolvimiento de la batalla por delante. Los hijos de Israel podían confiar en las promesas específicas que habían recibido de Dios. La tierra les había sido prometida a ellos como nación, y estaban asegurados de la ayuda divina contra sus enemigos con tal que le confiaran todo a Él. Por no contar con tantos hombres, y por estar mal posicionados, ellos dudaban de sí mismos y veían su dependencia de Dios. Un líder espiritual discernía qué haría Dios y por esto podía confiar que todo saldría bien.
En nuestra propia lucha espiritual nosotros también contamos con “preciosas y grandísimas promesas”, 2 Pedro 1.4. Pero parece que a menudo pensamos que los eventos están gobernados por una suerte ciega en vez de un Padre omnipotente y omnisciente. Por ejemplo, después de una reunión de predicación del evangelio, tal vez poco asistida o con ningún indicio de interés de parte de los inconversos que asistieron, algún hermano dirá en señal de derrota: “Mi palabra… no volverá a mí vacía”, Isaías 55.11, sin siquiera citar el resto del versículo: “Hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié”. Esa semi-cita es un bálsamo para calmar nuestra conciencia cuando hay, o parece haber, una carencia de bendición, como si de alguna manera misteriosa los oyentes inexistentes van a recibir beneficio de un evangelio que no les fue predicado. Pero las Escrituras muestran en diversas partes que el Señor tiene un hondo deseo de bendecir, y raras veces abrazamos en plena certidumbre de fe las promesas que Él ha dado.
Una promesa no apropiada ni disfrutada como un hecho consumado es de poco valor a nuestros corazones. El deseo de Pablo es que comprobásemos cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta, Romanos 12.2. El conocimiento de la voluntad suya y la dependencia de las promesas suyas nos aseguran de nuestras acciones y da confianza de que serán bendecidas.

Meditación.

“No injuriarás a los jueces, ni maldecirás al príncipe de tu pueblo”
(Éxodo 22:28).
Cuando Dios le dio la Ley a Moisés, incluyó una prohibición específica en contra de hablar reprochando o faltando al respeto de aquellos que ocupan posiciones de autoridad. La razón es clara: estos gobernantes y líderes son representantes de Dios. "No hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas" (Romanos 13:1). El gobernante es: "servidor de Dios para tu bien" (Romanos 13:4). Aun cuando este gobernante no conozca al Señor personalmente, sin embargo es el hombre del Señor oficialmente.
El vínculo entre Dios y los gobernantes humanos es tan cercano que la Escritura se refiere algunas veces a ellos como dioses. Por esta razón, leemos en otra versión: "No injuriarás a los dioses", lo que puede significar autoridades gubernamentales. Y en el Salmo 82:1, Salmo 82:6 el Señor se refiere a los jueces como dioses, no significando que sean deidades sino que simplemente son agentes de Dios.
A pesar de los ataques asesinos del rey Saúl contra David, este último no permitió a sus hombres que hicieran daño al rey en forma alguna, porque era el ungido del Señor (1 Samuel 24:6).
Cuando el apóstol Pablo sin darse cuenta reprochó al sumo sacerdote, presuroso se arrepintió y disculpó, diciendo: "No sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote; pues escrito está: no maldecirás a un príncipe de tu pueblo" (Hechos23:5).
El respeto por las autoridades tiene vigencia también en el reino espiritual. Esto explica por qué el arcángel Miguel no se atrevió a proferir juicio de maldición contra Satanás, sino que sencillamente le dijo: "El Señor te reprenda" (Judas 1:9).
Una de las marcas de los apóstatas de los últimos días es que desprecian el señorío, y no temen decir mal de las potestades superiores. (2 Pedro 2:10).
La lección para nosotros es evidente. Debemos respetar a nuestros gobernantes como siervos oficiales de Dios aunque no estemos de acuerdo con su política o no aprobemos su carácter personal. Bajo ninguna circunstancia debemos decir jamás lo que dijo un cristiano al calor de una campaña política: "El presidente es vil y sinvergüenza".

Además debemos orar así: "por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad" (1 Timoteo 2:2).

ALGUNAS MUJERES DEL ANTIGUO TESTAMENTO (Parte IX)

9. María la hermana de Moisés


Esta es la primera de las María que encontramos en la Biblia; su nombre sería usado mucho en Israel en las generaciones posteriores. Leemos acerca de ella en Éxodo capítulos 2 y 15 y Números capítulos 12 y 20.
Era una joven responsable por la manera en que cuidó a Moisés cuando sus padres lo pusieron en la arquilla y lo ocultaron en el río Nilo. Ella mostró serenidad ante la princesa egipcia, preguntándole si no quería una nodriza para cuidar al niño. La próxima mención de María es cuando guiaba a las mujeres de Israel en el coro del himno de alabanza de Moisés cuando sus enemigos egipcios fueron cubiertos por las aguas del Mar Rojo. María tendría ya unos noventa años y nos maravillamos que a esa edad todavía tuviera tan buena voz. “Cantad a Jehová porque en extremo se ha engrandecido...” En esta ocasión la Biblia la llama profetisa y es la primera vez que se da este título a una dama. María no sólo guiaba el canto sino que Dios, hablando por medio del profeta Miqueas, siglos después, la pone casi a la par de sus hermanos: “... y envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a María”.
Lamentablemente, María sintió celos de su hermano cuando éste se casó. Supuestamente uno de los motivos fue que la mujer era de otra raza, aunque no es de un todo seguro que lo fuese. Junto con Aarón, María murmuró contra Moisés. Este pecado fue tan grave en los ojos de Dios que El mismo reprendió a los dos, y María salió de la presencia de Dios blanca como la nieve y leprosa.
Este castigo duró siete días. Fue una semana de retraso en la marcha del pueblo (unos tres millones y medio de personas, o más) que marchaba hacia la tierra prometida. Aarón confesó, “locamente hemos pecado”. Moisés oró por María y al cabo de siete días ella se reunió de nuevo con el pueblo. Este pecado tuvo sus consecuencias graves. Cuando pecamos es siempre contra Dios que pecamos, pero a veces nuestros seres queridos y el pueblo del Señor sufren también. Véase el lenguaje de David en Salmo 51.4 en relación con su caída con Betsabé.
María no llegó a la tierra prometida sino que murió en Cades y fue sepultada allí.

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte IX)

(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).         


4. EL SACRIFICIO DE PAZ (Levítico 3; 7:11-36)
En la institución de los sacrificios, el sacrificio de paz estaba tercero en la lista (Levítico 1-5). Ahora, al tratarse de las "leyes" de las ofrendas (Levítico 6-7) vemos que es el último. Éste no se ofrecía para ser "aceptado", como el holocausto, ni para ser "perdo­nado", como el sacrificio por el pecado, sino que el que lo ofrecía lo hacía para dar gracias (7:12). Sabía, por la fe, que había sido aceptado en Cristo, que sus pecados habían sido borrados por Su sacrificio, y que, de esta manera, podía tener comunión con el Padre, con su Hijo Jesucristo y con sus hermanos (1 Juan 1:3).
Tal es el sacrificio de paz. Cristo "hizo la paz mediante la sangre de su cruz" (Colosenses 1:20); "anunció las buenas nuevas de paz" (Efesios 2:17); "él es nuestra paz" (Efesios 2:14).
Expresa, además, la comunión. Hay una parte para Dios: la sangre y la grosura; otra parte para los sacerdotes: la espalda y el pecho, y, finalmente, otra para el adorador y sus invitados: el resto de la ofrenda. Según 1 Corintios 10:18 (V.M.), el que llevaba un sacrificio de paz, deseaba tener comunión con el altar. Asimismo, en la Cena tenemos comunión con Dios res­pecto al sacrificio de su Hijo; tenemos comunión con el cuerpo y con la sangre de Cristo que fueron dados por nosotros; expresamos la comunión unos con otros par­ticipando todos de aquel mismo pan.
Sacrificio de acción de gracias, sacrificio de paz y de comunión, este sacrificio era una ofrenda voluntaria de olor grato. Implicaba un ejercicio personal ante Dios: "Sus manos traerán..." (Levítico 7:30). Sólo aquellos que saben que sus pecados han sido perdona­dos a causa de la obra del Señor Jesús y que son en alguna medida conscientes de haber sido hechos acep­tos en el Amado, pueden ofrecer el sacrificio de paz y realizar la comunión fraternal; aquellos que no conocen al Señor por sí mismos, no tienen aquí parte alguna. No podrían participar —no decimos asistir— del culto de acción de gracia y menos aún de la Cena del Señor.

La parte de Dios
Como siempre, la ofrenda debía ser sin defecto.
La sangre era rociada alrededor del altar. Incluso cuando no se trata de perdón ni de aceptación, la san­gre de Cristo guarda todo su valor ante Dios, sea cual fuere el aspecto bajo el cual se considere la obra de su Hijo. Él es la eterna base de nuestra relación con Dios.
La grosura era quemada enteramente sobre el altar. Ella representa lo que hacía las delicias de Dios en Cristo: la energía interior, la devoción a su voluntad hasta la muerte: "No... mi voluntad, sino la tuya" (Lucas 22:42). Juan 10:17 nos da el alcance de esto: "Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida". Sólo Dios puede apreciar realmente esta devoción de su Hijo hasta la muerte. Lo contemplamos, adoramos, felices de que en esta obra haya una parte especialmente para Dios.
Levítico 7:22-27 insiste en el hecho de que ningún israelita debía comer la sangre, ni la grosura. No pode­mos entrar en el "misterio de la piedad", Dios manifes­tado en carne (1 Timoteo 3:16), el Señor Jesús, que vino como hombre para poder ofrecer su cuerpo (Hebreos 10:10) en sacrificio y derramar su sangre. "Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre" (Lucas 10:22). El valor único de su sangre y de su persona sobrepasa el entendimiento de la criatura.

4. EL SACRIFICIO DE PAZ (Levítico 3; 7:11-36)                   

La parte de los sacerdotes
El pecho, ofrecido junto con la grosura, mecido ante Dios, era comido después por Aarón y sus hijos. El pecho nos habla del amor de Cristo que excede a todo conocimiento, según la oración de Efesios 3:19. Como sacerdotes, somos llamados a alimentarnos de este amor de Cristo, y a ser "plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor" (Efesios 3:18) de Aquel que podía decir: "Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos" (Éxodo 21:5). Es el amor de Cristo por su Padre, por su esposa (la Iglesia), por cada uno de sus rescatados. Alimentados de este amor, podremos ser llenos de toda la plenitud de Dios. Pero jamás podremos comprenderlo en su plenitud: ¡Excede a todo conocimiento! Es también la grosura quemada sobre el altar.
El alimento forma al hombre interior; lo que comemos se transforma en parte de nosotros mismos. Llenos del amor de Cristo, los rescatados son conduci­dos a imitarlo. "Como el Padre me ha amado, así tam­bién yo os he amado; permaneced en mi amor" (Juan 15:9): a esto corresponde alimentarse del pecho del sacrificio de paz. Y el Señor añade: "Que os améis unos a otros, como yo os he amado" (Juan 15:12). Ali­mentados del amor del Señor, arraigado y sobreedificado en él, manteniéndonos firmes en él, podremos amarnos unos a otros.
Los sacerdotes también comían de la ofrenda vegetal que acompañaba al sacrificio (Levítico 7:12). Esta nos habla del andar de Cristo. Alimentarse de ella es, como lo hemos visto, penetrar profunda y personal­mente en el andar de Cristo aquí abajo. Llenos así de él, seremos formados interiormente para "andar como él anduvo" (1 Juan 2:6). Amar como él nos amó, andar como él anduvo, tal es la parte de los "sacerdotes": cre­yentes que no sólo se gozan de ser salvos, de tener paz con Dios, de experimentar Sus cuidados y bendiciones, sino que toman a pecho lo que conviene a Dios, lo que El desea, lo que él pide:
¿De qué incienso la fragancia Pura, a Ti subiera en loor? El nardo de nuestra alabanza, ¡Oh Jesús! ¿No es tu mismo amor?
La espaldilla elevada también era la parte del sacerdote. Esta espaldilla nos hace pensar ante todo en la fuerza y en el poder (compárese con Éxodo 28:12; Lucas 15:5). Es la oración de Efesios 1:18-20: "para que sepáis... cuál es la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la ope­ración del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos". ¡Qué poder debe Dios desplegar para arrancar un alma a Satanás y al mundo, y hacer de ella su hijo! El mismo poder operó en Cristo a fin de resucitarlo de entre los muertos. Pronunciar una simple fórmula no da la vida, pero comer su carne y beber su sangre (Juan 6:54), es decir, creer con todo nuestro ser a un Cristo muerto, implica la operación de todo el poder de Dios, para la apropiación personal por la fe de las virtudes de ese sacrificio.
Pero si consideramos la espaldilla elevada, en rela­ción con 1 Samuel 9:24, desde el punto de vista de Cristo mismo, reconoceremos su parte personal, la por­ción elevada que corresponde a Aquel que tiene toda la preeminencia. Él dio su sangre y ofreció el sacrificio perfecto (Levítico 7:33). Obediente hasta la muerte, recibió un nombre que es sobre todo nombre; está sen­tado a la diestra de la Majestad en las alturas; el princi­pado estará sobre su hombro; y toda rodilla se doblará ante Él.