“¡Cuántas veces no seguimos el consejo que Dios le dio a Caín, y le abrimos la
puerta al pecado y después lamentarnos de haberlo dejado entrar!”
Blog correspondiente a la publicación mensual de la revista homónima. Aquí encontrará temas de edificación cristiana y de aprendizaje personal.
“¡Cuántas veces no seguimos el consejo que Dios le dio a Caín, y le abrimos la
puerta al pecado y después lamentarnos de haberlo dejado entrar!”
Satanás sabía lo que había en Job. Conocía las tendencias de una naturaleza que él mismo había corrompido con su mentira en el huerto de Edén. Dijo a Jehová: “¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene?... Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia” (Job 1:9-11). Satanás nos conoce en lo más profundo de nuestro ser y comprende los resortes de nuestros pensamientos y móviles. ¡Cuán solemne es esto!
Satanás
conocía lo que había en Job, pero no conocía lo que había en Dios. Los
designios de la gracia divina estaban por encima de su comprensión. Por esta
razón, en la historia del mundo siempre trabajó para su propia derrota, aunque
pensaba que ganaba ventaja. Porque está obligado a enfrentarse con Dios aun en
las cosas que hace y en los propósitos que entreteje contra nosotros.
Cuando
Satanás vino hacia el hombre en el huerto de Edén, encontró a Dios para su
propia confusión. Dios anunció su derrota (Génesis 3:15). Cuando incitó a David
a censar a Israel, la era de Ornán fue descubierta, y el lugar en que la
misericordia se glorifica frente al juicio vino a ser el lugar del templo (1
Crónicas 21-22:1). Cuando zarandeó a los apóstoles como a trigo, se vio
superado por la oración de Jesús y, en lugar de una fe abatida, hubo hermanos
confirmados (Lucas 22:31-32). Y, sobre
todo, cuando Satanás condujo a los hombres a clavar a Jesús en la cruz, la
misma muerte que provocó, fue su propia destrucción, completa y definitiva.
En
todos los ataques que hace sobre cada uno de nosotros, Satanás descubre tarde o
temprano que encontró al Dios Todopoderoso y no a un débil creyente. Entró en
el dominio de Job para devastarlo y destruirlo. Pero Dios estaba allí tal como
su siervo Job, y finalmente Satanás fue completamente confundido.
Es
así en cuanto a los creyentes y su gran enemigo. Un día reinarán y allí
Satanás no tendrá lugar. Liberados de las tribulaciones que provocó alrededor
de ellos y contra ellos, se adelantarán para traer sus coronas y cantar himnos
de triunfo. En lugar de aparecer otra vez “entre los hijos de Dios”, como en
la historia de Job (Job 1:6), Satanás será prendido por un ángel poderoso y
arrojado al abismo (Apocalipsis 20:1-3).
Satanás
siempre es derrotado. Es el instrumento — instrumento voluntario— de la
“destrucción de la carne”, pero esta destrucción tiene por resultado la salvación
del espíritu (1 Corintios 5:5). Se deleita en recibir al que le es entregado
para corrección, pero esto lleva a que el justiciado aprenda a no blasfemar (1
Timoteo 1:20). Da al creyente un aguijón en la carne, pero el resultado es
bueno, porque guarda al siervo de Cristo de enaltecerse (2 Corintios 12:7).
Estos
ejemplos nos muestran que Satanás siempre trabaja directamente para su derrota.
Sus propias armas se vuelven contra él. Al que ataca, le es dado por este mismo
ataque fuerza y energía contra Satanás. ¡Dichosa seguridad! Finalmente, nuestro
gran adversario nunca es el vencedor.
J.
G. Bellet
F. ULRICH
Separación,
santidad, consagración a Dios
La
separación del mal, tal como la Palabra de Dios nos la enseña, no nos conduce
al vacío, sino al bien y a la consagración a Dios.
Dios
en su Palabra insiste constantemente en la necesidad de que aquellos que le
pertenecen anden en un camino de santidad práctica. Ya era así con Israel.
¡Cuánto más con nosotros, creyentes del tiempo de la gracia, que hemos sido
llevados infinitamente más cerca de Dios que los israelitas!
Dios
mismo puso el fundamento de nuestra santificación, es decir que somos apartados
para El. “Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo
hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10).
Acordémonos
de esto: “Somos santificados”. Es la posición en la cual Dios nos puso y
en la cual ve a cada creyente. Nos escogió y apartó para él. En esto no hay
ningún crecimiento, ninguna colaboración de nuestra parte. Todo es enteramente
de Él.
Es
el fundamento de nuestra seguridad. Dios mismo proveyó al sacrificio que nos
separa del mundo y nos libra del juicio que pronto caerá sobre él. “Porque con
una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (v. 14). Al
sellamos con el Espíritu Santo, Dios puso su marca sobre nosotros; somos su
posesión.
Posición
y realidad visible
Este
es el fundamento: nuestra posición delante de Dios. Le pertenecemos. Pero
¿acaso ha de manifestarse esto solo cuando ocupemos los lugares que nos están
preparados en el cielo? ¿Podría Dios contentarse con esto? Recordemos que el
Señor Jesús nos ha “enviado al mundo” como el Padre lo había enviado a
él al mundo (Juan 17:18). Nuestra posición delante de Dios debe reflejarse en
nuestra vida práctica, sobre la tierra. El hecho de que Dios nos santificó
tiene como consecuencia normal una vida de santidad práctica. Si Dios nos
apartó para Él, vivamos para Él.
Miremos
bien el orden de las cosas: primero está la obra de Dios; luego el hombre
durante su vida aquí puede cumplir la voluntad de Dios. El hombre natural,
aquel que no pasó por el nuevo nacimiento, no puede en absoluto satisfacer las
exigencias de Dios. La santidad práctica puede ser solo la consecuencia de
nuestra posición de redimidos. Pero esta santidad debe realizarse en la
práctica. “La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1
Tesalonicenses 4:3).
¿Qué
es la santidad? Es un comportamiento gobernado solamente por la voluntad de
Dios, y marcado por las normas divinas, porque Dios mismo es santo (véase 1
Pedro 1:15-16). Es vivir para Dios.
Un
crecimiento
Y
en esto Dios quiere ver un crecimiento, progreso. ¿Cómo hacer progresos en la
santidad práctica? Está lo que debemos hacer nosotros y lo que hace Dios.
Tenemos
que andar en la separación del mal. Mantenemos lejos del mal nos acerca al
Señor. “Por lo cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y
no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré” (2 Corintios 6:17). “Limpiémonos de
toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el
temor de Dios” (7:1). Todo lazo con cosas o personas que deshonran a Dios,
estorba nuestro crecimiento e impide a Dios utilizamos libremente. ¿Tenemos
suficiente conciencia de esto? “Así que, si alguno se limpia de estas cosas,
será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda
buena obra” (2 Timoteo 2:21, véase v. 20).
Sin
embargo, no se nos dejó solos para lograr esto. Dios sostiene nuestro
crecimiento. Nuestro Señor, en su oración dirigida al Padre en Juan 17, pide:
“Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (v. 17). Jesús había enviado
a sus discípulos al mundo, y nos envía hoy, como el Padre lo había enviado a
él. Conoce las influencias a las cuales son sometidos aquellos que viven en el
mundo. Por eso, en su oración al Padre, el Señor le pide que guarde a
los que le había dado, de toda impureza y de las acechanzas de Satanás.
Necesitan ser ayudados para discernir el mal y separarse resueltamente de este,
a fin de vivir para Dios en el mundo y defender los intereses de Dios, como
Jesús mismo lo hizo.
El
medio que Dios utiliza para nuestra santificación es “la verdad”, palabra que
nos es familiar y que sin embargo merece que nos detengamos en ella.
Se
refiere al conjunto del libro que Dios nos dio: su Palabra, la Santa Escritura.
Encontramos allí la verdad, porque ese libro nos muestra en toda pureza y
claridad los pensamientos de Dios y su juicio sobre todas las cosas en cuanto
al pasado, presente y futuro.
Pero,
para nosotros, la verdad es también la manera con la que Dios se reveló en la
época en que vivimos, el tiempo de la gracia. Hoy los creyentes son hijos de
Dios porque en su Hijo se reveló como Padre. Cuando escuchamos o leemos la
Biblia, nuestro Dios y Padre nos habla como a sus hijos. Él nos dio “a conocer
el misterio de su voluntad” (Efesios 1:9), es decir, todos sus designios. El
Espíritu Santo utiliza la Palabra para guiarnos, y “todos los que son guiados
por el Espíritu de Dios” muestran que “son hijos de Dios” (Romanos 8:14).
Cuando
Jesús pide al Padre: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”, se
funda en esta relación, única en el curso de todas las épocas, en la cual
estamos hoy. El conocimiento del hecho de que el Dios santo es nuestro Padre,
debe llevarnos a una vida práctica que corresponde a esta posición maravillosa.
Fuimos llevados muy cerca de él; vivamos también para El.
Vosotros
también sed santos
En
este mismo orden de ideas, Pedro escribe: “Como aquel que os llamó es santo,
sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito
está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que sin
acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo
el tiempo de vuestra peregrinación” (1 Pedro 1:15-17).
El
“tiempo de vuestra peregrinación” aún no ha terminado. Pero nosotros ya estamos
ahora sobre un fundamento inquebrantable. Nuestra posición perfecta resulta de
la obra de Dios mismo por el sacrificio de su Hijo; somos “santificados”,
apartados para Él, y para siempre. Pero mientras recorremos nuestro camino a
través de un mundo lleno de influencias adversas, Dios nos sigue con sus ojos
porque quiere ver en nosotros un compor-tamiento acorde con nuestra posición y
con su propia santidad. Tenemos los maravillosos recursos de su Palabra y de su
Espíritu. Y Cristo intercede por nosotros ante el Padre. Él se santificó a sí
mismo por nosotros, para que seamos santificados en la verdad (Juan 17:19).
(Lucas 18:1-8)
La
parábola del juez injusto, —así como los párrafos antecedentes del capítulo
17—, presenta la condición del remanente judío del fin. No obstante, es muy
instructiva para nosotros los cristianos.
El
juez injusto no poseía los primeros rudimentos del conocimiento de Dios. En
esto era similar muchos dignatarios de la cristiandad actual. “Ni temía a Dios,
ni respetaba a hombre” (v. 2). Para quien no tiene dicho temor de Dios, la
sabiduría divina es letra muerta. Sin tal temor ni siquiera puede suponer el
carácter del Dios que aborrece el mal bajo todas sus formas. El alma, pues,
está sin Dios.
Tal
hombre, al no tener a Dios, sino a sí mismo como punto de comparación, sólo
obtiene este resultado: se constituye en juez de todos los hombres, salvo de sí
mismo, pues sin Dios el hombre natural es incapaz de juzgarse. Entonces se
coloca en el centro, en lugar de Dios y, sin juzgarse, juzga a los demás.
Semejante
juicio siempre lo lleva a no respetar a los hombres, a despreciarlos. Así se
levanta una estatua en medio de la bancarrota y de la ruina moral de la
humanidad; y, según su propia opinión, permanece solo e intacto sobre tales
escombros.
Como
lo veremos, el carácter de la pobre viuda es un fiel retrato del remanente
judío del fin; no obstante, ofrece un importante punto de contacto con el
nuestro. Apurémonos a comprobarlo, pues al Señor le sirvió como tema de
exhortación a sus discípulos. Éstos, así como esa viuda, debían “orar siempre,
y no desmayar” (v. 1). Ante nosotros se presenta una infinidad de necesidades,
ya sea en lo que nos concierne personalmente, sea en lo que se refiere al
pueblo de Dios, o en lo que se relacione con el mundo. Todo ello son temas de
oraciones, intercesiones y de súplicas continúas dirigidas al Dios de gracia.
He aquí lo que tenemos que hacer; pero, en circunstancias muy diferentes a las
de la viuda. Ella invocaba al juez; pero los cristianos jamás lo haríamos,
porque invocamos al Padre. El Señor, entregado a las manos de sus verdugos
dijo: “Padre, perdónalos.” La viuda dijo: “Hazme justicia (o véngame) de mi
adversario”, mientras que nosotros sólo podemos implorar la misericordia de
Dios sobre ellos. Sin embargo, en medio de las pruebas suscitadas por el mundo
contra los santos, sabemos que Dios ejerce paciencia antes de intervenir por
nosotros: “¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y
noche, aunque sea longánime acerca de ellos?” (RV 1909). Sabemos que Dios
juzgará; pero que su promesa es cierta y que usa de paciencia, “no queriendo
que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2.a Pedro
3:9).
En
la parábola, el Señor alude a los “escogidos que claman a él día y noche”, para
que se les haga justicia, como en el Salmo 83:1. Esa pobre viuda es, pues, la
figura del remanente judío que atravesará la tribulación al final de los días y
que podrá invocar con insistencia la venganza del Juez, porque dicha venganza
será para tales creyentes el único medio de liberación. Toda esa escena no nos
concierne directamente; sin embargo, además de alentarnos a orar siempre y no
desmayar, nos asegura que Dios manifiesta paciencia antes de intervenir por los
suyos por medio de juicios. De Su lado, no faltará nada: “Os digo que pronto
les hará justicia” (Lucas 18:8). Estas palabras son proféticas; pero, por
anticipación, los discípulos del Señor pudieron verificarlas como una realidad
histórica y parcial cuando Jerusalén fue destruida.
Jesús
añadió: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”
De
hecho, el remanente judío que “clama día y noche”, se convencerá de la
intervención libertadora del “Hijo de Hombre”, solamente cuando lo vea. Será
necesario, pues, que Él aparezca ante los ojos de esos fieles para que crean.
Así
sucedió con Tomás. El Señor le dijo: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados
los que no vieron, y creyeron... No seas incrédulo, sino creyente” (Juan
20:27-29). De modo que, únicamente bajo este aspecto, el remanente será incrédulo
y no creerá en la realidad de la liberación por medio del Hijo del Hombre en
persona, por medio de Aquel a quien el pueblo crucificó en la antigüedad, hasta
que lo vean con sus ojos.
Así
que, en los versículos que estamos meditando, en los que el Señor dice: “Cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra? “no habla de aquella fe, de
la fe que acompaña a la vista, sino de la fe de los que hayan creído en la
intervención del Hijo del Hombre sin verlo. ¿La hallará quizás en uno u otro del
remanente que, bajo la influencia de reminiscencias cristianas, haya esperado
al Cristo como Hijo del Hombre, en lugar de esperar sólo en la intervención
celestial de Jehová? Es la pregunta que el Señor deja abierta en este versículo,
a la cual no se nos da respuesta. Pero, vemos el hecho de que, hasta que los
del remanente lo vean a Él, permanecerán incrédulos en relación con dicha
intervención personal. Hasta ese momento, la fe de ellos será en Dios (v. 7) a
quien, sumidos
en la
angustia, clamarán día y noche. Además, por esa misma fe en Dios, ellos sabrán que
un día él intervendrá, puesto que leemos que dirán: “¿Hasta cuándo?”
Pero,
la fe, nuestra fe en el Hijo del Hombre ahora invisible y que viene
personalmente a manifestarse mediante el juicio, para establecer su reino, a
ellos les faltará. Serán incrédulos hasta que el Hombre crucificado les muestre
sus heridas.
William Macdonald
El día del sábado era y siempre será el séptimo día
de la semana.
Dios
reposó en el día séptimo, después del sexto día de la creación (Gn. 2:2). Él no
mandó al hombre que guardase el sábado entonces, aunque puede que tuviese la
intención que se siguiese el principio —un día de reposo de cada siete.
La
nación de Israel recibió el mandamiento de guardar el sábado cuando se
promulgaron los Diez Mandamientos (Éx. 20:8-11). La Ley del Sábado era
diferente de los otros nueve mandamientos: se trataba de una ley ceremonial,
mientras que las otras eran morales. La única razón de que estaba mal trabajar
en sábado era porque Dios lo había prohibido. Los otros mandamientos tenían que
ver con cosas que eran intrínsecamente malas.
La
prohibición contra el trabajo en sábado nunca fue dada para ser aplicada a: el
servicio para Dios (Mt. 12:5), acciones de necesidad (Mt. 12:3, 4) o acciones
de misericordia (Mt. 12:11, 12). Nueve de los Diez Mandamientos se repiten en
el Nuevo Testamento, no como ley, sino como instrucciones para cristianos
viviendo según la gracia. El único mandamiento que a los cristianos nunca se
les ordena que guarden es el del sábado. Más bien, Pablo nos enseña que el
cristiano no puede ser condenado por dejar de guardarlo (col. 2:1 6).
El
día distintivo del cristianismo es el primer día de la semana. El Señor Jesús
resucitó de entre los muertos aquel día (Jn. 20:1), prueba ésta de que la obra
de la redención había sido completada y divinamente aprobada. Durante los dos
siguientes domingos [término que se deriva del Día del Señor], se encontró con
Sus discípulos (Jn. 20:19, 26). El Espíritu Santo fue dado en el primer día de
la semana (Hch. 2:1; Cf. LV. 23:15, 16). Los primeros discípulos se encontraban
aquel día para partir el pan, anunciando la muerte del Señor (Hch. 20:7). Es el
día señalado por Dios en el que los cristianos deberían poner dinero aparte
para la obra del Señor 1 co. 16:1, 2).
El
sábado o séptimo día venía al final de una semana de afán; el Día del Señor, o
domingo, comienza una semana con el conocimiento gozoso de que la obra de la
redención ha sido consumada. El sábado conmemoraba la primera creación; el Día
del Señor está unido con la nueva creación. El día del sábado era un día de
responsabilidad; el Día del Señor es un día de privilegio.
Los
cristianos no «guardan» el Día del Señor como medio de alcanzar la salvación o
de lograr la santidad, ni por temor al castigo. Lo ponen aparte por amante
devoción a Aquel que se entregó a Sí mismo por ellos. Debido a que este día
quedamos liberados d los asuntos rutinarios y seculares, podemos apartarlo de
una manera especial para el culto y servicio de Cristo.
No
es correcto afirmar que el sábado fue transferido al domingo. El sábado es el
séptimo día de la semana, y el Día del Señor es el domingo. El sábado era una
sombra; el cuerpo es Cristo (Col 2:16, 17). La resurrección de Cristo marcó un
nuevo comienzo, el día del Señor significa este comienzo.
C.H. MACKINTOSH
Aquí
nuevamente vemos que el cristianismo nos coloca delante de Cristo solo. El hecho
“de conocerle” (Filipenses 3:10) constituye la aspiración del verdadero
cristiano. Si la posición del cristiano es “ser hallado en él”, “conocerle”
constituye su único objeto, su única meta. La filosofía de los antiguos tenía
un adagio que era constantemente presentado a la atención de sus discípulos:
«Conócete a ti mismo.» El cristianismo, al contrario, tiene otra palabra, que
tiende a un objeto más noble y elevado. Nos insta a conocer a Cristo, a hacer
de él el objeto de nuestro corazón, a fijar nuestra mirada en él.
Esto
y sólo esto constituye el objeto del cristiano. Tener cualquier otro objeto no
constituye en absoluto el cristianismo, y lamentablemente los cristianos tienen
otros objetos en que ocuparse. Por eso decíamos al principio de nuestro artículo,
que lo que deseábamos presentar a nuestros lectores es el cristianismo y no la
marcha de los cristianos. Poco importa cuál sea el objeto que nos ocupa; desde
el momento que no es Cristo, no es el cristianismo. El anhelo del verdadero
cristiano tenderá siempre hacia lo que se dice en estas palabras: “A fin de
conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus
padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (v. 10).
La meta
del cristiano no es hacer su camino en el mundo, ir en busca del dinero,
procurar alcanzar una posición social elevada, buscar engrandecer su familia,
hacerse de un nombre y buscar fama. Él no aspira a ser considerado un gran
hombre, un hombre rico, un hombre popular. No, ninguna de estas cosas es un objeto
cristiano. Ellas pueden constituir las aspiraciones de aquellos que no han
hallado mejores bienes; pero el cristiano ha hallado a Cristo. En esto reside
toda la diferencia. Puede parecer natural para un hombre que no conoce a Cristo
como su justicia, hacer lo mejor que pueda para forjar su propia justicia; pero
para aquel cuya posición está en un Cristo resucitado, la más perfecta justicia
que pudieran producir los esfuerzos humanos, no sería más que una pérdida. Es
exactamente lo mismo cuando se trata de un objeto. La cuestión no es decir:
«¿Qué hay de malo en tal o cual cosa?», sino: «¿Es esto de Cristo?».
Es
útil considerar esto, pues estamos seguros de que una de las grandes causas de
la baja condición espiritual que prevalece entre los cristianos, se debe
justamente al hecho de que la mirada es quitada de Cristo, y fijada en tal o
cual objeto inferior. El objeto puede tener en sí mismo cierto valor moral para
un hombre del mundo, para un hombre que no ve nada más allá de su lugar en la naturaleza,
en la vieja creación. Pero, para el cristiano, no es así. Él no es de este
mundo. Está en el mundo, pero no es del mundo. Ellos “no son del mundo, como
tampoco yo soy del mundo”, dice nuestro amado Señor (Juan 17:14). “Nuestra
ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20), y nunca debiéramos estar
satisfechos con un objeto inferior a Cristo. No importa en lo más mínimo la
posición social en la cual estemos. Un hombre puede ser un recolector de
residuos o un príncipe, o puede ocupar uno de los numerosos grados entre estos
dos extremos sociales; es todo lo mismo si Cristo constituye su único y
verdadero objeto. No es la condición social de un hombre, sino el objeto que
persigue, lo que le confiere su carácter.
El
apóstol Pablo no tenía sino un solo objeto: Cristo. Ya sea que se quedase en un
lugar o que estuviese de viaje, que predicase el Evangelio o que juntase ramas
secas para las estacas (Hechos 18), que estableciese iglesias o que hiciera
tiendas, su objeto era Cristo. Tanto de noche como de día, en casa o fuera de
ella, por mar o por tierra, solo o con otros, en público o en privado, Pablo
podía decir: “Una cosa hago” (v. 13); y esto, notémoslo bien, no se trata
solamente de Pablo el diligente apóstol, Pablo el santo arrebatado al tercer cielo,
sino de Pablo el cristiano vivo, activo y caminante; de aquel que podía
decirnos: “Hermanos, sed imitadores de mí” (v. 17). Y no deberíamos
contentarnos con nada menos. Nuestras faltas —es triste decirlo, pero es
cierto—, son numerosas; pero mantengamos siempre ante nuestros ojos el
verdadero objeto. El escolar, que escribe unas líneas, sólo puede esperar que
la página que redacta quede prolija si mantiene sus ojos fijos en la primera
línea del encabezamiento que subrayó con una regla. Ahora bien, si luego aparta
su mirada de la línea modelo, y se empieza a fijar en la última línea que acaba
de trazar —lo cual es una tendencia muy común—, entonces cada línea subsiguiente se irá desviando cada vez
más de la precedente. Lo mismo ocurre con nosotros: Apartamos la mirada de
nuestro divino y perfecto modelo, y comenzamos a considerarnos a nosotros
mismos, a fijarnos en nuestros propios esfuerzos, en lo que somos nosotros, en
nuestros propios intereses, en nuestra reputación. Comenzamos a pensar en lo
que estaría de acuerdo con nuestros principios, con la profesión que hacemos,
con nuestra posición en el mundo, en lugar de pensar en el único objeto que el
cristianismo pone ante nosotros, esto es, Cristo.
Pero
—dirá alguno— ¿dónde se halla esto? En efecto, si lo buscamos en las filas de
los cristianos de nuestros días, ello será ciertamente difícil. Pero es lo que
nos dice el tercer capítulo de la epístola a los Filipenses, y esto ha de
bastarnos. Hallamos allí un modelo del verdadero cristianismo, que debemos tener
única y continuamente ante los ojos. Si nuestros corazones quisieran ir en pos
de otras cosas, entonces juzguémoslos. Comparemos las líneas que trazamos con
la línea modelo, y busquemos seriamente reproducir una copia fiel a partir de
ella. Sin duda habremos de llorar por nuestras frecuentes caídas, pero
estaremos ocupados con nuestro verdadero objeto, y tendremos así formado
nuestro carácter cristiano; porque, no lo olvidemos, éste es el móvil que nos
hace actuar, que forma nuestro carácter; cada objeto anhelado, forma nuestro
carácter. Si mi meta es el dinero, seré avaro; si busco el poder, seré
ambicioso; si amo las letras, seré un literato; si mi objeto es Cristo, seré
cristiano. No se trata aquí de una cuestión de vida o de salvación, sino de
cristianismo práctico. Si alguien nos pidiera que definamos en pocas palabras
qué es un cristiano, en seguida responderíamos que es un hombre cuyo objeto es
Cristo. Esto es muy simple. ¡Ojalá que podamos experimentar el poder de esta
verdad, de manera de manifestar un carácter de discípulos más sano y vigoroso,
en estos días en que tantos cristianos, lamentablemente, tienen sus
pensamientos en las cosas terrenales!
Concluiremos
este breve e imperfecto esbozo de un tema tan amplio e importante, con algunas
palabras sobre la esperanza del cristiano.
Santiago Saword
El
capítulo 9 de Jueces relata el horroroso episodio de la matanza por Abimelec,
sobre una piedra, de sus sesenta y nueve hermanos, hijos de Gedeón. Jotam
escapó. Una vez que la gente de Siquem había hecho a Abimelec su rey, Jotam se
puso en la cumbre del monte Gerizim para denunciar a los homicidas por su
crimen sangriento.
La violencia
Su
parábola se encuentra en Jueces 9.6 al 21, 56 y 57. Fue profética y se cumplió
al pie de la letra, enseñándonos que Dios tiene su tiempo para arreglar la
cuenta por todo acto de violencia y crueldad. En nuestros días hay muchos
hombres salvajes que matan a sangre fría a personas pacíficas y superiores a
ellos; se escapan del castigo merecido, pero irremisiblemente llegará el día
cuando tendrán que comparecer delante del gran Juez de los vivos y muertos para
sufrir el justo pago de su maldad.
En
cuanto a la parábola de los tres árboles, primero nos enseña que Dios tiene su
propósito doble en lo que producen: Dios es honrado y los hombres son
bendecidos, versículo 9. Él tiene también un propósito doble en nosotros, cual
árboles plantados en la casa de Jehová — Salmo 92.13 — y es el que Dios sea
honrado y nuestros semejantes bendecidos. Así que, según tengamos oportunidad,
hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe, Gálatas 6.10.
El olivo
El
primer árbol nombrado es el olivo. Los árboles, según la parábola, querían
elegir a uno para reinar sobre ellos, y convidaron al olivo para ser su rey. La
noble respuesta del olivo fue: “¿He de dejar mi aceite, con el cual en mí se
honra a Dios y a los hombres, para ir a ser grande sobre los árboles?” El
aceite era esencial en el culto ordenado por Dios, y a la vez para ungir a los
hombres.
En
Apocalipsis 11.4 leemos de dos olivos que son testigos de Dios. Son lámparas
que brillan mediante el aceite en medio de las tinieblas. El aceite habla del
Espíritu de Dios que da poder para testificar fielmente delante de un mundo
pecador. Cuando el creyente busca grandezas en este mundo su utilidad sufre, y
su vida, que tanto le costó a Cristo, tiene poco para Dios y las almas de sus
prójimos.
El
mensaje de Dios al joven Baruc, quien había sido una gran ayuda a Jeremías,
fue: “¿Buscas para ti grandezas? No las busques”, Jeremías 45.5. Para Baruc las
grandezas solamente durarían por unos días; la nación estaba al punto de un
gran desastre (el cautiverio). Igualmente, para el creyente; ya lo del presente
siglo viene llegando a su fin. La venida del Señor se acerca y nosotros los
salvos vamos a dejar atrás lo que es de este mundo; de acuerdo con nuestra
fidelidad aquí, será nuestra herencia en el cielo.
La higuera
El
segundo árbol nombrado es la higuera, que también fue resuelta en no dejar su
dulzura y buen fruto “para ser grande sobre los árboles”. Ella sacó bien la
cuenta y prefería más bien seguir en su vida de proveer lo agradable para los
corazones y llevar mucho fruto para Dios en vez de satisfacer una ambición
carnal sobre los demás.
En
Jeremías 24.1 se puede ver que higos fueron puestos delante del templo de Dios,
lugar de privilegio (“Me mostró Jehová dos cestas de higos ...”).
La vid
El
tercer árbol nombrado es la vid, que también estuvo resuelta a continuar en su
vocación según la voluntad de Dios, alegrándole a él y a los hombres.
En
Juan 15 vemos que Cristo es la vid verdadera, y en Juan 6.15, después del
milagro de los panes, los hombres querían hacerle rey, pero Él se fue. Él nos
enseña que estamos unidos inseparablemente con él y como pámpanos podemos llevar
mucho fruto por medio de él. En cambio, separados de él nada podemos hacer.
El
vino habla del gozo del Señor y la salvación. Por buscar un puesto político o
social el creyente va a perder el gozo del Señor, cosa que se pierde fácilmente
pero sólo con dificultad se vuelve a conseguir. Sin este gozo, el creyente está
impedido en ganar almas para Cristo, y su adoración pierde frescura, llegando a
ser puro formalismo. Así, la vid rechazó la oferta, prefiriendo dar gozo a Dios
y al hombre en vez de satisfacer el impulso de ambiciones engañosas.
La zarza
Como
último recurso los árboles apelaron a la zarza. “Anda tú, reina sobre
nosotros”, 9.14. La respuesta de la zarza es impresionante: “Venid, abrigaos
bajo mi sombra; y si no, salga fuego de la zarza ...” En realidad, la zarza no
tenía nada que dar sino espinas y maldición; Génesis 3.17,18. Por dondequiera
que se extiende, ahoga las matas buenas y sufre dolor quien la toque.
¡Qué
tragedia terminar nuestra carrera como una zarza, lista para las llamas! Hemos
conocido hombres que querían ser líderes entre el pueblo del Señor, buscando
privilegios: la plataforma para predicar, e intentos vanos a enseñar. Ellos
buscaban “el puesto” con motivos ulteriores en vez de reconocer su propia
indignidad y hacer todo por amor de Cristo. En cambio, hay otra clase a quienes
no les interesa ser algo en la asamblea; su gran afán es prosperar
materialmente y llegar a la cumbre en lo de este mundo. Caen en tentación y
lazo, y en “muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en
destrucción y perdición”.
José Naranjo
Oír, hablar y escribir: son gracias que, aunque nos parecen
comunes, son dones especiales que entran en los predios del arte, y para
desarrollarlos bien se requiere el ejercicio del entendimiento. No es monopolio
de algunos el uso de esos dones, pero es indispensable que el individuo llegue
al entero conocimiento de su capacidad real para que no incurra en el abuso de
traspasar los linderos de lo desconocido, o aparecer ante los demás como ignorante,
fanfarrón u orgulloso.
·
Oír
El que oye bien está llamado a ser inteligente. Un
oído fino percibe y discierne con maestría las notas musicales. Tal vez por
falta de oído atento es que se oye tanta discordancia en el cantar de nuestros
himnos en las asambleas. Muchos de los profetas empezaban sus mensajes primero
con esta alocución: “Oíd palabra de Jehová”. (Deuteronomio 32:2-4, Isaías
1:2-3, Jeremías 10:1-2, Oseas 4:1-2, Amós 4:1) Es abuso y mala educación oír de
cualquier manera. El Señor Jesús se vio en el caso de llamar la atención a su
auditorio en varias ocasiones. “Si alguno tiene oídos para oír, oiga”. Les dijo
también: “Mirad lo que oís; porque con la medida con que medís, os será medido,
y aun se os añadirá a vosotros que oís”. (Marcos 4:23,24)
Hay una tendencia de oír ligeramente con el
consiguiente resultado de la exageración, de lo que resultan los chismes, no
diciéndose lo real sino lo ficticio, imaginativo o sospechoso, y todo esto por oír
mal. Don Guillermo Williams en una conferencia en Puerto Cabello nos habló de oír
bien, y citó el caso de un hermano que le dijo: “¿En qué se basó ese predicador
para decir que el eunuco era un negro feo?” Respondió: “Yo no oí así. El
predicador dijo: “En Hechos de los Apóstoles capítulo 8 está la conversión del
africano, o sea el negro; en capítulo 9 está la conversión del asiático, o sea
el religioso fariseo; y en capítulo 10 está la conversión del blanco europeo”.
Después, una hermana le dijo a uno de los ancianos: “Déjeme sentarme en la
punta del banco, porque yo soy la que atiende al café”. El anciano le dijo: “¿Y
por qué no se examina si tiene poca fe?”
Errores de esta y otra clase se cometen a diario, por
no poner el sentido para oír bien. Del Señor Jesús como el siervo de Jehová
está escrito: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar
palabras al cansado: despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que
oiga como los sabios. Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni
me volví atrás”. (Isaías 50:4,5)
·
Hablar
El Señor Jesucristo es reconocido como el maestro más
excelente. Sus enemigos lo recocieron en sus días, cuando le mandaron a
prender, pues cuando los principales sacerdotes y fariseos dijeron a los
alguaciles, “¿Por qué no le habéis traído?” los alguaciles respondieron,
“¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:32, 45,46) Ningún
hombre ha pronunciado sermón como el Sermón del Monte. (Mateo 7:28,29) Un día
una mujer muy emocionada por lo que oía, levantó la voz y le dijo:
“Bienaventurada el vientre que te trajo, y los senos que mamaste”. (Lucas
11:27,28) Hay los que se expresan con una dialéctica natural, cuyos
razonamientos, sin llegar a la elocuencia, son convincentes y transportadores,
pero donde más se destaca esta virtud es en los humildes de corazón. “Si yo
hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal
que resuena, o címbalo que retiñe”. (1 Corintios 13:1)
Hay los que sólo tienen verborrea, y son de apariencia
humilde hasta que se les exhorta, reprende o corrige; entonces se desahogan su orgullo
escondido y hablan como si hubieran nacido primero que Adán. (Job 15:7-10)
Posiblemente Coré, Alejandro, Diótrefes y otros eran tipos de esa calaña. Un
hermano extranjero oyó a un criollo predicar, y cuando me vio me dijo: “Fulano
tiene mucha palabrería”. Moisés fue de los humildes de corazón, pues sostuvo
con sinceridad delante de Dios su torpeza para expresarse. (Éxodo 4:10) Pero la
vocación de Moisés, y su constancia delante del Señor, le hicieron conseguir
soltura de lengua y libertado de expresión, de tal manera que, por el Espíritu,
improvisaba hasta llegar a la altura de la exégesis: “Entonces habló Moisés a
oído de toda la congregación de Israel las palabras de este cántico”.
(Deuteronomio 31:30) De veras que es agradable oír a una persona que se expresa
bien. De ahí el proverbio del vulgo: “El que tiene más saliva traga más
harina”. Pero mejor es lo que dice Salomón: “Manzana de oro con figuras de
plata es la palabra dicha como conviene”. (Proverbios 25:11)
·
Escribir
Escribir es el arte que se expresa en estilo. Por la
letra distinguimos a las personas que nos son familiares, y por el estilo
discernimos a los que nos son algo conocidos. En
En meses pasados un hombre se halló con un evangélico
y le dijo: “¡Ah! ¿Es usted periodista?” El evangélico le contestó: “No, yo lo
que hago es escribir sermones”. El hombre le dijo: “Pero sus sermones son
buenos”. Ciertamente son los sermones buenos los que impresionan. A veces salen
al público unas cuartillas tan “pajizas” mal escritas, sin coordinación, mal
impresas; la falta de gramática es demasiado pronunciada porque no pasa por
manos de redactores de conocimiento. El sentido literario es tan escaso que
cuando una persona recibe el folleto y lee los primeros renglones, lo tira por
el cursi de su argumento. Se ha dicho que “no tienen dientes”.
Son muchos los millares que deseamos saber lo que
nuestro Señor Jesucristo escribió en las arenas del templo. (Juan 8:6) Gracias
a Dios por las cartas de Pablo; de él se dice: “A la verdad, dicen, las cartas
son duras y fuertes: más la presencia corporal débil, y la palabra
menospreciable”. (2 Corintios 10:10)
William
Macdonald
El costo de la
obediencia
La vida era una brisa para Bud Brunke. Tenía una esposa
encantadora, Janice, seis hijos, y era socio en un negocio de mantenimiento de
aeronaves, en un pequeño aeropuerto en Elgin, Illinois. El mundo era su ostra,
o, al menos, eso pensaba él.
De repente, sin embargo, su paz fue trastornada cuando
los pensamientos de su condición espiritual comenzaron a molestarlo. Hasta ese
momento, había sido diácono y miembro fiel de la Iglesia Luterana local, pero
esto no lo satisfacía. Lo que más le inquietaba de la iglesia era el bautismo
infantil. El no podía tolerar la idea de que salpicar con agua a un niño lo
hiciera miembro de Cristo y un heredero del reino de Dios. Por un conjunto de
extrañas circunstancias, comenzó a tomar clases en una escuela bíblica nocturna.
En las semanas sucesivas, la luz resplandeció en su alma, y se convirtió en un
cristiano comprometido mientras miraba la transmisión de una cruzada evangelística.
Desde el principio, Bud tuvo un profundo deseo de conocer
la Palabra de Dios y obedecerla. Si hubiera pensado que cuando fuera salvo no
tendría más problemas, se habría equivocado. Hubo un problema en particular
que se destacó. Ahora estaba asociado con un hombre que no era creyente. Antes,
esto nunca había sido un problema. Pero ahora él leía:
“No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque
¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz
con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente
con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos?
Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y
andaré entre ellos, y seré su Dios y ellos me serán a mí por pueblo. Por lo
cual, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo
inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre y me seréis hijos e
hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:14-18).
Estas palabras apuñalaban a Bud todas las veces que las
leía. “¿Qué parte tiene el creyente con el incrédulo?” Era verdad. Su socio y
él estaban en diferentes longitudes de onda. Tenían valores distintos. Las
prácticas poco éticas nunca habían sido un problema antes, pero ahora cobraron
mucha importancia. Era como si un buey y un asno estuvieran atados juntos.
Ellos no tiraban juntos.
Bud sabía lo que debía hacer. Tema que salirse del yugo
desigual. Pero el negocio de mantenimiento de aeronaves era su vida. Tema que
pensar en su familia. No tendrían medios visibles de sustento si él
renunciaba. ¿Cómo vivirían?
Primero, decidió consultar a un anciano de la iglesia local.
Le contó al anciano toda la historia acerca de cómo se encontraba entre la
espada y la pared.
El anciano dijo: “No hay un gran problema aquí. Sólo
compra la parte de tu socio para ser el único dueño del negocio.”
“No tengo suficiente dinero para hacer eso.”
“En ese caso, ¿por qué no dejas que él compre tu parte?”
Valía la pena investigar esa posibilidad. Habló con el socio,
y, para su sorpresa, el socio parecía conforme con la idea. Prometió pagarle a
Bud $40,000 por su parte del negocio. Parecía la solución ideal al problema.
El dinero comenzó a gotear. Los cheques mensuales eran de $200. Luego los
pagos se tomaron esporádicos. Más tarde, cuando
Bud fue a cobrar los cheques, retomaban con la
notificación “fondos insuficientes.”
A Bud no le sorprendió cuando se enteró de que su socio
se había declarado en bancarrota.
La determinación de Bud de obedecer el mandamiento de “No
os unáis en yugo desigual con los incrédulos” le había costado entre $38,000 y
$40,000. ¿Qué debía hacer? Pero Dios no había olvidado Su promesa: “Y seré para
vosotros por Padre” (2 Corintios 6:18). En poco tiempo Bud fue a trabajar para
un cristiano, un cargo en el que permaneció 25 años. Cuando llegó a los 65
años y se jubiló, recibió un pago que era tres veces más de lo que había
perdido. Así es el Señor. Él no es deudor de ningún hombre.
No hace mucho que una joven cristiana me confesó que estaba pasando por problemas para orar. No recuerdo ahora exactamente cómo respondí, pero de seguro dije algo de, “¡Yo también!” Algo que el creyente aprende al crecer en la gracia es que los ejercicios realmente arduos de la vida cristiana son los básicos: la oración, el estudio de la Biblia, la comunión con los hermanos y el testimonio. Todos son problemáticos, y las Escrituras dan a entender convencido que nunca serán fáciles, pero con la ayuda de Espíritu Santo, y a pesar de todo, proseguiremos firmemente.
Uno
de los grandes hombres del Antiguo Testamento nos da un ejemplo desafiante de
las condiciones sencillas para que la oración sea eficaz. En Génesis 18 leemos
acerca de la intercesión de Abraham a favor de Sodoma (vv. 23 al 32) y podemos
deducir cuatro lecciones de esa narración.
1.
Abraham creyó al Señor (vv. 9 al 21).
Frecuentemente
se olvida que la oración de Abraham al final del capítulo no es un estallido
espontáneo. Por el contrario, es considerada como el resultado de lo que había
aprendido escuchando al Señor. Si compruebes todo lo que el Génesis cuenta
acerca de su vida, encontrarás, quizá para tu sorpresa, que Dios habla a
Abraham unas tres veces más de lo que Abraham habla a Dios. La moraleja es
evidente; si queremos hablar al Señor debemos escucharle antes. La oración y la
lectura de la Biblia son inseparables. Muchas de nuestras irreflexivas
expresiones (“si es tu voluntad”) podrían convertirse en oraciones completas y
llenas de fe, solamente con buscar la voluntad de Dios tal y como se nos revela
en las Escrituras.
¿Qué
aprendió Abraham de Dios en la primera parte del capítulo?
a.
Aprendió que Dios ansía bendecir a su pueblo (vv. 10 al 14), y nuestro Dios es
siempre el mismo. El Señor Jesús ascendió a la gloria en actitud de bendecir
(Lucas 24:31) y esto es lo que ha caracterizado siempre su trato con los santos
(Efesios 1:3). Tal conocimiento debe animarnos a estar más tiempo con un Dios
cuyo deseo es nuestro bien.
b.
Aprendió que Dios es el Dios de juicio (vv. 17 al 21). Mucho de la predicación
del evangelio en estos tiempos ha diluido el mensaje claro de salvación en
Cristo que encontramos en el Nuevo Testamento al omitir o suavizar la realidad
del juicio. Pero podemos estar seguros de que Él juzgará (ver especialmente
Romanos 2:1 al 16) y así como esta certidumbre le condujo a Abraham a
interceder por su descarriado sobrino Lot, así debe forzarnos a nosotros a caer
sobre nuestras rodillas e interceder por los amigos y familiares que no son
salvos.
c.
A Abraham se le recordó la omnipotencia divina (v. 14). Esta gloriosa verdad,
repetida en Lucas 1:37, es la espina dorsal de la oración porque el Dios de la Biblia
es omnipotente y por tanto “poderoso para hacer todas las cosas mucho más
abundantemente de los que pedimos o entendemos” (Efesios 3:20).
d.
Él fue testigo de una pasmosa demostración de la omnisciencia de Dios, ya que
Él conocía los pensamientos de Sara (vv. 10 al 13). Hay veces cuando le cuesta
al creyente poner palabras a su oración, pero ¾y aquí el consuelo¾ nuestro Padre celestial conoce todo acerca de
nosotros (Mateo 6:8) y el Espíritu que mora en nosotros habla en nuestro lugar
(Romanos 8:26 al 27).
Encontrarás
en Génesis capítulo 18 que Abraham aprendió también acerca del gran deseo que
Dios tiene para confiar en sus amigos (v. 17), sus planes para los
descendientes del patriarca (v. 18) y su lealtad hacia su Palabra (v. 19).
¿Puedo sugerir que nuestras oraciones sólo serán llenas y efectivas en la
medida que sea nuestra percepción de las Escrituras? Si oramos con la Biblia
como base, estamos orando de acuerdo con la voluntad divina; como alguien dijo,
“La oración es un instrumento poderoso, no para conseguir que se haga la
voluntad del hombre en el cielo, sino para hacer posible la voluntad de Dios
sobre la tierra”,
2.
Abraham se acercó al Señor (v. 23).
Es
posible tener un buen conocimiento de las Escrituras y no orar. Pero Abraham
era un creyente practicante; aquello que el Señor le enseñó lo puso en práctica
inmediatamente, y “se acercó”.
Te
darás cuenta de que los dos ángeles se habían marchado (v. 22); Dios y su hijo
estaban solos. El Señor Jesús subrayó el valor de esto en Mateo 6:6: “Cuando
ores, entre en tu aposento, y cerrada la puerta, ora.”., No lo olvides; ¡cierra
esa puerta! El mundo y el diablo no se tardan en valerse de cualquier
distracción para impedir o estorbar nuestra comunión con el Señor. Además, es
vital hacer un deliberado esfuerzo para estar, como lo expresa cierto himno,
“cerrado contigo, lejos, alto y alejado del mundo inquieto que lucha abajo”. Es
maravilloso constatar que cuanto más nos acercamos a Dios, más se acerca Él a
nosotros (Santiago 4:8).
3.
Abraham pidió al Señor
Esta
es la esencia de la oración: hablar con Dios. Abraham no tuvo tiempo para ir a
un lugar especial (después de todo, el Señor estaba allí), o preparase y asumir
una postura de rigor o esperar hasta que se sintiera movido a orar.
¡Simplemente oró! ¿No dijo el Maestro, “Pedid, y se os dará” (Lucas 11:9)?
¡Cuán necios somos, entonces, si estamos preocupados, impacientes o torpes en
vez de hablarle humildemente!
La
oración en sí misma es sencilla, sincera y corta. La Biblia no da premios a los
de “largo fuelle”, ¡aunque así pareciera a algunos de nuestros hermanos! La
oración de Abraham fue razonada, de acuerdo con el conocimiento de Dios que él
tenía, y específica. Llegó al grano. Nosotros hemos recibido una revelación
mucho más amplia, porque tenemos al Señor Jesús, la última palabra de Dios al
hombre (Hebreos 1:1,2). Por tanto, podemos acompañar nuestras oraciones con el
precioso nombre de Cristo (Juan 16:23).
Cuando
pequeño aprendí de mi madre a terminar mis oraciones “en el nombre del Señor
Jesús. Amén”. Cuando le pregunté por qué tenía que decir esto, me respondió
ella, “Porque a Dios le agrada oírlo”, y a mí no se me ocurre una respuesta
teológica que mejore esa expresión. El nombre del amado Hijo de Dios significa
tanto en el cielo que el Padre está gozoso al recibir y contestar las oraciones
de aquellos que lo ponen reverentemente sobre sus labios.
4.
Abraham anticipó una respuesta (19:27 al 29)
Este es la evidencia de que oró con
fe (Mateo 21:22). Él se levantó temprano y volvió al lugar donde había hablado
con el Señor. Ahora bien, Dios no garantizó su respuesta a la petición
específica, porque no había diez justos en Sodoma (Génesis 19:15); sin embargo,
sí satisfizo el deseo del corazón de Abraham, que su sobrino Lot fuese eximido
del castigo, y al efecto éste fue sacado de la ciudad antes que cayera el
castigo (19:16). La respuesta fue perfecta, si bien no fue exactamente lo que
Abraham esperaba. Es evidente que Dios se reserva el derecho de darnos lo que
más conviene.
Yo
Daniel miré atentamente en los libros el número de los años de que habló Jehová
al profeta Jeremías, que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén en
setenta años, Y volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración y ruego,
(Daniel 9:2-3)
¡El
profeta Daniel es un muy buen ejemplo de alguien que se tomaba un tiempo para
leer su Biblia y orar todos los días! Había estado preocupado por la desolación
de Jerusalén, y así, un día en particular, leyó el Libro del profeta Jeremías
para ver lo que la Biblia tenía que decir sobre esto. ¡Conocía lo
suficientemente bien las Escrituras como para ser capaz de saber dónde buscar
la respuesta Gen días en que no existían softwares de búsqueda ni concordancias
escritas!). La familiaridad de Daniel con las Escrituras no deja ninguna duda
de que él era un lector regular y sistemático de la Biblia. Probablemente ese
día él se desvió de su lectura regular con el fin de estudiar personalmente la
Biblia buscando respuesta a su pregunta.
Esto
fue luego de que Daniel se arrodillara en oración y se humillara delante de
Dios. Él derramó su corazón en una extensa oración aquel día (9:4-19), Sin
embargo, por otros pasajes, sabemos que su costumbre era orar tres veces al día
(Dn. 6:10), tal como lo hacía David antes de él (Sal. 55:17),
Hay
un cántico para niños que a menudo se canta en las escuelas dominicales y
campamentos cristianos, y dice así: «Lee tu Biblia, ora cada día, si quieres
crecer». Ahora bien, la verdad contenida en este pequeño cántico no debe
limitarse solamente a los niños, sino que debemos aplicarla a todos los que
profesan fe en Cristo, sin importar su edad. Daniel tenía más de ochenta años y
sentía que era necesario tener un «tiempo de tranquilidad»—un tiempo puesto a
Parte diariamente para leer la Biblia y orar. Si Daniel sentía que este era un
ejercicio necesario, incluso a su avanzada edad, entonces cuánto más necesario
es para nosotros en la actualidad.
Brian Reynolds
El Señor está Cerca
Una Criada
“Estos alcanzaron buen testimonio por
la fe”
(Hebreos 11:39)
La historia está en 2 Reyes 5:1-15.
La criada judía se paró delante de su señora y le dijo
con firmeza:
“Si rogase mi señor al profeta que está en Samaría, él lo
sanaría de su lepra”. En Israel, la patria de la muchacha, los leprosos eran
excluidos de la congregación, pero ella estaba obligada a trabajar en el hogar
de un leproso que andaba libremente y que era un gran personaje en su país.
Naamán, jefe del ejército del rey de Siria, gozaba del
favor del rey porque a causa de su valor en los combates, el Señor le había
dado la victoria a su país. Las tropas del rey de Siria hacían invasiones al
país de Israel y se llevaban consigo a enemigos y su botín. Esta muchacha
israelí fue sacada de su hogar donde la gente adoraba al verdadero Dios y
apreciaba a su profeta Eliseo.
En aquel tiempo el general Naamán estaba muy afligido por
causa de la enfermedad que sufría. Muchas veces los leprosos eran obligados a
vivir aislados y no existía remedio contra la lepra.
En solamente 40 palabras las Escrituras nos dan la bella
historia de esta jovencita. No sabemos su nombre, porque era una esclava que
había sido llevada lejos de su país, su cultura y su familia, pero más
importante que su nombre es lo que ella dijo.
Aunque tenía suficientes razones para odiar a sus amos,
no había rencor en su corazón. En vez de sentir amargura, mostró compasión y
preocupación por el bienestar de ellos. “No ha guardado silencio a causa de su
timidez; no piensa que es demasiado joven para que hagan caso de lo que dice, y
no siente que su posición es demasiado humilde para ser oída”.
Presentó su caso a la esposa de Naamán con fe y de una
manera concisa, consciente del peligro que corría. Seguramente ella se había
ganado el aprecio del general y su esposa, porque la mujer de Naamán oyó con
mucho interés la sugerencia y se la comunicó a su marido.
Naamán no fue directamente al profeta Eliseo, sino que se
presentó primero al rey de Siria y luego al rey de Israel, llevando dinero y
cartas de parte de su rey. Por fin se humilló, obedeció el mensaje de Eliseo y
se zambulló siete veces en el río Jordán. Cuando volvió, no solamente estaba
curado de su lepra y su piel había sido limpiada, sino más importante, Naamán
quedó convencido de que el Dios de Israel era el único Dios verdadero. “Se
convirtió de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1
Tesalonicenses 1.9).
Cuando el gran guerrero confió en el testimonio de la
muchacha, él estuvo dispuesto a presentarse delante de dos reyes, buscar la
ayuda de un extraño y zambullirse en agua sucia para su curación, todo en base
a la recomendación de ella. El comportamiento de la muchacha y la manera en que
ella servía a sus amos eran tales que lo que ella dijo fue tomado en cuenta. Lo
que dijo fue poco, pero dio evidencia de su fe en Dios y en Eliseo, el siervo
de Dios.
Ojalá que, como esta esclava de la antigüedad, nosotras
podamos estar contentas con nuestras circunstancias y hablar palabras que
ayuden a algún leproso espiritual a buscar el camino de la salvación. “Todo lo
puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4.13).
¿Soy yo soldado de Jesús, un siervo del Señor;
Y temeré llevar la cruz sufriendo por su amor?
Lucharon otros por la fe; cobarde no he de ser:
Por mi Señor pelearé confiando en su poder.